viernes, 19 de julio de 2013

"Circo" por Michael Rivera Marín

Ilustración por Alex Olivares

Una fuerte lluvia caía sobre el paraguas de Marcelo impidiéndole oír las letanías del sacerdote. Quiso acercarse a mirar el descenso del ataúd de su hija, pero el barro que rodeaba la sepultura no lo dejó. Estiró su cuerpo sin protegerse y el agua se estrelló contra sus anteojos volviendo todo difuso. Regresó el sentimiento de impotencia, porque siendo policía no consiguió evitar su muerte.

La madre se mantuvo en su lugar, solo quería acariciar el vestido hecho jirones con que fue encontrado el cadáver, lo que demostraba que la medicación daba resultados.

La velaron en la capilla institucional, ya que Marcelo se opuso a hacerlo en casa, no quería a la gente tocando o mirando las cosas de su pequeña. Esa noche no durmió, pues quería mirar directo a los ojos a quienes fueran a simular tristeza y apoyo.

Cuando la tierra estuvo a nivel y se depositó la última flor, descendieron la loma donde estaba encaramado el cementerio. Los familiares y amigos se despidieron, mientras los padres fueron a recorrer solos las calles del pueblo que maldecía el regreso del circo con lluvias y tormentas eléctricas en pleno verano. Todos comprendían el mensaje de la naturaleza, pero nadie era capaz de detener los crímenes que nacían al sabor de las manzanas confitadas, el aroma a cabritas, la música del organillero, la voz de los payasos y los rugidos de las fieras.

De noche llegaron al lugar donde la sangre tiñó el pavimento y la lluvia no conseguía borrar. A esa misma hora, una voz desde el radiotransmisor le anunció que habían encontrado el cadáver de su pequeña. Exigió que nadie interviniera la zona por respeto y se subió a un vehículo policial. El superior al mando lo esperaba para convencerlo de que no era correcto guardar ese recuerdo de su hija. Buscó empatizar con él hablándole de su propio hijo, pero no lo consiguió.

Álvarez maldijo su tozudez porque no pudo olvidar la imagen de ella bajo la caseta de los taxistas con el rostro lleno de moretones y  magulladuras, alrededor de sus ojos la sangre se había vuelto costras al igual que en su nariz. El cuello lucía las marcas de estrangulación. El resto del cuerpo estaba tapado por el vestido rasgado y sanguinolento, solo sus piernas liberadas de toda carne recibían la lluvia… No pudo encontrar sus delicados brazos.

–Ya terminé de rezar, Marcelo. Quiero regresar a casa, el funeral me agotó, necesito dormir. Me iré en el próximo taxi.

–Está bien. Yo seguiré acá unos minutos más.
Se despidieron con un frío beso.

Él quería estar solo, necesitaba recordar su infancia y sentirse como cuando era niño y robaba mascotas para cambiárselas al dueño del circo por entradas a las funciones.

Su mente lo llevó a los doce años, exactamente cuando estaba junto a sus amigos ofreciéndole carne al perro de la vecina. Antes de que este mordiera el trozo le pusieron una soga al cuello y en vista que el animal intentó luchar por su vida, corrieron para estrangularlo. Luego metieron el cadáver dentro de su mochila y fueron al circo a terminar el trato.

Todo lucía solitario, la entrada estaba cerrada, así es que se arrastraron bajo una reja curiosamente algo levantada. Caminando entre las carpas y jaulas vacías sintieron miedo de encontrarse con la pantera. No por temor a perder la vida, sino porque deberían entregarle el perro que habían conseguido.

El ruido de una carpa llamó su atención. Era una horrible mezcla de gruñidos, rugidos y gritos que no lograban reconocer si eran completamente humanos o animales. Los deseos de huir fueron poderosos, pero no se movieron, algo en su interior, quizás el morbo que ya estaba bastante desarrollado los llevó a acercarse a mirar.

Sus amigos fueron más rápidos que Marcelo y la cara de horror con que se alejaron del agujero de la carpa le impidió mirar a él. No quería sufrir lo que ellos experimentaron, por lo que se giró para salir corriendo tras ellos, pero la voz del dueño del circo lo detuvo.

Intentó percibir algo extraño en ella, pero sonaba con la misma gravedad con que presentaba los espectáculos. Así es que retrocedió hacia el hombre vestido solo con los pantalones y le entregó el perro de la vecina. A cambio él le apretó la nariz con sus dedos hediondos, le dijo algo en el oído que no comprendió y se despidió.

Antes de poder averiguar qué habían visto sus amigos, estos se marcharon de la ciudad para visitar a sus familiares y lo dejaron solo robando mascotas. No le fue difícil, porque a nadie parecía importarle mucho las muertes de los animales, ya que las justificaban culpando a alguna jauría hambrienta. No daba para abrir una investigación.

Por otro lado, el placer de ser saludado por los payasos o malabaristas como si fuera parte del elenco y poder ir a todas las funciones que deseara valían todos los esfuerzos.

Ese fue el último verano del circo, pues no regresó a la ciudad durante muchos años, tantos que Marcelo se transformó en el cabo Álvarez. Lamentablemente con su regreso el valor de la entrada cambió: ya no exigían mascotas, sino que turistas.

Él lo sabía, sin embargo, no podía detenerlo porque sus investigaciones no llegaban a ningún punto o se cansaba del rechazo de los personas. La reflexión de la gente era sencilla: mientras no fueran sus hijos las víctimas, estaba bien.

Cuán horrendo le era recordar los actos de los cuales jamás pensó arrepentirse. En su mente salieron a flote los cadáveres mutilados de las decenas de víctimas cobradas por el circo desde su regreso. Qué asqueroso era mentirles a los padres sobre las causas de la muerte y consolarlos luego de que reconocían el cuerpo. Quizás Marcelo solo recibía un justo castigo para su silencio.    

Se hizo de noche y el frío llegó al detenerse la lluvia, se levantó el cuello del abrigo y se puso a caminar. El tiempo estaba de su parte, porque las calles lucían vacías de camino al circo. El viento cobró tanta fuerza que hacía oscilar violentamente los árboles. No quería pensar en lo que se disponía a realizar por su hija ni en la coartada para evitar el repudio social… eso vendría después.

***

Marcelo Álvarez se parapetó entre los vehículos de los espectadores hasta el término de la función nocturna. No quería testigos y necesitaba al elenco cumpliendo el ritual que nunca tuvo el valor de observar, pues en ese momento se despreocupaban de su alrededor.

Cuando los vehículos empezaron a marcharse se encaramó en una reja de protección hacia las jaulas de los animales y entró. No había ninguna bestia, todo marchaba como imaginaba. Un ruido inesperado le hizo filtrarse tras unos fardos de paja y esperó a reconocer quienes se acercaban.

Eran tres niños de unos catorce años vestidos con impermeables amarillos. Intentó reconocerlos, pero le fue imposible, la distancia y la oscuridad se lo impidieron.

En un arranque de locura quiso correr a arrestarlos para ver si los conocía e interrogarlos sobre por qué estaban ahí, pero se contuvo. Sabía que le mentirían diciendo que iban a ver a los payasos o animales por última vez… A esa edad toda excusa era buena.

No pudo evitar pensar que tal vez ellos habían secuestrado a su hija. De su calma y habilidad dependía terminar con las locuras que ocurrían en la ciudad.

Esperó varios minutos y los niños no regresaron. Tal vez eran parte de la familia circenses, así es que siguió su camino.

Aunque el tiempo había pasado y muchas cosas se habían modernizado en el circo, pudo reconocer las carpas a pesar de lo desteñidas y rasgadas que estaban.

Como un relámpago y un trueno anunciaron el regreso de la lluvia, Marcelo corrió y se acomodó bajo un pequeño techo para mirar por un agujero de la carpa desde donde nacían los ruidos.

De inmediato se horrorizó con la grotesca práctica zoofílica, en que la mujer del trapecio lucía la mitad inferior de su cuerpo transformado en el de una enorme hiena mientras lamía el miembro del orangután.

La historia que recorría bares y fogatas sobre la particularidad del circo era verdadera. Y eso habían descubierto sus amigos a muy temprana edad como para superarlo: los integrantes eran unos seres con la capacidad de convertirse en animales. De ahí las jaulas vacías y la posibilidad de viajar sin romper ninguna ley.

Sus reflexiones se interrumpieron porque miró un poco más a la izquierda y vio a los tres payasos revolcándose con una muchacha de gemidos infantiles, posiblemente era la niña que hacía las acrobacias sobre el caballo en movimiento.

En un giro violento del cuarteto descubrió que por la espalda de los hombres se deslizaban unas serpientes. ¿Quiénes serían esos reptiles en sus formas humanas?

De lo anunciado en los carteles como espectáculos, le faltaba encontrar un integrante, quizás estaba en otro sitio haciendo aparentar normalidad ante la comunidad o estaba con los niños cerrando un trato macabro.

Pero ellos no cargaban nada cuando los vio pasar… ¿Cuáles eran entonces las nuevas exigencias del circo?

No pudo aguantar más, la desesperación lo dominó. Tomó el arma con fuerza para detener el temblor de su mano y fue hacia la entrada de la carpa. Se coló en ella a paso firme.

Le disparó al orangután y una de las dos balas perforó el lado derecho de su cuello. El estertor hizo que la víctima apoyara su cabeza en la herida chillando sangre por el agujero y la boca.

Sin respirar volvió a apretar el gatillo y atinó en el pecho desnudo de un payaso que salió hacia un baúl. Otro carapintada se abalanzó sobre él para quitarle el arma y lo desestabilizó. Terminaron en el suelo forcejeando.

Una serpiente enrollada en el cuerpo del payaso se deslizó hasta Marcelo para estrangularle la muñeca y obligarlo soltar el la pistola. Sin importarle perder una bala disparó para dejar sordo al hombre y obligarlo a que el dolor le diera el instante necesario para sacárselo de encima. Así sucedió y el policía se levantó a pesar de que la serpiente seguía presionando su mano.

Como única medida empezó a morderla para liberarse, pero no daba resultado, solo le sirvió para distraerse y que no se percatara del ataque de la hiena, quien completamente transformada en animal le saltó encima tumbándolo nuevamente.

Quiso luchar contra ella pero le mordió el hombro desgarrándole la piel con brutalidad. Con su mano libre clavó los dedos en un ojo del animal y cuando estaba listo para girarse sintió el frío de un cañón de escopeta presionando su cabeza.

Era uno de los niños que vio ingresar antes que él. Fácilmente podría haberle quitado el arma, pero ¿de qué servía si la contaminación del circo era muy superior a lo que él imaginaba?

Marcelo había cometido el error de pensar que todo el conflicto se limitaba a una ilusión infantil por ver animales y payasos. Miró con tristeza el rostro del niño y lo reconoció. Era el hijo de su superior. Todo cobró sentido. Agradeció morir así.

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