Ilustración por Alex Olivares |
Una
fuerte lluvia caía sobre el paraguas de Marcelo impidiéndole oír las letanías
del sacerdote. Quiso acercarse a mirar el descenso del ataúd de su hija, pero
el barro que rodeaba la sepultura no lo dejó. Estiró su cuerpo sin protegerse y
el agua se estrelló contra sus anteojos volviendo todo difuso. Regresó el
sentimiento de impotencia, porque siendo policía no consiguió evitar su muerte.
La madre
se mantuvo en su lugar, solo quería acariciar el vestido hecho jirones con que
fue encontrado el cadáver, lo que demostraba que la medicación daba resultados.
La
velaron en la capilla institucional, ya que Marcelo se opuso a hacerlo en casa,
no quería a la gente tocando o mirando las cosas de su pequeña. Esa noche no
durmió, pues quería mirar directo a los ojos a quienes fueran a simular
tristeza y apoyo.
Cuando
la tierra estuvo a nivel y se depositó la última flor, descendieron la loma
donde estaba encaramado el cementerio. Los familiares y amigos se despidieron,
mientras los padres fueron a recorrer solos las calles del pueblo que maldecía
el regreso del circo con lluvias y tormentas eléctricas en pleno verano. Todos
comprendían el mensaje de la naturaleza, pero nadie era capaz de detener los
crímenes que nacían al sabor de las manzanas confitadas, el aroma a cabritas,
la música del organillero, la voz de los payasos y los rugidos de las fieras.
De
noche llegaron al lugar donde la sangre tiñó el pavimento y la lluvia no
conseguía borrar. A esa misma hora, una voz desde el radiotransmisor le anunció
que habían encontrado el cadáver de su pequeña. Exigió que nadie interviniera
la zona por respeto y se subió a un vehículo policial. El superior al mando lo
esperaba para convencerlo de que no era correcto guardar ese recuerdo de su
hija. Buscó empatizar con él hablándole de su propio hijo, pero no lo
consiguió.
Álvarez
maldijo su tozudez porque no pudo olvidar la imagen de ella bajo la caseta de
los taxistas con el rostro lleno de moretones y
magulladuras, alrededor de sus ojos la sangre se había vuelto costras al
igual que en su nariz. El cuello lucía las marcas de estrangulación. El resto
del cuerpo estaba tapado por el vestido rasgado y sanguinolento, solo sus
piernas liberadas de toda carne recibían la lluvia… No pudo encontrar sus
delicados brazos.
–Ya
terminé de rezar, Marcelo. Quiero regresar a casa, el funeral me agotó,
necesito dormir. Me iré en el próximo taxi.
–Está
bien. Yo seguiré acá unos minutos más.
Se
despidieron con un frío beso.
Él
quería estar solo, necesitaba recordar su infancia y sentirse como cuando era
niño y robaba mascotas para cambiárselas al dueño del circo por entradas a las
funciones.
Su
mente lo llevó a los doce años, exactamente cuando estaba junto a sus amigos
ofreciéndole carne al perro de la vecina. Antes de que este mordiera el trozo
le pusieron una soga al cuello y en vista que el animal intentó luchar por su
vida, corrieron para estrangularlo. Luego metieron el cadáver dentro de su
mochila y fueron al circo a terminar el trato.
Todo
lucía solitario, la entrada estaba cerrada, así es que se arrastraron bajo una
reja curiosamente algo levantada. Caminando entre las carpas y jaulas vacías
sintieron miedo de encontrarse con la pantera. No por temor a perder la vida,
sino porque deberían entregarle el perro que habían conseguido.
El
ruido de una carpa llamó su atención. Era una horrible mezcla de gruñidos,
rugidos y gritos que no lograban reconocer si eran completamente humanos o
animales. Los deseos de huir fueron poderosos, pero no se movieron, algo en su
interior, quizás el morbo que ya estaba bastante desarrollado los llevó a
acercarse a mirar.
Sus
amigos fueron más rápidos que Marcelo y la cara de horror con que se alejaron
del agujero de la carpa le impidió mirar a él. No quería sufrir lo que ellos
experimentaron, por lo que se giró para salir corriendo tras ellos, pero la voz
del dueño del circo lo detuvo.
Intentó
percibir algo extraño en ella, pero sonaba con la misma gravedad con que
presentaba los espectáculos. Así es que retrocedió hacia el hombre vestido solo
con los pantalones y le entregó el perro de la vecina. A cambio él le apretó la
nariz con sus dedos hediondos, le dijo algo en el oído que no comprendió y se
despidió.
Antes
de poder averiguar qué habían visto sus amigos, estos se marcharon de la ciudad
para visitar a sus familiares y lo dejaron solo robando mascotas. No le fue
difícil, porque a nadie parecía importarle mucho las muertes de los animales,
ya que las justificaban culpando a alguna jauría hambrienta. No daba para abrir
una investigación.
Por
otro lado, el placer de ser saludado por los payasos o malabaristas como si
fuera parte del elenco y poder ir a todas las funciones que deseara valían
todos los esfuerzos.
Ese
fue el último verano del circo, pues no regresó a la ciudad durante muchos
años, tantos que Marcelo se transformó en el cabo Álvarez. Lamentablemente con
su regreso el valor de la entrada cambió: ya no exigían mascotas, sino que
turistas.
Él
lo sabía, sin embargo, no podía detenerlo porque sus investigaciones no
llegaban a ningún punto o se cansaba del rechazo de los personas. La reflexión
de la gente era sencilla: mientras no fueran sus hijos las víctimas, estaba
bien.
Cuán horrendo le era recordar los actos de los
cuales jamás pensó arrepentirse. En su mente salieron a flote los cadáveres
mutilados de las decenas de víctimas cobradas por el circo desde su regreso.
Qué asqueroso era mentirles a los padres sobre las causas de la muerte y
consolarlos luego de que reconocían el cuerpo. Quizás Marcelo solo recibía un
justo castigo para su silencio.
Se
hizo de noche y el frío llegó al detenerse la lluvia, se levantó el cuello del
abrigo y se puso a caminar. El tiempo estaba de su parte, porque las calles lucían
vacías de camino al circo. El viento cobró tanta fuerza que hacía oscilar
violentamente los árboles. No quería pensar en lo que se disponía a realizar
por su hija ni en la coartada para evitar el repudio social… eso vendría
después.
***
Marcelo
Álvarez se parapetó entre los vehículos de los espectadores hasta el término de
la función nocturna. No quería testigos y necesitaba al elenco cumpliendo el
ritual que nunca tuvo el valor de observar, pues en ese momento se
despreocupaban de su alrededor.
Cuando
los vehículos empezaron a marcharse se encaramó en una reja de protección hacia
las jaulas de los animales y entró. No había ninguna bestia, todo marchaba como
imaginaba. Un ruido inesperado le hizo filtrarse tras unos fardos de paja y
esperó a reconocer quienes se acercaban.
Eran
tres niños de unos catorce años vestidos con impermeables amarillos. Intentó
reconocerlos, pero le fue imposible, la distancia y la oscuridad se lo
impidieron.
En
un arranque de locura quiso correr a arrestarlos para ver si los conocía e
interrogarlos sobre por qué estaban ahí, pero se contuvo. Sabía que le
mentirían diciendo que iban a ver a los payasos o animales por última vez… A
esa edad toda excusa era buena.
No
pudo evitar pensar que tal vez ellos habían secuestrado a su hija. De su calma
y habilidad dependía terminar con las locuras que ocurrían en la ciudad.
Esperó
varios minutos y los niños no regresaron. Tal vez eran parte de la familia
circenses, así es que siguió su camino.
Aunque
el tiempo había pasado y muchas cosas se habían modernizado en el circo, pudo
reconocer las carpas a pesar de lo desteñidas y rasgadas que estaban.
Como
un relámpago y un trueno anunciaron el regreso de la lluvia, Marcelo corrió y
se acomodó bajo un pequeño techo para mirar por un agujero de la carpa desde
donde nacían los ruidos.
De
inmediato se horrorizó con la grotesca práctica zoofílica, en que la mujer del
trapecio lucía la mitad inferior de su cuerpo transformado en el de una enorme
hiena mientras lamía el miembro del orangután.
La
historia que recorría bares y fogatas sobre la particularidad del circo era
verdadera. Y eso habían descubierto sus amigos a muy temprana edad como para
superarlo: los integrantes eran unos seres con la capacidad de convertirse en
animales. De ahí las jaulas vacías y la posibilidad de viajar sin romper
ninguna ley.
Sus
reflexiones se interrumpieron porque miró un poco más a la izquierda y vio a
los tres payasos revolcándose con una muchacha de gemidos infantiles,
posiblemente era la niña que hacía las acrobacias sobre el caballo en
movimiento.
En
un giro violento del cuarteto descubrió que por la espalda de los hombres se
deslizaban unas serpientes. ¿Quiénes serían esos reptiles en sus formas
humanas?
De
lo anunciado en los carteles como espectáculos, le faltaba encontrar un
integrante, quizás estaba en otro sitio haciendo aparentar normalidad ante la
comunidad o estaba con los niños cerrando un trato macabro.
Pero
ellos no cargaban nada cuando los vio pasar… ¿Cuáles eran entonces las nuevas
exigencias del circo?
No
pudo aguantar más, la desesperación lo dominó. Tomó el arma con fuerza para
detener el temblor de su mano y fue hacia la entrada de la carpa. Se coló en
ella a paso firme.
Le
disparó al orangután y una de las dos balas perforó el lado derecho de su
cuello. El estertor hizo que la víctima apoyara su cabeza en la herida
chillando sangre por el agujero y la boca.
Sin
respirar volvió a apretar el gatillo y atinó en el pecho desnudo de un payaso
que salió hacia un baúl. Otro carapintada se abalanzó sobre él para quitarle el
arma y lo desestabilizó. Terminaron en el suelo forcejeando.
Una
serpiente enrollada en el cuerpo del payaso se deslizó hasta Marcelo para
estrangularle la muñeca y obligarlo soltar el la pistola. Sin importarle perder
una bala disparó para dejar sordo al hombre y obligarlo a que el dolor le diera
el instante necesario para sacárselo de encima. Así sucedió y el policía se
levantó a pesar de que la serpiente seguía presionando su mano.
Como
única medida empezó a morderla para liberarse, pero no daba resultado, solo le
sirvió para distraerse y que no se percatara del ataque de la hiena, quien
completamente transformada en animal le saltó encima tumbándolo nuevamente.
Quiso
luchar contra ella pero le mordió el hombro desgarrándole la piel con
brutalidad. Con su mano libre clavó los dedos en un ojo del animal y cuando
estaba listo para girarse sintió el frío de un cañón de escopeta presionando su
cabeza.
Era
uno de los niños que vio ingresar antes que él. Fácilmente podría haberle
quitado el arma, pero ¿de qué servía si la contaminación del circo era muy
superior a lo que él imaginaba?
Marcelo
había cometido el error de pensar que todo el conflicto se limitaba a una
ilusión infantil por ver animales y payasos. Miró con tristeza el rostro del
niño y lo reconoció. Era el hijo de su superior. Todo cobró sentido. Agradeció
morir así.
Fascinante :)
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