Tambíén para escuchar en formato audio cuento aquí:
Muchas veces no
sabemos qué nos impulsa a realizar determinadas acciones que, con la
distancia otorgada por el tiempo, emergen como contradictorias,
temerarias, hasta inverosímiles. Ahora que los fantasmas del
recuerdo retornan a poblar la soledad de esta noche campestre, me
siento movido por la necesidad de confesar ante una hoja blanca los
acontecimientos de aquella época juvenil e infausta, quince años
después de lo acontecido.
Un día erróneo de
1997 fui con dos amigos al cementerio a grabar algunas imágenes en
video. Creíamos que luego, al revisarlas, podríamos ver lo que
hubiese escapado a nuestros sentidos. Está de más decir que nos
embargaba previamente una mezcla de miedo y fascinación, típica de
la locura adolescente. Sin embargo, este sentimiento se
acrecentaba con cada paso dado en dirección al cementerio del
pueblo, necrópolis antigua de austeras edificaciones, pero de
enormes dimensiones. Se había atestado de difuntos que habían
obligado a inaugurar un cementerio nuevo, quedando éste en un
completo estado de abandono. Es increíble lo solos y tristes que se
quedan los muertos.
Nuestra temeridad
más bien obedecía a una reacción ante la monotonía y el tedio en
que nos sentíamos atrapados. No nos arrastraba historia o leyenda
alguna que pudiera motivar nuestras volubles imaginaciones, menos
creíamos tener la suerte de ver algo con nuestros propios ojos. A
pesar de todo, pretendíamos filmar para luego desentrañar los
misterios de la muerte que pudieran quedar inmortalizados en las
cintas. Cada uno poseía una cámara con función nocturna, cada
quien debía apuntar en distintas y opuestas direcciones, sin
separarnos demasiado, sin perder el contacto.
Al llegar al portón
de fierro forjado nos dimos valor para cumplir con nuestro cometido.
Faltaban diez minutos para las tres de la madrugada, la hora nefasta.
Thomás lo había oído en alguna película. Era la hora opuesta a la
santa, las tres de la tarde, hora en que muriera Jesucristo. Tal vez
en ese instante nuestras cámaras filmarían algo. Además éramos
adictos al cine de terror y a los cuentos de Lovecraft que formaban
parte de nuestro inconsciente, por lo tanto, pretendíamos probar y
experimentar con estas sensaciones, ser partícipes de experiencias
extremas, recurrir a la primera fuente y construir nuestros propios
miedos.
No éramos
valientes, de hecho la opción del cementerio era la menos macabra
que habíamos imaginado. Desechamos la tabla ouija y la visita al
hospital viejo. La primera por ser peligrosa para todos y para
nuestras familias, necesitaba mucha preparación y experiencia y los
resultados podrían ser infortunados, sobre todo en manos de jóvenes
inexpertos en las artes nigromantes. El hospital representaba riesgos
no sólo paranormales, también estaba la posibilidad de toparse con
delincuentes y vivir un terror demasiado humano y desagradable
acabando en la morgue del poblado.
Trepar aquel portón
no fue difícil. Nos encontramos en un mundo oscuro y desconocido,
casi imposible de asociar con el mismo paisaje diurno. Las luces
emanadas de las luminarias sólo alcanzaban a teñir de naranja una
pequeña porción de tumbas aledañas a los límites del campo santo,
precisamente las más recientes y menos interesantes.
Nos dirigimos hacia
el fondo, la oscuridad era total. Lo desconocido actuaba como un
vórtice que nos jalaba a su centro sin posibilidad de resistir
tamaña atracción. Sería el inicio de la locura.
No miré el visor de
la cámara, a pesar de que en ella era posible observar con mayor
detalle el entorno y la llevé por sobre la cintura para captar
imágenes completas, evitando apuntar hacia mis compañeros para que
la grabación fuera lo más limpia posible. Estábamos separados por
la distancia de los corredores o avenidas del campo santo. Cada
cierto tiempo prestaba atención al progreso de mis amigos. Era fácil
distinguir las luces de sus linternas cenitales, nadie quería
tropezar y caer por accidente al interior de una fosa recién
excavada.
Nunca imaginé que
aquella lúgubre noche me enfrentaría a una especie de terror
desconocido, a sucesos que van más allá del entendimiento humano.
Creí ver a la distancia un débil destello fosforescente que cesó
tan pronto como apunté mi lente en esa dirección. Mientras me
preguntaba si mis compañeros habrían logrado captarlo, un alarido
estremecedor estancó mi respiración y congeló mi alma.
Inmediatamente volteé y vi la luz de la linterna de Alejandro
moverse frenéticamente en distintas direcciones, como si girara y
saltara al mismo tiempo hasta que desapareció bruscamente.
Corrí con mi cámara
en Rec. Thomás, que estaba del otro lado, a unos treinta o cuarenta
metros de mi posición, escapó o al menos me daba esa impresión. Su
luz se perdía a la distancia. Algo le debió suceder, pues era por
lejos el más temerario de los tres. Esto me infundió un terror
indecible. Al llegar a la avenida en que se encontraba Alejandro miré
su cuerpo convulsionar de manera inhumana, elevándose a buena
distancia del piso para caer sin resguardo sobre los bordes de unas
tumbas. Aquella imagen de flagelación me paralizó. Su cuerpo
finalmente reposó en una contorsión imposible para un vertebrado y
a unos pasos por delante, la lámpara cenital iluminaba un rostro
irreconocible. Ya no era él. Sus ojos resplandecieron malignamente y
su boca torcida emitía lentamente tres guturales palabras en un
dialecto desconocido que no he logrado extirpar de mi memoria:
Goczecocogch…
shofón… fraksholu…
Goczecocogch…
shofón… fraksholu…
Continuó repitiendo
hasta sacar una lengua negra y bífida increíblemente larga. El
pánico del que fui presa me liberó de la parálisis soltando la cámara
para retroceder, lentamente, mientras su cuerpo pulposo reptaba
intentando alcanzarme.
En eso, un haz de
luz pasó iluminando por sobre mi hombro, era Thomás que regresaba
por mí. No obstante, constaté horrorizado que una deformidad
asquerosa invadía su cuerpo. Sus extremidades parecían serpientes
ondulantes que se estiraban en mi dirección intentando asirme, su
rostro tenía la apariencia de un reptil o un anfibio y su lengua, al
igual que la del otro engendro, vibraba siseando permanentemente.
Aquello fue suficiente para mi cordura, corrí por una avenida de
nichos marmóreos, mientras unas risas antinaturales me acosaban
mezclándose con un susurro perfectamente audible:
Thikomtli
naar… prathena… sercthare…
Thikomtli
naar… prathena… sercthare…
En mi desenfrenada
carrera sentía a aquellos engendros y sus viscosos tentáculos
golpeándome los talones, rozando los hombros, intentando agarrarme
las manos. Por fin las luces del alumbrado público iluminaron
aquella parte del cementerio. No supe cómo salté por sobre el
portón de hierro y corrí enloquecido por las calles pidiendo ayuda.
La crisis de pánico
que se desencadenó una vez que estuve en la comisaría me impidió
acompañar a los policías hasta el cementerio, teniendo que esperar
aislado de mis padres y familiares de mis amigos que habían acudido
en cuanto se enteraron. Tras largos minutos los policías ingresaron
violentamente a la sala, me cogieron de los brazos y me esposaron
para conducirme a una celda, entre los gritos desesperados de mi
madre y el forcejeo de mi padre. Horas más tarde, me culpaban de la
muerte de mis amigos.
Me mostraron las
filmaciones grabadas por las tres cámaras, confusas imágenes se
apreciaban en los momentos previos al grito de Alejandro, su grabación
terminaba con su alarido y la caída al piso. La filmación de Thomás
mostraba escenas muy similares hasta emitirse el grito, luego la
cámara cae al piso y se oyen gritos incomprensibles y voces extrañas
que yo reconocí de inmediato, luego silencio. En este punto
adelantaron la cinta y volvieron a reproducirla, oyéndose carcajadas
demoníacas mezcladas con el siseo que también reconocí.
Pregunté por mi
grabación, en ella se demostraría mi completa inocencia, sin
embargo, al ser reproducida sucedió lo más irreal y aterrador.
Mostraba un resplandor fosforescente en un sector cercano a la
posición que tenía Thomás, luego la alocada carrera en dirección
a la luz de la linterna de Alejandro y en aquel momento, justo a las
tres de la madrugada, la cámara dejó de filmar, todo quedó en
negro al igual que estos quince años a los que fui condenado por el
homicidio premeditado de mis dos amigos.
Ayer salí en
libertad. Inmediatamente, un primo me llevó al terminal de buses
con destino al sur para ocultarme de los familiares de mis
desgraciados compañeros. Por supuesto nadie creyó la versión que
relaté en el juicio. Me tildaron de demente, de enfermo. Ni mis
familiares creyeron completamente en mi relato.
Sin embargo, siento
que aquí, en medio del campo es donde corro más riesgos. Anoche,
después de llegar e instalarme, pude oír aquel siseo. Eso que se
llevó la vida de mis amigos vendrá esta vez por mí y estoy seguro
de que Lovecraft realmente conocía a los seres de aquel mundo que
describía. Lo que fuera que aquella noche tomó posesión de los
cuerpos de mis compañeros debía ser alguna entidad primigenia, algo
que no era de este mundo, monstruos de otra dimensión.
Ahora, mientras
escribo estas líneas, en medio de la noche extrañamente silenciosa,
aquellas frases regresan y me acosan:
Goczecocogch... shofón... frakshcolu...
Thikomtli naar... prathena... sercthare...
No conozco su real significado, pero para mí, cada vez con mayor nitidez, son signo de la inminencia del fin, de mi postergado fin. Esta vez vienen por mí. Miro el reloj, faltan dos minutos para la tres de la madrugada.
Goczecocogch... shofón... frakshcolu...
Thikomtli naar... prathena... sercthare...
No conozco su real significado, pero para mí, cada vez con mayor nitidez, son signo de la inminencia del fin, de mi postergado fin. Esta vez vienen por mí. Miro el reloj, faltan dos minutos para la tres de la madrugada.
Es interesante leer un relato basado en un estilo tan conocido como el de Lovecraft, y así y todo lograr esa atmósfera. Me gustó.
ResponderEliminarBlood
Me encantó. Muy buen relato. Logra someter a quien lo oye o lo lee, en el ambiente oscuro y angustioso.
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