Estamos ella y yo en un pueblo de
habitantes negros. Parece un lugar conocido, una de las tantas colonias
portuguesas o francesas que recuerdo de mis misiones en el Congo o algún otro
lugar de mi juventud. La arquitectura es antigua, colonial, las calles de
adoquines, polvorientas, y todos los muros de adobe cubiertos de cal blanca.
Ella me
arrastra de la mano hasta una especie de galería oscura. Recuerdo que cuando
niño, en mi ciudad natal, había galerías como esta: Oscuras, conociendo como
única luz a los mismos los tubos fluorescentes, puestos ahí cuando las
construyeron, en terrenos en los cuales habían conventillos que albergaron
niños con cólera y obreros muertos de tifus hace cien años o más. En mi
infancia estaban llenas de tiendas donde vendían insumos médicos, vitrinas con
probetas y aparatos químicos, armas, televisores usados y repuestos
hidráulicos. Con olor a orina y a polvo, a veces con vómito en las esquinas y
oscuros salones de billar donde podías comprar droga o ser asesinado. Esta
galería es igual de sórdida, pero es un hospital. Un hospital horrible y
lóbrego, lleno de las mismas vitrinas y escaparates, que le hacen parecer más
bien un museo de anatomía.
¿Has estado
alguna vez en un museo de anatomía? Son un poema a aquellas cosas horribles a
las que debes acostumbrarte cuando trabajas en un hospital. Y solo mentes
enfermas y morbosas pueden hacer de esas aberraciones un museo. Pensar que las
mismas manos que traen niños al mundo, las mismas mentes que buscan sanar
enfermedades, tienen el morbo de coleccionar frascos con fetos con
malformaciones incompatibles con la vida. Hileras de enormes estanterías, donde
la cabeza cortada de un niño deforme y nunca reconocido que murió al nacer,
flota en un líquido turbio, al lado de una piscina donde se enrosca el cadáver
de un hombre que murió con el 98% de su cuerpo quemado: Una asquerosa cazuela
humana de tamaño familiar. Un poco más allá, la momia de un vagabundo, desecado
cuidadosamente para dejar ver cada uno de los nervios que recorren su cara. Los
ojos vacíos observando la nada hace décadas.
Este hospital
es así, pero la diferencia lo hace aún más horrendo. Aquí los cuerpos en las
estanterías, piscinas, frascos y acuarios, están vivos. Algunos sedados quizás,
amasijos deformes, con un alma maligna que se esconde tras ojos velados,
respirando por tubos, flotando en líquidos llenos de sedimentos asquerosos y
heces. Otros se acurrucan en camarotes o nichos cubiertos de vidrio. Uno, dos,
tres bebés con caras donde sólo se reconocen los ojos entreabiertos, envueltos
en sábanas blancas que se manchan lentamente del suero purulento que mana de
sus heridas nauseabundas o de los lugares donde sencillamente nunca les creció
piel, en el agujero en su espalda que deja ver la médula espinal y que hoy es
cuna de gusanos blancos y larvas de moscas. Miembros vermiformes asoman de
mangas mugrientas. Es este el lugar donde se conjugan las peores pesadillas,
los más horrendos errores de Dios. Los niños olvidados a propósito por madres
que vomitaron al verlos nacer.
Y ella me
lleva de la mano por el pasillo espiral de esta galería del horror.
—No quiero estar aquí, le digo
—mis esfínteres están contraídos. No puedo pensar y respiro aceleradamente, al
borde del llanto y la histeria. No tengo pena, como podría suceder al ver a
estas personas sufriendo: Sé que son malignos. Sus deformidades no son más que
el reflejo de su podredumbre interna. El olor aséptico del hospital camufla el
acrimonio de la pus y el vaho a sodio y cobre del suero y la sangre que se
acumula en los vientres amoratados.
—Tengo que mostrártelo. Tienes
que verlo
—me apremia ella, tirando de mi mano y prácticamente arrastrándome
por el pasillo.
—No quiero, no quiero —repito en
un sonsonete estúpido mientras intento cerrar los ojos. Pero no puedo. Cuando
lo logro, a breves intervalos, solamente logro ver, marcado en mi retina, el
rostro de ese hombre sobre cuyo cráneo quemado no crece cabello alguno. Su piel
es un mapa de cicatrices y solo la parte superior de su rostro es reconocible
como tal. Bajo su leporino labio superior, no hay nada. En el lugar donde
debería estar su boca, comienza un cuello donde cada tendón se marca, como un
monumento al hambre. Sus manos pálidas se apoyan como dos arañas muertas contra
el vidrio que las separa de mi y les impiden estrangularme.
—Tenemos que adoptarlo. ¿No lo
ves? Necesito que lo mires como hice yo. Me miró a los ojos directamente y supe
que era nuestro. Que era tuyo. Está
al fondo. —Su voz se alza aguda, despertando ecos en el lugar. Sus ojos rayan
en la locura.
Avanzamos. La
sensación de opresión crece en mi pecho a cada paso. El lugar no es grande,
pero siento como si llevásemos años caminando entre todos los grotescos abortos
de Hiroshima en 1945. En cada nicho respiran su odio todos los fetos malditos
por el accidente de Chernobyl. Cada vez peor, cada vez más abyecto, más
monstruoso a cada giro. Hasta que, milenios después, llegamos al final del
pasillo.
Horror de horrores. ¿Es este el
fondo del infierno? ¿Es este el lugar del pozo donde nunca llega la luz? Si, lo
es.
—Ahí está —dice ella, respirando entrecortadamente— míralo.
Míralo a los ojos y reconócelo. Es tuyo. Tenemos que llevárnoslo con nosotros.
Tenemos que adoptarlo.
El tubo
fluorescente está afuera del nicho. La luz blanca me ciega y tan solo me deja
entrever el horror de tres lactantes acostados uno junto al otro, envueltos en
sábanas apretadas que intentan disimular la monstruosidad de sus cuerpos
incompletos. O completos, pero mal modelados en carne por un escultor demente.
La luz está situada estratégicamente allí, para cegarme y evitar que vea más de
lo que mi mente aterrada puede procesar. Estas abominaciones nacidas del asco y
el odio no merecen siquiera la luz. Su vista no puede soportarse. Su maldad
flota allí, en la oscuridad, como un vapor repulsivo. Puedo sentirla, puedo
casi ver como sus tentáculos de rencor atenazan mi garganta. Con un esfuerzo
sobrehumano, miro al que ella me señala. Su cara negra se perfila en la
penumbra, bajo la silueta de una cabeza enorme, inhumana. Sus ojos, hinchados
como naranjas podridas, están cerrados. La boca es un agujero informe, como una
cicatriz mal cerrada. Su bella nariz de bebé, desde la cual burbujea líquido
amniótico podrido, es la más negra de las bromas.
Un escalofrío
de repugnancia recorre mi espalda. Un hielo quema mis entrañas cuando abre los
ojos, viles, completamente negros y brillantes. Dos esferas oscuras que escupen
odio sobre mi alma.
"Llévame contigo."
Siento su voz infantil en el fondo de mi cabeza. "Llévame contigo." El
miedo me gana. Rompo a llorar.
—Vámonos de aquí —le susurro a
ella, con mi voz quebrada, hipando como un bebé— Este lugar está maldito. Estas
cosas no son humanas —mi voz se transforma en un chillido de terror— ¡Son
malignos! ¡Corre!
"Llévame contigo"
Recorremos
rápidamente el pasillo. Los cánceres animados comienzan a despertar cuando
sienten nuestros pasos pesados corriendo y trastabillando por el lugar. Solo
están contenidos, pero están despiertos y son peligrosos. Nos odian porque
representamos la luz que les ha sido negada. Han sido atados y encerrados allí
para librar al mundo de sus influencias nefastas e intentan escapar colgándose
a nuestras almas con garfios de hielo.
"Llévame
contigo" clama la voz dulce de una niña, que parece al borde del llanto,
pero no es más que un demonio intentando agarrarse a mi pierna.
"Llévame
contigo" se oye en mi mente la voz profunda de un hombre destrozado por
una mina. Es una abominación temblorosa, con hongos masticando silenciosamente
su carne putrefacta.
"Llévame contigo"
"Llévame contigo"
Finalmente
salimos al exterior. Es de día aún, pero las sombras son largas.
Amenazantemente largas. En el patio del lugar hay ropa tendida. Pañales
manchados con heces y orina de los infantes monstruosos. Me enredo en uno de
ellos. La húmeda tela se pega a mi piel como una babosa, me atrapa, me sujeta.
Oigo una voz de mujer diciendo:
—Si el pañal lo sujeta es porque
el niño es suyo. ¡Tiene que llevárselo! —un coro de carcajadas femeninas
secunda su moción impensable. Cuando logro librarme, el olor a muerte se queda
pegado en mis brazos, en mi cuello, en mi cara. Las carcajadas macabras se
transforman en un coro de aullidos, de risas de hienas burlándose de mi
desesperación y dolor.
Arrastro de la
mano a mi compañera por las calles de adoquines, ridículamente amplias,
monstruosamente vacías y amenazantes, pero la pesadilla no ha terminado.
Tenemos que llegar a nuestro automóvil, estacionado a la salida de este pueblo
maldito. Hay poca gente circulando. Los que vemos arrastrarse por las esquinas
son iguales a las abominaciones del interior de la galería, la diferencia es
que estos son funcionales. Se mueven, reptan o cojean, a veces apoyándose en
las paredes. En este pueblo africano, todos son de raza negra. Y todos están
famélicos, como si jamás hubiesen probado bocado. La mayoría luce el torso
desnudo, macabras clases de anatomía ambulantes, las cuencas hundidas y cada
cresta de sus esqueletos visible a través de la piel, como si tuviesen espinas
en cada articulación. Espaldas llenas de cuernos, como reptiles, cual malignas
iguanas que nos miran pasar como un buitre mira al cadáver del cual se apresta
a alimentarse. Es un pueblo de muertos vivientes, animados por el odio a todo
lo vivo, a todo lo feliz y bueno de un mundo que cuyo reflejo ven en nuestras
caras horrorizadas. Pasamos junto a un adolescente en una esquina, practicando
puñetazos de boxeo contra el aire. Sus pantalones, rotos y cortados a la altura
de la rodilla, atados con una cuerda desgastada. Sus pies desnudos, con las
uñas negras al final de los tendones que se marcan en los empeines
enflaquecidos. No boxea por deporte: lo hace porque se apresta a matar a golpes
a alguien a quien odia.
Y sé que ese
alguien soy yo.
El automóvil
está pasando el parque. Más allá, el muro y la reja de hierro negro que cierra
la salida. Cuando corremos por sobre el césped, un niño de unos diez años, tan
monstruoso como los otros, nos ve pasar. Y aunque elevo una plegaria silenciosa
a un Dios que no está aquí, nos sigue. Los pasos de sus pies abotargados
caminan lenta pero decididamente hacia nosotros.
Tras nosotros.
Por nosotros.
Llegamos al
estacionamiento y allí está nuestro automóvil, entre otros diez o veinte. El
esqueleto ambulante que pretende ser un niño nos sigue a poca distancia, sus
ojos inyectados fijos en nosotros.
"Llévame contigo"
"Llévame contigo"
Subimos al auto como podemos, ambos por la misma puerta. Mi compañera entra de cabeza y patalea hasta que logra acomodarse en el asiento del copiloto. Arranco el motor, mientras el pequeño monstruo se acerca cada vez más, caminando encorvado, hasta estar a solo un par de metros del vehículo. Acelero a fondo y retrocedo. No me importa atropellarlo. No merece estar vivo. Nunca debió siquiera ver la luz.
Lanzo mi auto
entre otros dos. No cabe, siento el chirrido del metal contra el metal a ambos
lados. El impacto hace moverse los vehículos entre los que paso. Milagrosamente
logro avanzar. Más allá, la reja cerrada me se burla de mi. Piso el acelerador
a fondo y cierro los ojos, mientras el rugido del motor llena mis oídos. Siento
el golpe. Estamos fuera. Otros autos pasan. La ciudad nos recibe indiferente,
una como cualquier otra, lejos del infierno que habita tras el muro blanco y la
reja rota. Recuerdo, pienso. El auto ha de haber quedado destrozado. Como un
loco, sin pensarlo, echo mano al seguro, para bajar.
Entonces lo
veo.
Allí, con la
luna menguante perfilándose sobre su techo de tejas, fatídico, maligno, el
lugar donde comenzó todo. La antigua iglesia colonial. El lugar donde fue
pensado el hospital. El corazón podrido, la pústula original, el cáncer
primario que ha generado esa metástasis maloliente. En sus claustros llenos de
polvo y hojas secas pululan los fantasmas podridos de mil generaciones de
leprosos. En sus paredes están marcadas mil manos amputadas. Mil pies
destrozados han vuelto suaves los ladrillos de sus pisos. El viento que circula
en sus pasillos es el grito de mil gargantas desgarradas, cargado del vaho
maloliente de mil generaciones muertas, de los millones de cadáveres de todas
las guerras, apilados y descomponiéndose en sus habitaciones cubiertas de moho
y miedo. Repletas de los gases producto de la corrupción de mil cerebros, de
mil entrañas negras por la gangrena. El horror primordial. El temor infantil a
la oscuridad hecho edificio. Mi alma no puede siquiera comenzar a comprender la
pesadilla que el lugar encierra. No he visto más que el principio. Ese pequeño
rincón de este laberinto que yo he llenado con mis propios demonios.
Despierto
ahogado y llorando. Boqueando, intentando atrapar el aire a bocanadas
desesperadas, como si estuviese respirando a través de una manguera infinita.
Cuando termino de volver a la conciencia, estoy solo. Los recuerdos del día
vuelven a mi mente. Tuvimos una pelea cuando le conté cosas de mi pasado como
soldado a sueldo, en Africa. Decidí dormir solo, en la habitación de invitados.
Ella duerme en la nuestra, con nuestra hija de 2 años acurrucada a su lado. Me
levanto y avanzo con los ojos cerrados y llenos de lágrimas hasta la puerta.
Temo despertarla, temo infectar a la niña, temo haberme traído algo de ese
sueño a este mundo.
Quizás haya
ciertas cosas que nunca deben contarse. Quizás decirlas en voz alta sea el
límite que nos protege de caer en cuenta de que somos monstruos. El problema no
es que nos vean como tales, sino aceptar, en lo profundo de nosotros, que el
mal está allí. Que la oscuridad nos acecha en el límite de nuestra mente
consciente.
La cabeza de
mi esposa gira hacia un ángulo antinatural cuando acaricio su pelo para
despertarla.
Le había
contado de las violaciones y asesinatos. De quien sabe cuántas mujeres
famélicas impregnadas de mis hijos, frutos del odio. De las matanzas y la
maldición del viejo brujo antes de que le volase los sesos de un tiro.
La garganta de
ella está destrozada. Las sabanas de nuestra cama están manchadas de sangre. Mi
niña parece dormir a su lado, envuelta en una manta. Con un gemido ahogado
retiro la sábana para mirarla.
Era mi
trabajo, le dije. Obedecía órdenes. Era la costumbre. Todos lo hacían. Todos se
desahogaban en las jóvenes de las aldeas de barro. Y reían mientras las
humillaban, solos o en grupo. No era yo más que un jovenzuelo. No conocía otra
vida.
Mi hija no
está. En su lugar está el bebé deforme de mi sueño. Sus ojos, completamente
negros me miran fijamente, mientras estira su brazo incompleto hacia mi. Sus
labios articulan una palabra.
“Baba…”
No
logro gritar. Una especie de chillido agudo sale de mi garganta, como el de un
gato. Me arrepiento, le dije. Créeme.
Dejé todo eso atrás. Hice daño, pero nadie lo sabe. No hubo consecuencias.
Nadie recuerda a esa gente hoy.
Me giro para huir, pero oigo
algo que se arrastra por el pasillo a mis espaldas. Reconozco esos pasos
renqueantes, ese trastabillar. Una mano negra, escuálida, como una araña enorme
se dibuja sobre el dintel. Es el muchacho que nos perseguía en mi sueño. Su
cara está manchada de sangre y trozos de carne cuelgan de sus dientes, blancos
como el mármol de una tumba.
Arrastra con su mano el cuerpo destrozado de mi
hija. Un reguero de sangre mancha el pasillo tras él.
Sus labios
articulan la misma palabra que los del bebé maldito.
“Baba…”
El mejor relato (¿o debo decir pesadilla?) de Chile del Terror, no hay dudas, pese a dos errores de edición que se vieron al comienzo y en la mitad del texto.
ResponderEliminarDejando de lado el hecho de que, si somos rigurosos, éste no es un texto de terror. Tampoco es horror. Cruza la delgada e incómoda línea de no saber cómo definirlo. Lo que sí queda claro es que habla de lo que involucra la muerte en las MUCHAS de sus formas. Por ende, es un texto repugnantemente atractivo.
Lo que invita a continuar la lectura es lo bien descrito de las escenas (y también, de mi parte, el morbo).
Tiene un par de frases para la gloria, como la que cito a continuación:
"¿Has estado alguna vez en un museo de anatomía? Son un poema a aquellas cosas horribles a las que debes acostumbrarte cuando trabajas en un hospital. Y solo mentes enfermas y morbosas pueden hacer de esas aberraciones un museo."
O ésta:
"Quizás haya ciertas cosas que nunca deben contarse. Quizás decirlas en voz alta sea el límite que nos protege de caer en cuenta de que somos monstruos."
Rodrigo escribe bien cuando se lo propone. Se me viene a la memoria un relato de corte fantástico de su autoría en Fantasía Austral del cual también disfruté.
¿Qué otra cosa decir para no quedar corto? Ah sí, recordé muchas películas de aquellas que a todos nos impactaron por lo crudo de sus imágenes. No hablo de filmes tipo Saw o Hostel sino algo más cercano a, quizás, Las Caras de la Muerte o El Ciempiés Humano ¿Me entienden la idea?
Esta cosa de no saber si despiertas de una pesadilla es un tema que me atrae mucho. De hecho me animaría a investigar si de ello depende el que salga vivo de la cama.
Épico.
El texto es tremendo. La prosa es cruel y macabra.
ResponderEliminarEl terror a uno mismo, a lo que se es realmente en tu interior, es algo que me gustó mucho aquí, se explota muy bien. Finalmente, el pasado deja de pisar los talones y cobra su precio.
Se sacó un 7.0, con sticker con carita feliz.
Ugh! horroroso! me gusta!
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