Elías
llevaba horas navegando entre los canales australes. Desde el techo de la
barcaza disfrutaba de un paisaje esplendoroso junto a una decena de personas que
indicaban extasiadas hacia algún cerro cortado a pique o ante la aparición de
algún lobo de mar que acompañaba por tramos a “La Pincoya” con rumbo hacia
Puerto Chacabuco.
Al
atardecer, se encontraron cerca de una pequeña caleta de
pescadores. La temperatura declinó abrúptamente, provocando que los curiosos
turistas ingresaran a la comodidad de sus butacas. Elías se sentó, esperando
que las personas se durmieran pronto. Finalmente, decidió salir, pues aún restaban
un par de horas para llegar a Puerto Aguirre y luego de aquel lugar habría
tiempo para dormir como los demás, pero antes era necesario conectarse con su
interior y disfrutar del paisaje nocturno del Canal Moraleda.
Acompañado
de una botella de pisco sour que ayudaba a llevar mejor la soledad, se acomodó
cerca de los tubos de escape de los motores que se encontraban en el techo. La tibieza alrededor de éstos le permitía
soportar la gélida noche austral, rutilante de estrellas y con media botella en
el gaznate, la noche se mostraba magnífica.
Estaba
observando el movimiento del universo y de improviso, observó a su derecha a un
hombre maduro, vestido de traje oscuro, camisa blanca y pañuelo al cuello, parado
sobre la baranda de popa, balanceándose con la clara intención de saltar a las
frías aguas del Canal.
Instintivamente
Elías quiso ayudar, apresurándose a gritarle para evitar lo que parecía
inevitable, pero el hombre, después de mirarle con un gesto extraño saltó al
vacío perdiéndose entre la estela de espuma que resaltaba como la línea
continua de una carretera en medio del Canal.