Le llamaban Rainer y vivía solo. Su cabello entrecano y los pocos surcos que lucía su rostro, manos todavía vigorosas y pasos firmes, hacían de su edad algo indeterminado. Su vestimenta, que siempre olía a polvo o a alguna cosa nauseabunda, jamás dejaba el negro. Sí, porque Rainer llevaba años guardando luto por su hermana desaparecida en los vaivenes de la guerra que había asolado al continente.
Alena Hüter, una joven buena y laboriosa, había salido una mañana de diciembre, subida a la carrocería del destartalado camión del escuadrón de paz para servir como médico. La próxima vez que su hermano la vio fue cuando, luego de la rendición de las tropas enemigas, le trajeron un saco que tuvo la funesta tarea de conducir al cementerio. La ceremonia fue breve y privada. Sólo estuvieron él y un mastín más negro que la noche. De ahí en adelante, Rainer Hüter guardó para siempre la ausencia de su hermana, pero nunca regresó a depositar flores al sepulcro, siquiera ha dedicarle una plegaria. Este hecho generó suspicacias, que desaparecieron como cubiertas por la misma hiedra que pronto pobló la descuidada tumba de Alena. La indiferencia de los locales hacia la suerte de Rainer fue tan grande, que las malas lenguas ni siquiera se molestaron en levantar suposiciones acerca de su soltería. A nadie parecía importarle el hecho de que el Señor de la Casona Hüter permaneciera estoicamente indiferente a los placeres de la carne ‹‹Su señora es la melancolía››, dijo alguien una vez. Y eso pareció echar tierra también sobre la famosa historia.
Sin embargo, Rainer no había estado ocioso. Cada día, desde la muerte de Fräulein Hüter, el último eslabón de aquella otrora magnífica familia había trabajado sin descanso en un proyecto que sólo se había atrevido a confesar a las páginas de su diario. Sólo Schnitter, que lo acompañaba tendido frente al fuego cuando repasaba sus apuntes, conocía la verdad que su amo guardaba bajo siete llaves.