lunes, 6 de febrero de 2012

"La Otra Horda" por Carlos Páez S.


Están muy cerca, sus gemidos llenan la noche, desde las paredes, las ventanas, las grietas, cada orificio en los muros acribillados resuena con los ecos de su presencia.
Camino lentamente hacia el centro, no hago mucho ruido aunque en realidad no me importe, quisiera pensar que me escabullo y escapo, pero la verdad es que voy directo hacia ellos, camino voluntariamente hacia una horda de cadáveres reanimados, putrefactos, hambrientos.
Nada queda para mí en este mundo.
Nadie supo cómo comenzó, los rumores posteriores al gran pánico, esos de fogata escondida y miradas nerviosas a la oscuridad con los dedos en los gatillos, decían que fueron los chinos, rusos, extraterrestres, quizás hasta los malditos jinetes del Apocalipsis. Mil explicaciones, mil acusaciones, y sin embargo ninguna servía de nada, no cambiaban nada.
También hubo rumores al comienzo, los primeros casos no fueron pocos, y es que para cuando la olla se destapó ya eran cientos de miles en cada rincón del mundo, cada ciudad con terminal aéreo, carreteras, puertos o ferrocarriles, prácticamente cualquier maldito lugar con una estación de buses tenía sus propios pacientes cero a sólo unos días de la primera alarma.
Porque la alarma se dio. No por los gobiernos claro, los políticos habrían escondido todo si hubieran podido, aunque tuvieran a un maldito zombie mordiéndoles el culo. No, fueron las redes sociales, primero como broma, como un juego, luego con terror a medida que los teóricos de la conspiración se cagaban en sus pantalones ante una crisis que resultaba temiblemente obvia.
En la oscuridad de un paseo peatonal me doy unos segundos para divagar mientras inexorablemente me acerco lentamente hacia la masa de no muertos, el peso del chaleco con los explosivos se siente vagamente bajo mi camisa, algunos escaparates rotos me muestran las antes añoradas pantallas de plasma, ahora sucias y silentes, ya arruinadas por su propia complejidad. Inútiles ejemplos de una época donde todos estábamos conectados y sin embargo seguíamos abismantemente separados, pegados a la incertidumbre transmitida por los canales de noticias.
La censura no fue suficiente ni siquiera antes del gran pánico, demasiadas filtraciones, demasiada curiosidad, demasiadas preguntas. Pero eso fue los primeros días, después importó un carajo, todo el mundo estaba demasiado ocupado salvando sus vidas como para buscar culpables.
En cosa de semanas ni el más recóndito villorrio estaba limpio. Todo básicamente se fue al carajo.
La contención prácticamente no pasó de planes bien intencionados, de hecho los disparos sin ton ni son llegaron bastante más rápido de lo que hubiéramos esperado, bastó bien poco para que militares y policías se pusieran muy nerviosos y aprendieran a disparar primero y preguntar después. Las masacres se hicieron comunes, aumentaron el pánico y éste las victimas. Ergo… más zombies y más terror.
La avenida a lo lejos está repleta, como en locura de ventas de fin de año, aunque nadie del público tiene cara de espíritu navideño. Es una horda grande, de esas que se veían al principio, me costó encontrar una de este tamaño, una que valiera la pena supongo, al menos diez cuadras del centro de la ciudad rebosantes de cadáveres y a cada segundo estoy mas cerca del peligro.
Quizás hubiera balas suficientes, bombas, tanques. Quizás hubiera tácticas o defensas adecuadas. Quizás alguien que en algún momento supiera más o menos qué hacer.
Lo que no hubo fue voluntad, confianza o valor.
Cuando las hordas pasaron por encima de los ejércitos, quienes sobrevivieron simplemente colgaron las botas y se largaron, decididos a cuidar sus propios culos y los de sus seres queridos.
Otros peores decidieron perseguir esos culos. Los zombies eran lentos, estúpidos, sin ambición ni planes ocultos. Los humanos no, cuando quieren son depredadores aun más temibles y eso resultó ser una mierda.
Veo ya cientos de no muertos enzarzados en el juego inexplicable de cruzar la calle topándose unos con otros. Lo que nunca dicen en las películas es que la mayoría no se hace zombies por los zombies, no de forma automática, cuando atrapan a un vivo éste no tiene tiempo para transformarse en uno de ellos, es carne molida y digerida mucho antes. Casi todos han engrosado la horda no por las mordidas de sus congéneres sino por acción de los vivos, por la lujuria, la codicia o la simple estupidez. Un anillo, un buen cuerpo, una lata de comida, todas razones valederas para algunos bastardos para cegar una de las escasas vidas restantes, para condenar gratuitamente a las víctimas.
Esquivar cadáveres ambulantes no es un deporte que necesite un nivel olímpico, pero no puedes escapar de una bala, correr más que un jeep o reventarle tranquilamente la cabeza a un bruto de 90 kilos, armado con una uzi empeñado en divertirse con tu hermana pequeña y de paso contigo. Esos hijos de puta fueron la verdadera amenaza. Ellos destruyeron la civilización. Los zombies sólo estaban para ser la máquina de reciclaje del gran picadillo de carne.
Bajo la fachada de un banco veo a varios aún frescos, incluso limpios, algunos de ellos deben haber sido de los peores, deben haber tenido días de fiesta, rapiñando lo que encontraran, depredando lo que se les pusiera por delante.
Claro que el karma es poderoso. No es cosa de superstición, simplemente es ecuación matemática. La probabilidad que un zombie te alcance es mayor si te pillan con los pantalones abajo y ebrio como cuba.
Así que los mismos bastardos armados y calenturientos empeoraron la cosa y engrosaron las filas de los caminantes.
Sigo avanzando decididamente hacia la horda, trato de pensar que tengo la conciencia limpia, que intente ser un hombre desde el principio, de pelear por mí y los demás, lo cierto es que no tengo ese descanso.
Claro que siempre hay algunos que hacen lo debido y luchan cada minuto por mantener unidos los jirones de humanidad que quedan dispersos, como aquel que refugió a sus vecinos sin saber que a la pequeña que solía enervarle los nervios en el columpio le faltaba un pedazo de tobillo, y terminó cayéndole desde el entretecho una hambrienta familia de cuatro, con la versión antropófaga de Ana Frank como capitana del equipo. O aquel que pasó semanas atrincherándose a conciencia, y por caridad le abrió las puertas a los desdichados que deambulan al borde de la locura y le cortaron la cabeza por una lata de arvejas. O el profesional de la salud que incansablemente buscaba una cura milagrosa que terminara la pesadilla.
Yo pude ser ése, pero no tuve tanto coraje. Algunos murieron defendiendo sus pacientes o trabajando hasta el último segundo salvando vidas. Yo escapé. Fui un maldito cobarde y la verdad es que mi conciencia estaba demasiado ocupada corriendo como para sentir remordimientos.
Trato de concentrarme de nuevo en el ahora. Salgo, estoy al descubierto, la luna ilumina mi cara sucia y ajada, se acercan lentamente, muchos me miran ansiosos.
Es el terror mismo, hay hambre en cada mirada, un hambre primitiva, absoluta, inmisericorde.
Poco me importa ya.
Hace unas semanas quedábamos algunos vivos en una parcela, nos habían acorralado en un puente y casi no lo contamos… bueno, varios nunca lo harán. Perdimos a la mitad ese día, otros más durante las horas siguientes, los heridos, los mordidos, desdichados entre desdichados, se apagaron con los mismos síntomas de siempre, primero los temblores a medida que el virus se colaba entre las fascias musculares e interactuaba con los receptores de acetilcolina, luego la hipertermia que los consumía, con lo que llegaban las visiones y sudores sanguinolentos en cada poro cutáneo, casi como en las fiebres hemorrágicas del Congo, a medida que el sistema inmune trata inútilmente de reaccionar, llenando cada tejido con más y más virus.
Están concientes, al menos la mayor parte de la etapa crítica de la infección, sintiendo como se pudren por dentro, viéndose morir minuto a minuto, y esa angustia lleva al terror y a la adrenalina, que sobre estimula el corazón y abre las arterias, acelerando el proceso.
Nadie lo acepta, lo callan, lo esconden, si los descubren y nadie los despacha de inmediato lloran, suplican y se lamentan hasta que ya no les quedan más fuerzas que para esperar lo inevitable.
Entonces llega ese ser querido que espera a que cambie o esté a punto de hacerlo y le planta una bala en la cabeza.
Ese día en la parcela, como en bastante otros, hubo muchos tiros de caridad y algunas frases que se quedaron grabadas. Misericordia le dicen algunos, simple precaución otros. Pero siempre con algún dejo de autocomplacencia, de explicación inútil, de calmar el recuerdo de la presión del gatillo en el dedo que nunca se irá.
Si había un niño en esos días, de los pocos que quedaban, era aún peor, nos destrozaba el alma, así que como humanos inventábamos las frases pesarosas, buscábamos la tergiversación que diera sentido a lo que claramente no lo tiene.
“Mama se había ido antes, eso no era la mamá, ya nada quedaba de ella”.
Si, eso ya no es mamá, es sólo el cascaron de lo que alguna vez fue, sólo un cadáver reanimado impulsado por instintos básicos surgidos de un tronco encefálico parcialmente activo. No hay sentimientos, no hay emociones, ni siquiera ideas medianamente complejas y procesos cerebrales depurados, todo la actividad del neocórtex se ha ido, sólo nuestros ancestrales vestigios de cerebro de reptil, dejando sólo vacío y muerte.
Dios, como quisiera que fuera así. George Romero, viejo maldito, estaba equivocado.
Estoy rodeado, la horda de zombies pasa a mi lado, alguno olisquea el aire buscando algún aroma mas allá de la podredumbre, uno incluso dedica una larga mirada inquisidora a mi piel grisácea y otro me golpea el hombro tratando de abrirse paso en la danza caótica que es la avenida.
No siento el golpe, la misma noción de mi piel es la conclusión cosechada por la fugaz visión involuntaria de mi reflejo en un no tan polvoriento escaparate, gracias a la poca confiable conexión que aún parezco mantener con mis nervios oculares.
No me muerden, pasan a mi lado y me ignoran.
Así que simplemente soy uno más, otro recipiente sin alma buscando como saciar ese hambre omnipresente, cargando un fantasma en la mente mohosa, otro engranaje del pinball gigante que es la multitud en la calle.
Es que dentro de la horda que deambula por la avenida hay otra horda. Una horda deambulando entre paredes negras, flashes de imágenes y ecos inconexos. Somos aquellos que nos vemos gritando tras ojos marchitos y purulentos, rostros desencajados tras pupilas blanquecinas, trazos surrealistas de conciencia, inmersos en la cruda realidad de autistas demoniacos actuando como amos despiadados de lo que alguna vez fue nuestro.
Solo queda el horror y el silencio. Gritar sin voz, llorar sin lágrimas. Golpear con puños imaginarios las negras paredes de nuestra prisión, lo último que queda de nuestra mente, mientras somos testigos impotentes de horrores cometidos con nuestro rostro, por un cuerpo del cual no tenemos ni el menor control.
Siento en brumas fragmentos de la frialdad en la que era mi piel, el gusto metálico de la sangre descompuesta, la ira explosiva ante un obstáculo incomprendido en el camino, el deseo quemante ante carne viva.
No, no somos cascarones vacíos. No, no se ha perdido todo lo que fuimos. No, no descansamos ajenos al horror que nuestros cuerpos traen al mundo. Es simplemente que ninguno puede decirlo.
Sólo somos mentes parcialmente activas, avatares mentales acurrucados en posición fetal en prisiones oscuras tratando de taparse los oídos ante el terror que nos rodea. Sólo quiero morir, de verdad, pero este cuerpo que me encierra y funciona por sí solo, simplemente no puede hacerlo.
Ya no me importa si me voy al infierno por lo que hice o no. Sólo quiero volver a cerrar los ojos, dejar de sentir que no respiro, olvidar el hedor que despido, dejar esta prisión de silencio.
Sólo quiero que algún bastardo me meta una bala entre los ojos de una vez por todas, o mejor aún, la encaje en el detonador de los cuatro kilos de C4 que llevo encima, justo cuando estoy al medio de la horda.
¡Dios que hambre tengo!

Publicado originalmente en TauZero

1 comentarios:

  1. Es un buen relato, bien escrito y con un notable giro al final. Sin embargo, nunca me han convencido estos cuentos en primera persona, en tiempo presente. Me parece poco creíble que un personaje haga reflexiones tan profundas y recuentos de su vida al mismo tiempo que va caminando entre zombies, etc. Creo que en estos casos es más conveniente el uso de cartas, o apuntes dejados en algún diario de vida. Ahora, en este caso particular entiendo que, dada la condición del personaje principal, es imposible usar otro recurso. Ahora, en mi caso particular, siempre me inclinaré por la tercera persona o narrador omnisciente, pero claro, es un tema de gustos.

    Saludos.

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