Ilustración por Andrés Ávila Espinoza |
Si me lo pregunta de esa
manera, le responderé que siempre me han gustado pálidas, con ojeras violáceas
y miradas perdidas. La falta de vitalidad es importante, jamás me fijaría en
una mujer extrovertida.
Para dar con ellas, basta con caminar por el
paseo peatonal al caer el crepúsculo, o ir a fiestas góticas donde es posible
encontrar especímenes increíbles, delgadas, cadavéricas. Una vez establecido el
contacto, les hablo y las seduzco con mis conocimientos en ocultismo y
metafísica, luego las convido a mi casa; bebemos y nos drogamos hasta que se
produce en ellas el sopor y la inconsciencia. A continuación, las llevo al
cuarto de baño para desnudarlas, situándolas al interior de la gran tina de
fierro enlozado que procedo a repletar de hielo. Así consigo emular el complejo
rigor mortis.
Cuando parecen verdaderos fiambres, las traslado
a mi lecho y las poseo tantas veces como puedo hasta quedar rendido junto a su
cuerpo inerte. Me recobro cuando su temperatura aumenta y comienzan a temblar
liberándose del ensueño. Como ve, mis relaciones no eran duraderas. Recobrada
la conciencia, ellas me amenazaban y acusaban, yéndose enfurecidas y tristes,
llorando desconsoladamente. ¡Yo no las obligué!
Debo confesarle que con el paso del tiempo, todo este rito y sus desagradables consecuencias produjeron en mí un tedio tremendo, haciendo de mis incursiones sexuales algo predecible y monótono al final; y producto de este desánimo me torné distraído, tanto así que en una ocasión olvidé, sin querer, a mi amante de turno en la tina de fierro enlozado. Sin proponérmelo había dado el paso definitivo, sin quererlo había traspasado el límite. El error y la casualidad me habían otorgado la esquiva felicidad. Con esto pude extender mis relaciones por unas semanas, sin mayores problemas.
Debo confesarle que con el paso del tiempo, todo este rito y sus desagradables consecuencias produjeron en mí un tedio tremendo, haciendo de mis incursiones sexuales algo predecible y monótono al final; y producto de este desánimo me torné distraído, tanto así que en una ocasión olvidé, sin querer, a mi amante de turno en la tina de fierro enlozado. Sin proponérmelo había dado el paso definitivo, sin quererlo había traspasado el límite. El error y la casualidad me habían otorgado la esquiva felicidad. Con esto pude extender mis relaciones por unas semanas, sin mayores problemas.
Con el tiempo mejoré las técnicas de
conservación, ‒ensayo y error creo que le
llaman‒ un corte acá, un frío local
allá. La palidez y el rigor son lo más importante a la hora de buscar la
belleza suspensa.
De cómo me deshago de los cuerpos, eso no se lo
voy a responder, prefiero no hablar. Es mejor no hablar de ciertas cosas, usted
sabe. Pero sí puedo confesarle, con mucha franqueza, que mi vida se ha visto
transformada ostensiblemente, de manera tal que ahora establezco relaciones que
se extienden por un par de meses sin contratiempos de importancia.
Finalmente, puedo señalar que el sexo es la
mejor experiencia de la vida, y por qué no decirlo, también de la muerte, y más
aún, cuando se goza de él sin compromisos. Aunque, si usted me disculpa la
infidencia, presiento que me estoy enamorando de mi última conquista.
Un relato corto, preciso, pero muy bien narrado, aunque hay unas cuantas comas que, según yo, están mal puestas. Sobre el cuento en si, lo encontré buenísimo. La forma en que el narrador relata sus prácticas sexuales, esta parafilia en particular, es notable. El remate, perfecto. Me gustó.
ResponderEliminarInteresante confesión. ¿Quién es el fiscal?
ResponderEliminarBlood
Buen relato con sabor a Lovecraft en la pluma, si me lo permiten.
ResponderEliminarEl ritmo es intenso y no se detiene, excepto por el final. Me hubiera encantado leer un fin más desarrollado.
Vi una coma por allí que me descolocó, pero nada grave.
Seco, cero pudor, la demencia llevada al extremo.
ResponderEliminarFue estar leyendo un escrito de un interno de algún sanatorio, sin remordimiento ni conciencia del otro.
Felicitaciones.