lunes, 9 de abril de 2012

"Padre" por Roderick Usher


Estamos ella y yo en un pueblo de habitantes negros. Parece un lugar conocido, una de las tantas colonias portuguesas o francesas que recuerdo de mis misiones en el Congo o algún otro lugar de mi juventud. La arquitectura es antigua, colonial, las calles de adoquines, polvorientas, y todos los muros de adobe cubiertos de cal blanca.
Ella me arrastra de la mano hasta una especie de galería oscura. Recuerdo que cuando niño, en mi ciudad natal, había galerías como esta: Oscuras, conociendo como única luz a los mismos los tubos fluorescentes, puestos ahí cuando las construyeron, en terrenos en los cuales habían conventillos que albergaron niños con cólera y obreros muertos de tifus hace cien años o más. En mi infancia estaban llenas de tiendas donde vendían insumos médicos, vitrinas con probetas y aparatos químicos, armas, televisores usados y repuestos hidráulicos. Con olor a orina y a polvo, a veces con vómito en las esquinas y oscuros salones de billar donde podías comprar droga o ser asesinado. Esta galería es igual de sórdida, pero es un hospital. Un hospital horrible y lóbrego, lleno de las mismas vitrinas y escaparates, que le hacen parecer más bien un museo de anatomía.
¿Has estado alguna vez en un museo de anatomía? Son un poema a aquellas cosas horribles a las que debes acostumbrarte cuando trabajas en un hospital. Y solo mentes enfermas y morbosas pueden hacer de esas aberraciones un museo. Pensar que las mismas manos que traen niños al mundo, las mismas mentes que buscan sanar enfermedades, tienen el morbo de coleccionar frascos con fetos con malformaciones incompatibles con la vida. Hileras de enormes estanterías, donde la cabeza cortada de un niño deforme y nunca reconocido que murió al nacer, flota en un líquido turbio, al lado de una piscina donde se enrosca el cadáver de un hombre que murió con el 98% de su cuerpo quemado: Una asquerosa cazuela humana de tamaño familiar. Un poco más allá, la momia de un vagabundo, desecado cuidadosamente para dejar ver cada uno de los nervios que recorren su cara. Los ojos vacíos observando la nada hace décadas.
Este hospital es así, pero la diferencia lo hace aún más horrendo. Aquí los cuerpos en las estanterías, piscinas, frascos y acuarios, están vivos. Algunos sedados quizás, amasijos deformes, con un alma maligna que se esconde tras ojos velados, respirando por tubos, flotando en líquidos llenos de sedimentos asquerosos y heces. Otros se acurrucan en camarotes o nichos cubiertos de vidrio. Uno, dos, tres bebés con caras donde sólo se reconocen los ojos entreabiertos, envueltos en sábanas blancas que se manchan lentamente del suero purulento que mana de sus heridas nauseabundas o de los lugares donde sencillamente nunca les creció piel, en el agujero en su espalda que deja ver la médula espinal y que hoy es cuna de gusanos blancos y larvas de moscas. Miembros vermiformes asoman de mangas mugrientas. Es este el lugar donde se conjugan las peores pesadillas, los más horrendos errores de Dios. Los niños olvidados a propósito por madres que vomitaron al verlos nacer.
Y ella me lleva de la mano por el pasillo espiral de esta galería del horror.

—No quiero estar aquí, le digo  —mis esfínteres están contraídos. No puedo pensar y respiro aceleradamente, al borde del llanto y la histeria. No tengo pena, como podría suceder al ver a estas personas sufriendo: Sé que son malignos. Sus deformidades no son más que el reflejo de su podredumbre interna. El olor aséptico del hospital camufla el acrimonio de la pus y el vaho a sodio y cobre del suero y la sangre que se acumula en los vientres amoratados.

—Tengo que mostrártelo. Tienes que verlo me apremia ella, tirando de mi mano y prácticamente arrastrándome por el pasillo.

No quiero, no quiero repito en un sonsonete estúpido mientras intento cerrar los ojos. Pero no puedo. Cuando lo logro, a breves intervalos, solamente logro ver, marcado en mi retina, el rostro de ese hombre sobre cuyo cráneo quemado no crece cabello alguno. Su piel es un mapa de cicatrices y solo la parte superior de su rostro es reconocible como tal. Bajo su leporino labio superior, no hay nada. En el lugar donde debería estar su boca, comienza un cuello donde cada tendón se marca, como un monumento al hambre. Sus manos pálidas se apoyan como dos arañas muertas contra el vidrio que las separa de mi y les impiden estrangularme.

Tenemos que adoptarlo. ¿No lo ves? Necesito que lo mires como hice yo. Me miró a los ojos directamente y supe que era nuestro. Que era tuyo. Está al fondo. Su voz se alza aguda, despertando ecos en el lugar. Sus ojos rayan en la locura.

Avanzamos. La sensación de opresión crece en mi pecho a cada paso. El lugar no es grande, pero siento como si llevásemos años caminando entre todos los grotescos abortos de Hiroshima en 1945. En cada nicho respiran su odio todos los fetos malditos por el accidente de Chernobyl. Cada vez peor, cada vez más abyecto, más monstruoso a cada giro. Hasta que, milenios después, llegamos al final del pasillo.
Horror de horrores. ¿Es este el fondo del infierno? ¿Es este el lugar del pozo donde nunca llega la luz? Si, lo es.

Ahí está dice ella, respirando entrecortadamente míralo. Míralo a los ojos y reconócelo. Es tuyo. Tenemos que llevárnoslo con nosotros. Tenemos que adoptarlo.
El tubo fluorescente está afuera del nicho. La luz blanca me ciega y tan solo me deja entrever el horror de tres lactantes acostados uno junto al otro, envueltos en sábanas apretadas que intentan disimular la monstruosidad de sus cuerpos incompletos. O completos, pero mal modelados en carne por un escultor demente. La luz está situada estratégicamente allí, para cegarme y evitar que vea más de lo que mi mente aterrada puede procesar. Estas abominaciones nacidas del asco y el odio no merecen siquiera la luz. Su vista no puede soportarse. Su maldad flota allí, en la oscuridad, como un vapor repulsivo. Puedo sentirla, puedo casi ver como sus tentáculos de rencor atenazan mi garganta. Con un esfuerzo sobrehumano, miro al que ella me señala. Su cara negra se perfila en la penumbra, bajo la silueta de una cabeza enorme, inhumana. Sus ojos, hinchados como naranjas podridas, están cerrados. La boca es un agujero informe, como una cicatriz mal cerrada. Su bella nariz de bebé, desde la cual burbujea líquido amniótico podrido, es la más negra de las bromas.
Un escalofrío de repugnancia recorre mi espalda. Un hielo quema mis entrañas cuando abre los ojos, viles, completamente negros y brillantes. Dos esferas oscuras que escupen odio sobre mi alma.
"Llévame contigo." Siento su voz infantil en el fondo de mi cabeza. "Llévame contigo." El miedo me gana. Rompo a llorar.
Vámonos de aquí le susurro a ella, con mi voz quebrada, hipando como un bebé Este lugar está maldito. Estas cosas no son humanas mi voz se transforma en un chillido de terror ¡Son malignos! ¡Corre!

"Llévame contigo"

Recorremos rápidamente el pasillo. Los cánceres animados comienzan a despertar cuando sienten nuestros pasos pesados corriendo y trastabillando por el lugar. Solo están contenidos, pero están despiertos y son peligrosos. Nos odian porque representamos la luz que les ha sido negada. Han sido atados y encerrados allí para librar al mundo de sus influencias nefastas e intentan escapar colgándose a nuestras almas con garfios de hielo.
"Llévame contigo" clama la voz dulce de una niña, que parece al borde del llanto, pero no es más que un demonio intentando agarrarse a mi pierna.
"Llévame contigo" se oye en mi mente la voz profunda de un hombre destrozado por una mina. Es una abominación temblorosa, con hongos masticando silenciosamente su carne putrefacta.
"Llévame contigo"
"Llévame contigo"
Finalmente salimos al exterior. Es de día aún, pero las sombras son largas. Amenazantemente largas. En el patio del lugar hay ropa tendida. Pañales manchados con heces y orina de los infantes monstruosos. Me enredo en uno de ellos. La húmeda tela se pega a mi piel como una babosa, me atrapa, me sujeta. Oigo una voz de mujer diciendo:

Si el pañal lo sujeta es porque el niño es suyo. ¡Tiene que llevárselo! un coro de carcajadas femeninas secunda su moción impensable. Cuando logro librarme, el olor a muerte se queda pegado en mis brazos, en mi cuello, en mi cara. Las carcajadas macabras se transforman en un coro de aullidos, de risas de hienas burlándose de mi desesperación y dolor.
Arrastro de la mano a mi compañera por las calles de adoquines, ridículamente amplias, monstruosamente vacías y amenazantes, pero la pesadilla no ha terminado. Tenemos que llegar a nuestro automóvil, estacionado a la salida de este pueblo maldito. Hay poca gente circulando. Los que vemos arrastrarse por las esquinas son iguales a las abominaciones del interior de la galería, la diferencia es que estos son funcionales. Se mueven, reptan o cojean, a veces apoyándose en las paredes. En este pueblo africano, todos son de raza negra. Y todos están famélicos, como si jamás hubiesen probado bocado. La mayoría luce el torso desnudo, macabras clases de anatomía ambulantes, las cuencas hundidas y cada cresta de sus esqueletos visible a través de la piel, como si tuviesen espinas en cada articulación. Espaldas llenas de cuernos, como reptiles, cual malignas iguanas que nos miran pasar como un buitre mira al cadáver del cual se apresta a alimentarse. Es un pueblo de muertos vivientes, animados por el odio a todo lo vivo, a todo lo feliz y bueno de un mundo que cuyo reflejo ven en nuestras caras horrorizadas. Pasamos junto a un adolescente en una esquina, practicando puñetazos de boxeo contra el aire. Sus pantalones, rotos y cortados a la altura de la rodilla, atados con una cuerda desgastada. Sus pies desnudos, con las uñas negras al final de los tendones que se marcan en los empeines enflaquecidos. No boxea por deporte: lo hace porque se apresta a matar a golpes a alguien a quien odia.
Y sé que ese alguien soy yo.
El automóvil está pasando el parque. Más allá, el muro y la reja de hierro negro que cierra la salida. Cuando corremos por sobre el césped, un niño de unos diez años, tan monstruoso como los otros, nos ve pasar. Y aunque elevo una plegaria silenciosa a un Dios que no está aquí, nos sigue. Los pasos de sus pies abotargados caminan lenta pero decididamente hacia nosotros.
Tras nosotros.
Por nosotros.
Llegamos al estacionamiento y allí está nuestro automóvil, entre otros diez o veinte. El esqueleto ambulante que pretende ser un niño nos sigue a poca distancia, sus ojos inyectados fijos en nosotros.

"Llévame contigo"

"Llévame contigo"


Subimos al auto como podemos, ambos por la misma puerta. Mi compañera entra de cabeza y patalea hasta que logra acomodarse en el asiento del copiloto. Arranco el motor, mientras el pequeño monstruo se acerca cada vez más, caminando encorvado, hasta estar a solo un par de metros del vehículo. Acelero a fondo y retrocedo. No me importa atropellarlo. No merece estar vivo. Nunca debió siquiera ver la luz.
Lanzo mi auto entre otros dos. No cabe, siento el chirrido del metal contra el metal a ambos lados. El impacto hace moverse los vehículos entre los que paso. Milagrosamente logro avanzar. Más allá, la reja cerrada me se burla de mi. Piso el acelerador a fondo y cierro los ojos, mientras el rugido del motor llena mis oídos. Siento el golpe. Estamos fuera. Otros autos pasan. La ciudad nos recibe indiferente, una como cualquier otra, lejos del infierno que habita tras el muro blanco y la reja rota. Recuerdo, pienso. El auto ha de haber quedado destrozado. Como un loco, sin pensarlo, echo mano al seguro, para bajar.
Entonces lo veo.
Allí, con la luna menguante perfilándose sobre su techo de tejas, fatídico, maligno, el lugar donde comenzó todo. La antigua iglesia colonial. El lugar donde fue pensado el hospital. El corazón podrido, la pústula original, el cáncer primario que ha generado esa metástasis maloliente. En sus claustros llenos de polvo y hojas secas pululan los fantasmas podridos de mil generaciones de leprosos. En sus paredes están marcadas mil manos amputadas. Mil pies destrozados han vuelto suaves los ladrillos de sus pisos. El viento que circula en sus pasillos es el grito de mil gargantas desgarradas, cargado del vaho maloliente de mil generaciones muertas, de los millones de cadáveres de todas las guerras, apilados y descomponiéndose en sus habitaciones cubiertas de moho y miedo. Repletas de los gases producto de la corrupción de mil cerebros, de mil entrañas negras por la gangrena. El horror primordial. El temor infantil a la oscuridad hecho edificio. Mi alma no puede siquiera comenzar a comprender la pesadilla que el lugar encierra. No he visto más que el principio. Ese pequeño rincón de este laberinto que yo he llenado con mis propios demonios.
Despierto ahogado y llorando. Boqueando, intentando atrapar el aire a bocanadas desesperadas, como si estuviese respirando a través de una manguera infinita. Cuando termino de volver a la conciencia, estoy solo. Los recuerdos del día vuelven a mi mente. Tuvimos una pelea cuando le conté cosas de mi pasado como soldado a sueldo, en Africa. Decidí dormir solo, en la habitación de invitados. Ella duerme en la nuestra, con nuestra hija de 2 años acurrucada a su lado. Me levanto y avanzo con los ojos cerrados y llenos de lágrimas hasta la puerta. Temo despertarla, temo infectar a la niña, temo haberme traído algo de ese sueño a este mundo.
Quizás haya ciertas cosas que nunca deben contarse. Quizás decirlas en voz alta sea el límite que nos protege de caer en cuenta de que somos monstruos. El problema no es que nos vean como tales, sino aceptar, en lo profundo de nosotros, que el mal está allí. Que la oscuridad nos acecha en el límite de nuestra mente consciente.
La cabeza de mi esposa gira hacia un ángulo antinatural cuando acaricio su pelo para despertarla.
Le había contado de las violaciones y asesinatos. De quien sabe cuántas mujeres famélicas impregnadas de mis hijos, frutos del odio. De las matanzas y la maldición del viejo brujo antes de que le volase los sesos de un tiro.
La garganta de ella está destrozada. Las sabanas de nuestra cama están manchadas de sangre. Mi niña parece dormir a su lado, envuelta en una manta. Con un gemido ahogado retiro la sábana para mirarla.
Era mi trabajo, le dije. Obedecía órdenes. Era la costumbre. Todos lo hacían. Todos se desahogaban en las jóvenes de las aldeas de barro. Y reían mientras las humillaban, solos o en grupo. No era yo más que un jovenzuelo. No conocía otra vida.
Mi hija no está. En su lugar está el bebé deforme de mi sueño. Sus ojos, completamente negros me miran fijamente, mientras estira su brazo incompleto hacia mi. Sus labios articulan una palabra.
“Baba…”
                No logro gritar. Una especie de chillido agudo sale de mi garganta, como el de un gato. Me arrepiento, le dije.  Créeme. Dejé todo eso atrás. Hice daño, pero nadie lo sabe. No hubo consecuencias. Nadie recuerda a esa gente hoy.
                Me giro para huir, pero oigo algo que se arrastra por el pasillo a mis espaldas. Reconozco esos pasos renqueantes, ese trastabillar. Una mano negra, escuálida, como una araña enorme se dibuja sobre el dintel. Es el muchacho que nos perseguía en mi sueño. Su cara está manchada de sangre y trozos de carne cuelgan de sus dientes, blancos como el mármol de una tumba.
 Arrastra con su mano el cuerpo destrozado de mi hija. Un reguero de sangre mancha el pasillo tras él.
Sus labios articulan la misma palabra que los del bebé maldito.
“Baba…”
Papá…”

3 comentarios:

  1. El mejor relato (¿o debo decir pesadilla?) de Chile del Terror, no hay dudas, pese a dos errores de edición que se vieron al comienzo y en la mitad del texto.

    Dejando de lado el hecho de que, si somos rigurosos, éste no es un texto de terror. Tampoco es horror. Cruza la delgada e incómoda línea de no saber cómo definirlo. Lo que sí queda claro es que habla de lo que involucra la muerte en las MUCHAS de sus formas. Por ende, es un texto repugnantemente atractivo.
    Lo que invita a continuar la lectura es lo bien descrito de las escenas (y también, de mi parte, el morbo).
    Tiene un par de frases para la gloria, como la que cito a continuación:

    "¿Has estado alguna vez en un museo de anatomía? Son un poema a aquellas cosas horribles a las que debes acostumbrarte cuando trabajas en un hospital. Y solo mentes enfermas y morbosas pueden hacer de esas aberraciones un museo."

    O ésta:

    "Quizás haya ciertas cosas que nunca deben contarse. Quizás decirlas en voz alta sea el límite que nos protege de caer en cuenta de que somos monstruos."

    Rodrigo escribe bien cuando se lo propone. Se me viene a la memoria un relato de corte fantástico de su autoría en Fantasía Austral del cual también disfruté.

    ¿Qué otra cosa decir para no quedar corto? Ah sí, recordé muchas películas de aquellas que a todos nos impactaron por lo crudo de sus imágenes. No hablo de filmes tipo Saw o Hostel sino algo más cercano a, quizás, Las Caras de la Muerte o El Ciempiés Humano ¿Me entienden la idea?

    Esta cosa de no saber si despiertas de una pesadilla es un tema que me atrae mucho. De hecho me animaría a investigar si de ello depende el que salga vivo de la cama.

    Épico.

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  2. Fraterno Dracon Saccis18 de abril de 2012, 11:57

    El texto es tremendo. La prosa es cruel y macabra.
    El terror a uno mismo, a lo que se es realmente en tu interior, es algo que me gustó mucho aquí, se explota muy bien. Finalmente, el pasado deja de pisar los talones y cobra su precio.
    Se sacó un 7.0, con sticker con carita feliz.

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  3. Ugh! horroroso! me gusta!

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