lunes, 30 de abril de 2012

"Ojos amarillos" por Jaime Llanos


—Tú no eres mi madre  —gritó él, descontento por haber sido abofeteado.

Ella lo observaba con una mezcla de miedo e ira, sabiendo lo que era capaz de hacer ese pequeño de cinco años. Con su polera rallada, pantalón corto, mejillas infladas y coloreadas, a simple vista era la criatura más indefensa del planeta. Pero no se dejaría engañar. Ya había visto al infante cuando se enojaba. No quería repetir la experiencia; cometer el mismo error que su hermana hacía sólo un par de meses.

El reloj seguía avanzando con tedio. Su péndulo dorado oscilaba de izquierda a derecha, produciendo el único sonido en todo el departamento. Su mente era un torbellino de ideas. No, era un infierno. Su "yo" escéptico le decía que debía controlarlo, que aquello que creyó haber visto fue sólo parte de su imaginación, una retorcida coincidencia que hizo lucir a ese niño como un demonio. Su "yo" temeroso le ordenaba correr mientras pudiera, dejarlo allí hasta que los vecinos notaran su ausencia y acudieran a ayudar al pequeño abandonado. Pero aquello significaría otro problema. Su "yo" racional le aconsejaba calmar la tensión y seguir con la cena como solían hacerlo cuando su marido estaba en casa. Qué paz había en esos momentos. Y es que el pequeño adoraba a Juan; hacía todo lo que él dijera sin titubear: se comía toda la comida, no se quedaba hasta tarde viendo televisión y se lavaba los dientes por adelante y por detrás. Pero ahora Juan estaba en un viaje de negocios y no volvería sino hasta en un par de días y la tensión no podía aumentar más sin que se desencadenara una tragedia.

Debía decir algo, mover su estúpida boca y calmar al pequeño, que seguía mirándola fijamente con sus ojos verde oscuro. Mas no podía articular palabra alguna, su mandíbula temblaba incontrolable, lo que incomodaba al niño y de vez en cuando hacía castañetear sus dientes.
B… hizo una pausa extremadamente larga, aprovechando de tragar saliva y replantar lo que diría; si decía algo malo podría costarle caro.  Bueno, pequeñín. Si no quieres seguir comiendo, pues trató de sonreír, apenas logrando una mueca siniestra de horror puro, no lo hagas y ya.

Extendió su brazo lentamente, procurando no hacer movimientos bruscos, y lo fue a posar en el delicado hombro de su sobrino que, al escuchar sus palabras, se tranquilizó un poco. Sin embargo, esto no duró. Se irritó al ver que ella intentaba tocarlo. Sus ojos se tornaron anaranjados y, añadido a la acción de la estufa, comenzó a aumentar el calor en el comedor del pequeño departamento.

¡No me toques! gritó chillando— . ¡Tú no eres mi mamá, no eres nadie para tocarme!

Retiró su mano ágilmente. No pudo seguir conteniendo su sonrisa fingida; su cara adquirió una mueca de horror, el mismo horror que sentía en esos momentos. No sólo captó que ya no seguía haciendo frío a pesar de la tormentosa lluvia de afuera y que sus ojos habían dejado de ser verdes y comenzaron a ponerse casi amarillentos, sino que también captó, con sus manos, la temperatura del pequeño. ¡Estaba ardiendo! No estaba enfermo, podría apostar su vida. El brazo que ella acercó a él no tenía fiebre, pero ardía. Temía que si lo hubiese tocado se habría… se… habría… ¡quemado!

Se levantó de la silla. No podía soportarlo más; llevaba tres meses, tres largos, eternos meses viviendo aquella mentira. Actuando, fingiendo ser la madre de aquel extraño ser que nunca debió existir y que llevaba su sangre. Era el hijo de su hermana mayor, quien falleció en el terrible accidente que ella misma presenció, y que la dejó marcada de por vida. Ahora, mientras seguía retrocediendo a través del comedor, llegando al living, se preguntaba por qué dejó que su esposo la convenciera de adoptar al pequeño, que lo que ella creyó ver no fue nada más que su imaginación y que era su deber como pareja y como tíos el no dejar al niño a su suerte. ¡Pero él no tenía idea! No era capaz de asimilar cuan horrible fue ver como su hermana ardió hasta las cenizas, siendo observada por aquellos ojos amarillos, siniestros, sin siquiera inmutarse en lo más mínimo, cuando hacía sólo unos instantes todos reían en el patio trasero de su casa, al lado de la parrilla, asando carne de cerdo para el almuerzo. ¡Oh, y sus gritos de dolor que la desgarraron, convirtiéndola en un trapo humano! Todavía por las noches era capaz de escucharla gritar mientras rodaba en el suelo para apagarse, inútilmente. Porque el fuego no venía de ninguna parte de su cuerpo, sino de los ojos del niño de polera rallada que no paraba de mirarla. Uno o dos meses después, ella aún se preguntaba por qué no le tapó los ojos al muchacho, creyendo que evitaría dejarlo marcado de por vida. Luego dedujo que, si hubiera hecho eso, ella habría muerto esa misma tarde, por arruinar el espectáculo… ¡espectáculo! Por las noches, mientras ella trataba de dormir antes de que llegara su marido, quien, a esas horas, le leía un cuento al pequeño para que no tuviese pesadillas, seguía pensando en cómo le gustaría volver en el tiempo y haberlo golpeado con una pala, la misma que estaba en el patio mientras su hermana ardía. 

Seguía retrocediendo, ahora había cruzado el umbral del ventanal que daba hacia el único balcón del departamento. Llovía a torrentes, y recién allí recordó cuánto frió hacía realmente. La brisa jugaba con su largo vestido y aireaba sus piernas; por alguna razón era agradable, contrastaba con el calor de sus pies. Un momento de silencio mental, sus ideas dejaron de dar vuela en el torbellino infernal de su cerebro y se concentraron. Sus pies… ¿estaban calientes? ¿Por qué razón? A través de los visillos podía ver al niño sentado en la mesa, mirándola fijamente. A diferencia del accidente hace tres meses, esta vez su rostro no era neutral; sonreía, sonreía de la misma forma que sonreía al ver las aventuras de sus dibujos animados favoritos, sonreía de la misma forma que lo hacía al escuchar los cuentos de su querido tío Juan. Sonreía porque la lluvia que se había acumulado en el piso del balcón estaba a punto de hervir y sabia lo que le pasaba a la gente cuando tocaba agua a esa temperatura
"Ellos saltan".

Su sonrisa se agrandó. "Ellos saltan". Ya comenzaba a reír. "¡Ellos saltan!". El agua hervía y la risa se transformó en carcajadas. “¡Salta!”gritó el niño emocionado.

Sus pies se quemaban y, segundos después, se dio cuenta de que estaba perdida. El agua estaba transformándose en vapor y ya no podía soportar el seguir pisando el suelo del balcón. Así que saltó, dio un pequeño salto hacia delante, en un intento por volver a entrar al departamento, pero una onda de calor la hizo volver, sumando el hecho de que el piso estaba resbaladizo, al igual que el barandal de protección, al igual que el pavimento cinco pisos más abajo. Pero no alcanzó a sentirlo, ya estaba muerta. Su cabeza casi se partió por la mitad. 

El pequeño cerró el ventanal, era peligroso que siguiera abierto sin ningún adulto cerca. Luego, terminó de comer y prendió la televisión; se quedaría despierto hasta tarde.

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