—Tú no eres mi madre —gritó él, descontento por haber sido abofeteado.
Ella lo observaba con una mezcla de miedo e ira, sabiendo lo que era capaz de hacer ese pequeño de cinco años. Con su polera rallada, pantalón corto, mejillas infladas y coloreadas, a simple vista era la criatura más indefensa del planeta. Pero no se dejaría engañar. Ya había visto al infante cuando se enojaba. No quería repetir la experiencia; cometer el mismo error que su hermana hacía sólo un par de meses.
El reloj seguía avanzando con tedio. Su péndulo dorado oscilaba de izquierda a derecha, produciendo el único sonido en todo el departamento. Su mente era un torbellino de ideas. No, era un infierno. Su "yo" escéptico le decía que debía controlarlo, que aquello que creyó haber visto fue sólo parte de su imaginación, una retorcida coincidencia que hizo lucir a ese niño como un demonio. Su "yo" temeroso le ordenaba correr mientras pudiera, dejarlo allí hasta que los vecinos notaran su ausencia y acudieran a ayudar al pequeño abandonado. Pero aquello significaría otro problema. Su "yo" racional le aconsejaba calmar la tensión y seguir con la cena como solían hacerlo cuando su marido estaba en casa. Qué paz había en esos momentos. Y es que el pequeño adoraba a Juan; hacía todo lo que él dijera sin titubear: se comía toda la comida, no se quedaba hasta tarde viendo televisión y se lavaba los dientes por adelante y por detrás. Pero ahora Juan estaba en un viaje de negocios y no volvería sino hasta en un par de días y la tensión no podía aumentar más sin que se desencadenara una tragedia.
El reloj seguía avanzando con tedio. Su péndulo dorado oscilaba de izquierda a derecha, produciendo el único sonido en todo el departamento. Su mente era un torbellino de ideas. No, era un infierno. Su "yo" escéptico le decía que debía controlarlo, que aquello que creyó haber visto fue sólo parte de su imaginación, una retorcida coincidencia que hizo lucir a ese niño como un demonio. Su "yo" temeroso le ordenaba correr mientras pudiera, dejarlo allí hasta que los vecinos notaran su ausencia y acudieran a ayudar al pequeño abandonado. Pero aquello significaría otro problema. Su "yo" racional le aconsejaba calmar la tensión y seguir con la cena como solían hacerlo cuando su marido estaba en casa. Qué paz había en esos momentos. Y es que el pequeño adoraba a Juan; hacía todo lo que él dijera sin titubear: se comía toda la comida, no se quedaba hasta tarde viendo televisión y se lavaba los dientes por adelante y por detrás. Pero ahora Juan estaba en un viaje de negocios y no volvería sino hasta en un par de días y la tensión no podía aumentar más sin que se desencadenara una tragedia.