Mi mujer había muerto. Mis padres, mis hermanos... todas las personas con quien alguna vez tuve relación. Todos muertos.
Ahora estábamos sólo yo, mi pequeño hijo Fernando, y un grupo de tres personas; Carla y su hermano Ramón, y una señora llamada Olivia de, al menos, sesenta años de edad. Juntos, improvisamos una especie de refugio en una de las villas nuevas de Rancagua.
Rancagua...¿Qué habrá sido de las personas allá? ¿Cómo lo habrán vivido? Si es que lo lograron, claro. Ahora la vida era un porcentaje mucho menor que la muerte. Esta vez eran los muertos los dueños del día, pero también de la noche. Y nosotros, el resto, los que debíamos acostumbrarnos al permanente terror.
—¿Mamá ahora será uno de ellos, verdad, papito?
—Sí, hijo. —respondí con la verdad. No había razón para ocultar lo que pasaría (si es que ya no había ocurrido) con su madre. Pocos días antes, vimos, Fernando y yo, cómo esas cosas andantes se peleaban por comer la poca carne que quedaba de un cadáver tirado allí, sin más, en pleno estacionamiento de un mall. Después de aquello, sumado a toda la locura que vino luego; con personas corriendo en todas direcciones huyendo de los muertos, entonces no, no podía mentir a mi hijo haciéndole creer que su mamá estaría bien, tras haber sido mordida por uno de ellos.
Olivia me miraba con una sonrisa de calma, al tiempo que mi hijo se acurrucaba en mi pecho, durmiéndose. Había llegado una cálida noche.
—Haces bien en no mentirle, ¿sabes? —dijo Olivia.
Yo no estaba tan convencido de qué tenía de bueno contar la verdad a un niño sabiendo que la mentira pudiera ser más placentera para poder dormir.