miércoles, 26 de diciembre de 2012

"Memento Mori" por Javier Maldonado Quiroga


La mujer observaba a su hija muerta. De pie en el salón de su casa, un cuarto amplio y poco iluminado, se asemejaba a un espectro solitario, toda vestida de negro, gélida, silenciosa. La niña estaba apoyada sobre un sofá, simulando estar sentada, con la cabeza afirmada por un soporte, de tal modo que se mantenía erguida. Los ojos, semiabiertos, miraban sin mirar, extraviados en el vacío. Su piel había perdido todo color y rastro de vida. Ya nada quedaba de aquella niña dulce e inquieta que se había convertido en la razón de su existencia. 

Toda aquella escena le parecía macabra. Un último retrato simulando una vida que ya no era. Su hija, su querida hija estaba muerta, y ella había tenido que posar junto a su cadáver, rígido, frío, con aquella espeluznante expresión en el rostro. Era como si de alguna forma le reprochara su muerte. ¡Pero ella no tenía la culpa!

Se dirigió hacia la cocina. Buscó en la despensa algo para comer, mas no encontró nada. Estaba quebrada. No tenía dinero para mantener aquella casa ni para comprar alimentos. Hacía una semana que la servidumbre se había marchado, dejándola abandonada a su suerte. A ella, que siempre los había tratado con amabilidad. Ahora, gracias a un viejo amigo de la familia podía costear los gastos fúnebres, gastos que de otra manera no habría sido capaz de solventar.

Observó por la ventana como comenzaba a oscurecer. El sacerdote llegaría en cualquier momento. Encendió unas velas en el salón y luego, sintiendo el peso del silencio que la rodeaba, se sentó. Cuando volvió a mirar el cuerpo de su hija tuvo la sensación de que este se encontraba en una postura levemente diferente, como si alguien lo hubiera movido. Asustada inspeccionó a su alrededor, buscando algún extraño que hubiera ingresado a su casa, pero solo pudo ver las sombras que comenzaban a invadir cada rincón de la habitación. Detrás de la pequeña estaba el retrato de su marido, con el rostro sereno como había sido mientras vivía. Pero la muerte también lo había reclamado demasiado pronto, muerto de tisis hacía tan solo seis meses. ¡Cuantas cosas habían cambiado desde entonces!

Si tan solo él aún estuviera junto a ella. Con el rostro ensombrecido por una pena que no se sentía capaz de soportar volvió la mirada hacia su hija. La niña parecía mirarla desde el sofá. Había decidido dejarla en la misma posición en que el fotógrafo la había retratado, prolongando aquella ilusión de vida, pero sabía que la muerte estaba ahí, agazapada, burlándose de su dolor.

Un violento acceso de tos la hizo doblarse sobre si misma, cubriéndose la boca con un pañuelo. Cuando se recuperó pudo ver pequeñas salpicaduras de sangre en toda la tela. Estaba enferma, lo sabía desde hacía semanas, y también sabía que no existía un tratamiento. Se consumiría de a poco, tal como había sucedido con su querido esposo, y no le hubiera parecido un mal destino si no hubiera sido por su hija. La niña no podía quedar abandonada a su suerte. Era demasiado frágil, demasiado parecida a su madre para soportar la vida en un orfanato.

Un quejido leve, apenas perceptible, la hizo estremecerse en su asiento. La mujer miró a su hija y pudo ver sus ojos fijos en ella, mientras sus labios muertos comenzaban a llamarla:

—Mamá.


Los brazos se estiraron y buscaron a la mujer, al tiempo que el sonido de una voz infantil volvió a sonar en la habitación.

—Mamá.

Con la mirada desorbitada la mujer se revolcó en su asiento. No había tenido otra opción. Estaba sola y enferma y no había nadie que pudiera hacerse cargo de su hija. No podía tolerar la sola idea de que esta creciera en medio de la miseria, cuando había sido concebida para vivir una vida feliz junto a sus padres. Aquella mañana no había podido soportar más su calvario. Vio a la niña durmiendo, tan inocente, tan dulce. Junto a ella había un bello almohadón de plumas...

La niña bajó del sofá y comenzó a caminar hacia su madre, ataviada con sus ropajes de muerta. 

—Mamá.

No gritó, ni siquiera cuando la niña la tomó de la falda y comenzó a trepar, hasta sentarse en su regazo.


Más tarde, cuando un sacerdote de aspecto cansado se presentó en la casa como estaba convenido, encontró a la mujer muerta, ahogada con su propia sangre y con una mueca de horror en el rostro. Sobre ella estaba el cuerpo de su hija. La niña parecía aferrarse a su madre, como si pretendiera llevarla consigo al reino de la muerte.

Ambas fueron enterradas en el mismo cajón, mas nadie se presentó jamás en aquel sepulcro, excepto por un fantasma que se arrastraba solitario a través de las tumbas, cuyo nombre era Einsamkeit.

4 comentarios:

  1. La ilustración es de Ana?...

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  2. No, en la época en que se publicó esta entrada aun no conformábamos un staff con ilustradores, así que se recurría a buscar imágenes acorde en la web. En este caso es una obra de David De Agostini.
    Pero claro, en Chile del Terror - Una Antología Ilustrada, este relato está acompañado por una ilustración de Ana Oyanadel.
    Saludos.

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