Están muy cerca, sus gemidos llenan
la noche, desde las paredes, las ventanas, las grietas, cada orificio
en los muros acribillados resuena con los ecos de su presencia.
Camino lentamente hacia el centro, no
hago mucho ruido aunque en realidad no me importe, quisiera pensar
que me escabullo y escapo, pero la verdad es que voy directo hacia
ellos, camino voluntariamente hacia una horda de cadáveres
reanimados, putrefactos, hambrientos.
Nada queda para mí en este mundo.
Nadie supo cómo comenzó, los rumores
posteriores al gran pánico, esos de fogata escondida y miradas
nerviosas a la oscuridad con los dedos en los gatillos, decían que
fueron los chinos, rusos, extraterrestres, quizás hasta los malditos
jinetes del Apocalipsis. Mil explicaciones, mil acusaciones, y sin
embargo ninguna servía de nada, no cambiaban nada.
También hubo rumores al comienzo, los
primeros casos no fueron pocos, y es que para cuando la olla se
destapó ya eran cientos de miles en cada rincón del mundo, cada
ciudad con terminal aéreo, carreteras, puertos o ferrocarriles,
prácticamente cualquier maldito lugar con una estación de buses
tenía sus propios pacientes cero a sólo unos días de la primera
alarma.
Porque la alarma se dio. No por los
gobiernos claro, los políticos habrían escondido todo si hubieran
podido, aunque tuvieran a un maldito zombie mordiéndoles el culo.
No, fueron las redes sociales, primero como broma, como un juego,
luego con terror a medida que los teóricos de la conspiración se
cagaban en sus pantalones ante una crisis que resultaba temiblemente
obvia.
En la oscuridad de un paseo peatonal
me doy unos segundos para divagar mientras inexorablemente me acerco
lentamente hacia la masa de no muertos, el peso del chaleco con los
explosivos se siente vagamente bajo mi camisa, algunos escaparates
rotos me muestran las antes añoradas pantallas de plasma, ahora
sucias y silentes, ya arruinadas por su propia complejidad. Inútiles
ejemplos de una época donde todos estábamos conectados y sin
embargo seguíamos abismantemente separados, pegados a la
incertidumbre transmitida por los canales de noticias.
La censura no fue suficiente ni
siquiera antes del gran pánico, demasiadas filtraciones, demasiada
curiosidad, demasiadas preguntas. Pero eso fue los primeros días,
después importó un carajo, todo el mundo estaba demasiado ocupado
salvando sus vidas como para buscar culpables.
En cosa de semanas ni el más
recóndito villorrio estaba limpio. Todo básicamente se fue al
carajo.
La contención prácticamente no pasó
de planes bien intencionados, de hecho los disparos sin ton ni son
llegaron bastante más rápido de lo que hubiéramos esperado, bastó
bien poco para que militares y policías se pusieran muy nerviosos y
aprendieran a disparar primero y preguntar después. Las masacres se
hicieron comunes, aumentaron el pánico y éste las victimas. Ergo…
más zombies y más terror.
La avenida a lo lejos está repleta,
como en locura de ventas de fin de año, aunque nadie del público
tiene cara de espíritu navideño. Es una horda grande, de esas que
se veían al principio, me costó encontrar una de este tamaño, una
que valiera la pena supongo, al menos diez cuadras del centro de la
ciudad rebosantes de cadáveres y a cada segundo estoy mas cerca del
peligro.
Quizás hubiera balas suficientes,
bombas, tanques. Quizás hubiera tácticas o defensas adecuadas.
Quizás alguien que en algún momento supiera más o menos qué
hacer.
Lo que no hubo fue voluntad, confianza
o valor.
Cuando las hordas pasaron por encima
de los ejércitos, quienes sobrevivieron simplemente colgaron las
botas y se largaron, decididos a cuidar sus propios culos y los de
sus seres queridos.
Otros peores decidieron perseguir esos
culos. Los zombies eran lentos, estúpidos, sin ambición ni planes
ocultos. Los humanos no, cuando quieren son depredadores aun más
temibles y eso resultó ser una mierda.
Veo ya cientos de no muertos
enzarzados en el juego inexplicable de cruzar la calle topándose
unos con otros. Lo que nunca dicen en las películas es que la
mayoría no se hace zombies por los zombies, no de forma automática,
cuando atrapan a un vivo éste no tiene tiempo para transformarse en
uno de ellos, es carne molida y digerida mucho antes. Casi todos han
engrosado la horda no por las mordidas de sus congéneres sino por
acción de los vivos, por la lujuria, la codicia o la simple
estupidez. Un anillo, un buen cuerpo, una lata de comida, todas
razones valederas para algunos bastardos para cegar una de las
escasas vidas restantes, para condenar gratuitamente a las víctimas.
Esquivar cadáveres ambulantes no es
un deporte que necesite un nivel olímpico, pero no puedes escapar de
una bala, correr más que un jeep o reventarle tranquilamente la
cabeza a un bruto de 90 kilos, armado con una uzi empeñado en
divertirse con tu hermana pequeña y de paso contigo. Esos hijos de
puta fueron la verdadera amenaza. Ellos destruyeron la civilización.
Los zombies sólo estaban para ser la máquina de reciclaje del gran
picadillo de carne.
Bajo la fachada de un banco veo a
varios aún frescos, incluso limpios, algunos de ellos deben haber
sido de los peores, deben haber tenido días de fiesta, rapiñando lo
que encontraran, depredando lo que se les pusiera por delante.
Claro que el karma es poderoso. No es
cosa de superstición, simplemente es ecuación matemática. La
probabilidad que un zombie te alcance es mayor si te pillan con los
pantalones abajo y ebrio como cuba.
Así que los mismos bastardos armados
y calenturientos empeoraron la cosa y engrosaron las filas de los
caminantes.
Sigo avanzando decididamente hacia la
horda, trato de pensar que tengo la conciencia limpia, que intente
ser un hombre desde el principio, de pelear por mí y los demás, lo
cierto es que no tengo ese descanso.
Claro que siempre hay algunos que
hacen lo debido y luchan cada minuto por mantener unidos los jirones
de humanidad que quedan dispersos, como aquel que refugió a sus
vecinos sin saber que a la pequeña que solía enervarle los nervios
en el columpio le faltaba un pedazo de tobillo, y terminó cayéndole
desde el entretecho una hambrienta familia de cuatro, con la versión
antropófaga de Ana Frank como capitana del equipo. O aquel que pasó
semanas atrincherándose a conciencia, y por caridad le abrió las
puertas a los desdichados que deambulan al borde de la locura y le
cortaron la cabeza por una lata de arvejas. O el profesional de la
salud que incansablemente buscaba una cura milagrosa que terminara la
pesadilla.
Yo pude ser ése, pero no tuve tanto
coraje. Algunos murieron defendiendo sus pacientes o trabajando hasta
el último segundo salvando vidas. Yo escapé. Fui un maldito cobarde
y la verdad es que mi conciencia estaba demasiado ocupada corriendo
como para sentir remordimientos.
Trato de concentrarme de nuevo en el
ahora. Salgo, estoy al descubierto, la luna ilumina mi cara sucia y
ajada, se acercan lentamente, muchos me miran ansiosos.
Es el terror mismo, hay hambre en cada
mirada, un hambre primitiva, absoluta, inmisericorde.
Poco me importa ya.
Hace unas semanas quedábamos algunos
vivos en una parcela, nos habían acorralado en un puente y casi no
lo contamos… bueno, varios nunca lo harán. Perdimos a la mitad ese
día, otros más durante las horas siguientes, los heridos, los
mordidos, desdichados entre desdichados, se apagaron con los mismos
síntomas de siempre, primero los temblores a medida que el virus se
colaba entre las fascias musculares e interactuaba con los receptores
de acetilcolina, luego la hipertermia que los consumía, con lo que
llegaban las visiones y sudores sanguinolentos en cada poro cutáneo,
casi como en las fiebres hemorrágicas del Congo, a medida que el
sistema inmune trata inútilmente de reaccionar, llenando cada tejido
con más y más virus.
Están concientes, al menos la mayor
parte de la etapa crítica de la infección, sintiendo como se pudren
por dentro, viéndose morir minuto a minuto, y esa angustia lleva al
terror y a la adrenalina, que sobre estimula el corazón y abre las
arterias, acelerando el proceso.
Nadie lo acepta, lo callan, lo
esconden, si los descubren y nadie los despacha de inmediato lloran,
suplican y se lamentan hasta que ya no les quedan más fuerzas que
para esperar lo inevitable.
Entonces llega ese ser querido que
espera a que cambie o esté a punto de hacerlo y le planta una bala
en la cabeza.
Ese día en la parcela, como en
bastante otros, hubo muchos tiros de caridad y algunas frases que se
quedaron grabadas. Misericordia le dicen algunos, simple precaución
otros. Pero siempre con algún dejo de autocomplacencia, de
explicación inútil, de calmar el recuerdo de la presión del
gatillo en el dedo que nunca se irá.
Si había un niño en esos días, de
los pocos que quedaban, era aún peor, nos destrozaba el alma, así
que como humanos inventábamos las frases pesarosas, buscábamos la
tergiversación que diera sentido a lo que claramente no lo tiene.
“Mama se había ido antes, eso no
era la mamá, ya nada quedaba de ella”.
Si, eso ya no es mamá, es sólo el
cascaron de lo que alguna vez fue, sólo un cadáver reanimado
impulsado por instintos básicos surgidos de un tronco encefálico
parcialmente activo. No hay sentimientos, no hay emociones, ni
siquiera ideas medianamente complejas y procesos cerebrales
depurados, todo la actividad del neocórtex se ha ido, sólo nuestros
ancestrales vestigios de cerebro de reptil, dejando sólo vacío y
muerte.
Dios, como quisiera que fuera así.
George Romero, viejo maldito, estaba equivocado.
Estoy rodeado, la horda de zombies
pasa a mi lado, alguno olisquea el aire buscando algún aroma mas
allá de la podredumbre, uno incluso dedica una larga mirada
inquisidora a mi piel grisácea y otro me golpea el hombro tratando
de abrirse paso en la danza caótica que es la avenida.
No siento el golpe, la misma noción
de mi piel es la conclusión cosechada por la fugaz visión
involuntaria de mi reflejo en un no tan polvoriento escaparate,
gracias a la poca confiable conexión que aún parezco mantener con
mis nervios oculares.
No me muerden, pasan a mi lado y me
ignoran.
Así que simplemente soy uno más,
otro recipiente sin alma buscando como saciar ese hambre
omnipresente, cargando un fantasma en la mente mohosa, otro engranaje
del pinball gigante que es la multitud en la calle.
Es que dentro de la horda que deambula
por la avenida hay otra horda. Una horda deambulando entre paredes
negras, flashes de imágenes y ecos inconexos. Somos aquellos que nos
vemos gritando tras ojos marchitos y purulentos, rostros desencajados
tras pupilas blanquecinas, trazos surrealistas de conciencia,
inmersos en la cruda realidad de autistas demoniacos actuando como
amos despiadados de lo que alguna vez fue nuestro.
Solo queda el horror y el silencio.
Gritar sin voz, llorar sin lágrimas. Golpear con puños imaginarios
las negras paredes de nuestra prisión, lo último que queda de
nuestra mente, mientras somos testigos impotentes de horrores
cometidos con nuestro rostro, por un cuerpo del cual no tenemos ni el
menor control.
Siento en brumas fragmentos de la
frialdad en la que era mi piel, el gusto metálico de la sangre
descompuesta, la ira explosiva ante un obstáculo incomprendido en el
camino, el deseo quemante ante carne viva.
No, no somos cascarones vacíos. No,
no se ha perdido todo lo que fuimos. No, no descansamos ajenos al
horror que nuestros cuerpos traen al mundo. Es simplemente que
ninguno puede decirlo.
Sólo somos mentes parcialmente
activas, avatares mentales acurrucados en posición fetal en
prisiones oscuras tratando de taparse los oídos ante el terror que
nos rodea. Sólo quiero morir, de verdad, pero este cuerpo que me
encierra y funciona por sí solo, simplemente no puede hacerlo.
Ya no me importa si me voy al infierno
por lo que hice o no. Sólo quiero volver a cerrar los ojos, dejar de
sentir que no respiro, olvidar el hedor que despido, dejar esta
prisión de silencio.
Sólo quiero que algún bastardo me
meta una bala entre los ojos de una vez por todas, o mejor aún, la
encaje en el detonador de los cuatro kilos de C4 que llevo encima,
justo cuando estoy al medio de la horda.
¡Dios que hambre tengo!
Publicado originalmente en TauZero
Es un buen relato, bien escrito y con un notable giro al final. Sin embargo, nunca me han convencido estos cuentos en primera persona, en tiempo presente. Me parece poco creíble que un personaje haga reflexiones tan profundas y recuentos de su vida al mismo tiempo que va caminando entre zombies, etc. Creo que en estos casos es más conveniente el uso de cartas, o apuntes dejados en algún diario de vida. Ahora, en este caso particular entiendo que, dada la condición del personaje principal, es imposible usar otro recurso. Ahora, en mi caso particular, siempre me inclinaré por la tercera persona o narrador omnisciente, pero claro, es un tema de gustos.
ResponderEliminarSaludos.