lunes, 26 de diciembre de 2011

"Esa Costumbre" por Paul Eric


También puedes escuchar el relato aquí [08:03] o descargarlo desde nuestro podcast
Yo iba a comenzar esta historia confesando que lo peor que pudo pasarme en la vida fue llegar a los setenta años, pero no. He decidido pasar a hablar de mi adicción de la cual, ahora, me encuentro recuperado.


            He de aclarar que en mis tiempos mozos fui un galán de mucha monta y con un trabajo estable y bien remunerado. Comprenderán ustedes que no puedo aclarar en qué trabajé exactamente, ni tampoco revelaré mi nombre, aunque pueden llamarme Juan. Mi pelo no era blanco como ahora, sino de un orgulloso color negro. Sabía llevarme bien con las mujeres, que eran mi deber y pasión, y me mezclaba dentro de un círculo social en el cual se me consideraba un tipo elegante. "Vas a andar siempre bien vestido", decía Mamá cada día antes de enviarme al colegio. Pasaron cuarenta años y nunca dejé de hacerlo. Diablos, ahora mismo escribo esta confesión de corbata.
            Lo más indicado, para que se me comprenda, sería empezar contando sobre cómo perdí mi virginidad. Fue esta típica mezcla de placeres desconocidos que, junto al roce, me llevaron al incontrolable primer orgasmo. Tenía trece años, pero mi Mamá veía porno así que yo entendía lo que era fornicar. Ella no sólo veía porno sino que también compraba revistas porno y novelas porno. Sé que hay gente que les llama “novelas eróticas”, pero cuando yo leía esos libros y los personajes se mezclaban en un surtido húmedo de palabras, para mi, entonces, el término era y sigue siendo porno. Pasaron un par de años y seguí durmiendo con esa chica, Paula, hasta que los dos cumplimos diecisiete años —ella era mayor por dos meses—. Acá, en este país, se dice que a esa edad eres menor de edad, pero su cuerpo y su piel decían otra cosa. Comenzamos a practicar nuestro sexo de manera furtiva y continua.

            Con el paso del tiempo, mi condición de hombre me llevó a amarla. Y fue el mismo paso del tiempo el que acabó con su vida un trece de marzo. Las razones dan igual. Así como vino el amor, se me escapó de las manos para estar prisionera en un cajón maltrecho enterrado bajo la tierra húmeda que hay allá atrás, en el patio de mi casa. Era lo que ella hubiera querido, lo sé, para estar siempre a mi lado. Sé que ahora me lee junto a ustedes.

            Pasaron tres años y en mi soledad el alcohol me consumió. Fue en uno de los muchos bares de Rancagua donde conocí a la segunda mujer con la que dormiría. Yo iba de martes a domingo porque los lunes el local no abría. Además, por lo que me contaría ella después, era una mujer que pretendía independizarse y alejarse lo más pronto posible de sus padres. Supongo que tras tanto tiempo de ver mi cara demacrada todas las noches, terminó interesándose.

            —¿Cómo se llama usted? —preguntó, mientras me traía una botella de pisco.

            —Juan.

            Pasaron los días y seguí visitando el lugar, pero ahora con el deseo puesto en ella.
            Una noche, aceptó salir conmigo y, cosa irónica, terminamos bebiendo pero en otro bar, alejado del centro. Si alguien me hubiera obligado a compararla con el cadáver que tenía enterrado en mi territorio, la verdad es que esta mujer con la que estaba ahora era más atractiva. Sin embargo, eran esos ojos los que llamaban mi atención. Me congelaban. Me causaban un terror de aquellos donde te quedas fascinado: sabes que el peligro está en ésa dirección, pero no pestañeas un segundo. Y descubrí en ella la misma mirada que me daba mi Paula cuando me miraba al fornicar. Mirada que yo anhelaba y que quería devuelta. Si tan sólo hubiera podido encontrar la forma de que ellas dos me contemplaran cuando mi cuerpo se movía en el acto. ¿Había una manera? Después de todo, mi cadáver de Paula estaba cerca y Mamá decía que siempre me vendría a visitar aun estando muerta. En ese momento lo creí posible, y mierda, si les escribo esto es por una razón.

Tras volver a salir con la chica del bar terminó aceptando venir a mi casa. Ella terminaría confesando que el vivir sola, como yo, era lo que pretendía para su vida. Esa noche sería nuestro primer encuentro carnal.

Tras las caricias, recuerdo que ella estaba montada y mi cabeza estaba un tanto inclinada mirando aquellos tiernos senos. Había olvidado todo deseo loco de vivir una experiencia paranormal y estaba sumido en el placer. Entonces pasó: sentí que la puerta de mi cuarto se abría y una figura femenina se mezcló entre las sombras que traía consigo la débil penumbra. Después volví a percibir ese perfume inconfundible, aquel que no había olido años atrás. Le ordené a mi compañera que siguiera montada en mi, pero dándome la espalda. Obedeció sin demoras. De esa forma fue como vi de nuevo a Paula. Estaba allí, parada frente a nosotros, pero sentía su mirada clavada en mí. La veía tan viva y joven como cuando la vi partir de este mundo. Pero no me sentía cómodo, la mujer que estaba en la cama conmigo parecía estar en su propio mundo, estaba seguro de que no podía ver el Ente que nos acompañaba. Comencé a sentir un frío que me quemaba los huesos y el movimiento de mis muslos rígidos se había vuelto torpe. Comprendí que estaba horrorizado. Comencé a sudar copiosamente y quería acabar ya. La Entidad seguía allí, plantada en el piso, inmóvil y no hacía otra cosa que mirarme. De pronto desapareció. Sentía cada uno de los latidos de mi corazón, justo al momento en que mi amante arañaba con fuerza mi carne. Quise gritar, pero una voz que conocía muy bien me susurró al oído. Era su voz. Su voz. Y su presencia estaba allí.

—Lo haces bien, amor mío. Dime que te enloquece que te contemple cómo lo haces con otra mujer.

Asentí. Mas no dije nada. Quizás balbuceé algo, pero el terror pudo más.

—Ahora mátala —dijo la presencia, que me instaba.

La quedé mirando a esos ojos tan decididos que tuvo desde siempre, pero el resto de su cara estaba desfigurado, ennegrecido y dañado. Qué mierda, era un fantasma, y me gustaba que lo fuera. De alguna extraña forma, la lujuria en mi se hizo poderosa ante la orden de asesinar.

Me incliné hacia la mujer que estaba montada en mí y, aprovechando que me daba la espalda, la estrangulé. Se resistió como pudo, pero yo tenía una misión que cumplir. En ese momento mi antiguo amor desapareció. Estaba consciente del crimen cometido así que actué de inmediato: enterré a mi nueva amante en otro espacio cavado en mi patio. Estuve toda esa madrugada cavando, y cuando la sepulté en otro cajón indecente hecho por mi, sonreí porque sabía que ahora serían dos amores los que disfrutarían de mi goce con otra nueva conquista.

Había dejado el alcohol. Ahora buscaba otras experiencias. Quería tener una orgía de miradas ante mí. Para cuando acabé con la tercera, fueron dos mujeres las que me miraban y sonreían. Mi miedo había desaparecido y yo quería más. Del terror del sexo pasé a una nueva adicción desenfrenada. Me acostaba con ellas, las amaba y luego las asesinaba. Llámenme como quieran, pero tengan por seguro que cada uno de los cadáveres que tenía bajo tierra venían a disfrutar de cómo poseía una y otra vez a  una nueva presa.

Tras un tiempo por fin lo había logrado. Tenía más de una veintena de presencias disfrutando de la determinación de mis movimientos calculados. Era mi propia orgía, tan deseada. Si existía un Dios él estaría de acuerdo conmigo pues no hacía otra cosa que entregar amor en este mundo lleno de violencia.

Así pasaron los años. Compré un terreno en algún desolado lugar de Doñihue, en pleno campo, pues necesitaba más espacio para seguir cavando. Me llevé los restos de huesos que quedaban en mi antigua casa al campo también. Ahora mismo no podría decir de manera exacta cuántos amores tengo. Pero qué importa, el hecho de que sea un hombre que haya dado tanto amor, me deja tranquilo.

Así llegamos al comienzo de esta confesión. Como ya dije, tengo setenta años. Y no fue el temor de ser encontrado lo que me detuvo en mis actos, ni la culpa, ni la tristeza ni el arrepentimiento. Lo que pasó fue que ya estoy viejo. Digo, ¿cómo seguir funcionando si ya no tengo una sola puta erección? Y ni de pastillas azules me hablen porque no, algo pasa conmigo que no hacen efecto. Quién lo diría, todo mi trabajo dependía de que mi compañero funcionara. Ahora ya no lo hace. Quizás está muerto, muerto como todas ellas. Y como ya mi miembro no funciona, no tengo visita de ninguna de ellas. Putas de mierda, y yo tanto de mi vida que les dediqué.

Quizá sea mi turno de partir. Sí, partir. Quise dejar esta confesión, también como carta de suicidio, para aprovechar de despedirme de ti también, Mamá. De todas las veces, siempre quise que tú también hubieses estado mirándome, orgullosa de la hombría de tu hijo bien vestido.

Quién sabe, quizás ustedes tengan oportunidad de sentir a un tercero cuando estén en aquellas circunstancias. Si eso pasa, hagan como yo y disfrútenlo. Disfrútenlo hasta que la vida diga lo contrario.



3 comentarios:

  1. Me gustó bastante, en especial el pre-final algo jocoso de la inutilidad de la pastilla azul. Redondito el cuento, muy bien narrado, me entretuve.

    Saludos sangrientos

    Blood

    ResponderEliminar
  2. Que buen relato (tenía pendiente comentarlo). ¿Qué pasa con el asesino que jamás es atrapado? Claro, hay tanto caso sin resolver con el cadáver en mano. ¿Qué pasa con aquellos que el cuerpo es desaparecido de forma eficiente? Sin cuerpo no hay crimen.
    Recordé a uno de tantos colegas asesino en serie que Dexter atrapó, el cual tenía un problema bastante similar al de este septuagenario.
    El agregado del erotismo fantasmagórico puede ser tomado literal o como una alucinación fruto de la psicopatía. En ambos casos, la espectrofilia es latente.

    ResponderEliminar
  3. Que ligada está la locura al terror.

    Buena confesión, nunca había pensado en esta parafilia, sé ve interesante y me hace comprender a psicópatas asesinos en serie, ouch, miedo...

    Buen relato, de traje y corbata.

    ResponderEliminar