lunes, 30 de abril de 2012

"Ojos amarillos" por Jaime Llanos


—Tú no eres mi madre  —gritó él, descontento por haber sido abofeteado.

Ella lo observaba con una mezcla de miedo e ira, sabiendo lo que era capaz de hacer ese pequeño de cinco años. Con su polera rallada, pantalón corto, mejillas infladas y coloreadas, a simple vista era la criatura más indefensa del planeta. Pero no se dejaría engañar. Ya había visto al infante cuando se enojaba. No quería repetir la experiencia; cometer el mismo error que su hermana hacía sólo un par de meses.

El reloj seguía avanzando con tedio. Su péndulo dorado oscilaba de izquierda a derecha, produciendo el único sonido en todo el departamento. Su mente era un torbellino de ideas. No, era un infierno. Su "yo" escéptico le decía que debía controlarlo, que aquello que creyó haber visto fue sólo parte de su imaginación, una retorcida coincidencia que hizo lucir a ese niño como un demonio. Su "yo" temeroso le ordenaba correr mientras pudiera, dejarlo allí hasta que los vecinos notaran su ausencia y acudieran a ayudar al pequeño abandonado. Pero aquello significaría otro problema. Su "yo" racional le aconsejaba calmar la tensión y seguir con la cena como solían hacerlo cuando su marido estaba en casa. Qué paz había en esos momentos. Y es que el pequeño adoraba a Juan; hacía todo lo que él dijera sin titubear: se comía toda la comida, no se quedaba hasta tarde viendo televisión y se lavaba los dientes por adelante y por detrás. Pero ahora Juan estaba en un viaje de negocios y no volvería sino hasta en un par de días y la tensión no podía aumentar más sin que se desencadenara una tragedia.

lunes, 23 de abril de 2012

"De Piel y de Agua" capítulo segundo, por Fraterno Dracon Saccis


Bulbararing lagoon - dusk 1 by *wildplaces
     Daniel y Miguel observaban fascinados como el abuelo de este último trabajaba en su taller de curtiembre. El cuero había sido salado y apilado durante un mes para curarlo. Otro material había sido metido en inmensos tarros, donde lo sumergía en una salmuera al borde de la saturación. Además le agregaba un químico cuyo nombre los niños no lograban descifrar. Miguel había explicado a su amigo esto y muchas cosas más sobre el oficio de trabajar el cuero. Era un chiquillo muy despierto e inteligente, que no se separaba de su abuelo, quien constantemente estaba aleccionándolo sobre cuanta materia se les cruzara.

—Miguel, jamás se debe agregar cuando está encendido, o tener cerca del fuego, el desinfectante; es muy inflamable.

Miguel soñaba con llegar a ser un maestro del cuero como su abuelo. Este le decía que se sentía orgulloso por la admiración que profesaba por su oficio, pero que él podía llegar a hacer cosas mucho más grandes. No menospreciaba su trabajo, pero la inteligencia de su nieto era demasiado grande como para desperdiciarla curando y cociendo pellejos de animal.
Los niños, luego de esta especie de clase de curtido, gastaban el tiempo entre pastizales, abandonándose por horas a la inocente exploración de cada rincón que despertara su curiosidad. El año había sido tan lluvioso que el calor del verano no fue suficiente para secar el estanque. Por un lado, esto los decepcionaba ya que acostumbraban a escarbar entre las grietas fangosas de la depresión que quedaba al evaporarse el agua, para encontrar variedad de sapos que generalmente terminaban ronchándoles las manos. Ninguno tenía recuerdo de haber pasado un verano con el estanque hasta el tope. A lo más un paupérrimo charco fangoso, donde los guarisapos se desarrollaban como nadando en una placenta de chocolate amargo.
Tenían grandes planes para aprovechar las vacaciones en el estanque, ideando excursiones de reconocimiento, análisis químicos de la flora y fauna, desarrollo de medios de transporte fluviales, y toda clase de experimentos a escala pueril.
Miguel, sin decirle a su abuelo el fin, le pidió todo lo que pudiese darle en materiales que ya no le sirvieran. Lo suyo hizo Daniel, quien ni siquiera se molestó en informar a sus ocupados padres que sacaba las herramientas.
Cargaban con todo su equipaje, cuando la mamá de Daniel les gritó desde la cocina:

lunes, 16 de abril de 2012

"Quid pro quo" por Carlos Paez


Imagen: "Crossed: Family Values" #1
David Lapham & Javier Barreno
Es el tercero.

Ya no hay lágrimas. El dolor mismo es sólo un rumor que, lejos de atenazar su mundo, se mantiene como un ruido de fondo. En cierto modo es una espectadora en tercera persona, ajena ya al vejamen. Es el tercero, no el último. Varios esperan su turno; ebrios de euforia y bebida, famélicos de alimento y conciencia, despojos de humanidad desde antes que la misma humanidad desapareciera.

Ya no es una niña, no lo es desde hace meses. Demasiado terror, demasiada tristeza.

El tercero cae a un costado, exhausto. El cuarto busca acomodarse dentro de ella, no será el último, ojalá no lo sea. No hay esperanza para ella, ni dolor: pero odio. Ella reza porque cada uno tenga su oportunidad para llevárselos a todos. Demasiado ansiosos. Demasiado ebrios.

Excesivamente seguros de su patético poder, de las armas en sus manos, de la impunidad absoluta de ser los fuertes entre los desesperados. En extremo confiados para tener el más mínimo sentido común en un mundo que también lo ha perdido.

El cuarto empuja dentro de ella. Hunde las uñas en sus muslos, aprieta los dientes mientras los demás lo alientan. Ella sólo ve el techo, la mirada perdida, sólo tiene conciencia del dolor en el brazo; palpitante, quemando por dentro. El quinto reclama su lugar: trata de besarla torpemente. Su aliento, apestado a podredumbre y licor barato, luego la golpea. A ella poco le importa. Ha sentido olores peores, demasiado cerca, demasiadas veces.

Olor a muerte.

lunes, 9 de abril de 2012

"Padre" por Roderick Usher


Estamos ella y yo en un pueblo de habitantes negros. Parece un lugar conocido, una de las tantas colonias portuguesas o francesas que recuerdo de mis misiones en el Congo o algún otro lugar de mi juventud. La arquitectura es antigua, colonial, las calles de adoquines, polvorientas, y todos los muros de adobe cubiertos de cal blanca.
Ella me arrastra de la mano hasta una especie de galería oscura. Recuerdo que cuando niño, en mi ciudad natal, había galerías como esta: Oscuras, conociendo como única luz a los mismos los tubos fluorescentes, puestos ahí cuando las construyeron, en terrenos en los cuales habían conventillos que albergaron niños con cólera y obreros muertos de tifus hace cien años o más. En mi infancia estaban llenas de tiendas donde vendían insumos médicos, vitrinas con probetas y aparatos químicos, armas, televisores usados y repuestos hidráulicos. Con olor a orina y a polvo, a veces con vómito en las esquinas y oscuros salones de billar donde podías comprar droga o ser asesinado. Esta galería es igual de sórdida, pero es un hospital. Un hospital horrible y lóbrego, lleno de las mismas vitrinas y escaparates, que le hacen parecer más bien un museo de anatomía.
¿Has estado alguna vez en un museo de anatomía? Son un poema a aquellas cosas horribles a las que debes acostumbrarte cuando trabajas en un hospital. Y solo mentes enfermas y morbosas pueden hacer de esas aberraciones un museo. Pensar que las mismas manos que traen niños al mundo, las mismas mentes que buscan sanar enfermedades, tienen el morbo de coleccionar frascos con fetos con malformaciones incompatibles con la vida. Hileras de enormes estanterías, donde la cabeza cortada de un niño deforme y nunca reconocido que murió al nacer, flota en un líquido turbio, al lado de una piscina donde se enrosca el cadáver de un hombre que murió con el 98% de su cuerpo quemado: Una asquerosa cazuela humana de tamaño familiar. Un poco más allá, la momia de un vagabundo, desecado cuidadosamente para dejar ver cada uno de los nervios que recorren su cara. Los ojos vacíos observando la nada hace décadas.

lunes, 2 de abril de 2012

"Necrofilia" por Aldo Astete Cuadra

Ilustración por Andrés Ávila Espinoza

Si me lo pregunta de esa manera, le responderé que siempre me han gustado pálidas, con ojeras violáceas y miradas perdidas. La falta de vitalidad es importante, jamás me fijaría en una mujer extrovertida.
Para dar con ellas, basta con caminar por el paseo peatonal al caer el crepúsculo, o ir a fiestas góticas donde es posible encontrar especímenes increíbles, delgadas, cadavéricas. Una vez establecido el contacto, les hablo y las seduzco con mis conocimientos en ocultismo y metafísica, luego las convido a mi casa; bebemos y nos drogamos hasta que se produce en ellas el sopor y la inconsciencia. A continuación, las llevo al cuarto de baño para desnudarlas, situándolas al interior de la gran tina de fierro enlozado que procedo a repletar de hielo. Así consigo emular el complejo rigor mortis.
Cuando parecen verdaderos fiambres, las traslado a mi lecho y las poseo tantas veces como puedo hasta quedar rendido junto a su cuerpo inerte. Me recobro cuando su temperatura aumenta y comienzan a temblar liberándose del ensueño. Como ve, mis relaciones no eran duraderas. Recobrada la conciencia, ellas me amenazaban y acusaban, yéndose enfurecidas y tristes, llorando desconsoladamente. ¡Yo no las obligué!