Ilustración por Alex Olivares |
No
quiero evadir mi responsabilidad. Yo lo maté, lo he declarado ya muchas veces,
sin embargo, quisiera que entiendan por qué lo hice, luego podrán juzgarme en
conciencia.
Recorría
el país en busca de aventuras, realizaba todo tipo de trabajos que me
permitieran permanecer en algún lugar durante el tiempo suficiente para obtener
dinero y continuar mi camino. Llegué al pueblo por la noche y como aún contaba
con recursos, me alojé en una hospedería.
A
la mañana siguiente me enteré de que un hombre, un campesino, necesitaba un
peón para ayudarle en la tala de eucaliptus. Sin mayores referencias, fui en su
búsqueda, esperando que nadie se hubiese adelantado. Talar bosques era una de
las funciones que aún no había realizado y que me llamaba la atención aprender.
Al
llegar al campo noté que se trataría de un hombre humilde o al menos eso
denotaba la fachada de su casa, ubicada en una explanada pequeña, el bosque
comenzaba justo detrás de ésta. Llamé y unos perros pequeños comenzaron
airadamente a ladrar. Minutos después salió un hombre de unos 60 años, alto,
fornido, con una barriga prominente, que parecía estar fuera de lugar ante el
resto de un cuerpo delgado.
Luego de mencionar mi falta de experiencia,
pero mi gran empeño en aprender nuevos oficios, este hombre, llamado Adolfo, me
invitó a pasar. La casa era humilde también por dentro. Me indicó el cuarto en
el que me alojaría, contaba con una cama de una plaza, un velador metálico y un
armario de madera, el piso, así como en el resto de la casa era de madera. La
alimentación fue sencilla, pero contundente. Luego salimos a recorrer la pendiente
en que comenzaríamos al siguiente día la tala y me explicó cuál sería el método
a utilizar. Yo que no tenía experiencia con motosierras sólo utilizaría el
hacha y me dedicaría a desganchar. Pronto comenzó a oscurecer y ya estábamos
sentados a la mesa comiendo y conversando. Adolfo era un hombre de pocas
palabras, pero de mucha experiencia campesina. Lo que hablamos seguramente fue
más de lo que hubiese hablado en semanas. Se despidió, excusándose por irse a
dormir tan temprano, pero ya estaba acostumbrado. Yo no tardé mucho en
acostarme y ahí comenzó la serie de eventos que fueron minando mi ánimo y tal
vez mi cordura.
La
cama crujió de una manera estruendosa al sentarme en ella y continuó haciéndolo
una vez que me había acostado definitivamente. Se hundía en medio, como si de
una hamaca se tratara. Esta similitud me alentó a intentar dormir, pero comenzó
una sinfonía de ronquidos de las más diversas facturas y tonalidades, algo que
jamás había oído, ni siquiera algo similar. Bajo esas condiciones era imposible
conciliar el sueño, más aún cuando la incomodidad de la cama me hacía intentar
cambiar de posición y esto se transformaba en tarea imposible y además sonora.
Así mi primera noche en casa de Adolfo fue horrible, si logré dormir un par de
horas, exagero.
A la mañana siguiente, bien temprano los
ruidos de hachazos cortando astillas para hacer fuego en la cocina terminaron
por lanzarme fuera de la cama. Aquel día aprendí a trabajar con el hacha
intentando que ésta se comportara como una prolongación de mis extremidades. Debía pensar y ejecutar rápido, el ritmo de trabajo no daba tregua y Adolfo
tenía prisa. No parábamos más que para almorzar y así hasta tarde. Estaba
cansado, pero no podía chistar, la experiencia me decía que no era bueno
hacerlo. Lo que de algún modo me reconfortaba era que este cansancio me permitiría
dormir a pesar de todas las dificultades.
Cenamos
e igual a la noche anterior, Adolfo se disculpó y se fue a dormir. Me quedé en
la cocina viendo cómo se consumía el último fuego con la intención de estar
completamente rendido y dormir. Sin embargo, nuevamente ocurrió, ronquidos
entrecortados y convulsos, crujidos de la cama que atentaban contra mi
descanso. En algún momento me quedé dormido. Desperté pensando que había pasado
gran parte de la noche, pero Adolfo continuaba bufando y mi espalda sufría
atrozmente por la incomodidad. Pensé que ya quedaba poco para el amanecer y me
armé de voluntad para dormitar soportando lo que ya iniciaba a molestarme
severamente, pero los minutos, inclusive las horas pasaban y no amanecía.
Decidí levantarme, un rechinar que hubiera despertado a la bella durmiente no hizo
mella en la apnea de Adolfo. Me dirigí hasta su cuarto, entre abrí la puerta,
entré en su habitación con descaro y no despertó, entonces quise remecerlo,
pero sentí que sería demasiado osado y perdería un buen trabajo, el problema
era dormir, descansar. Me convencí para hablar con él a la mañana siguiente y
mejorar la cama.
Me
fui entre ronquidos y estertores ahogados, no entendía cómo este hombre lograba
descansar, luego de semejantes muestras de actividad nocturna.
A
la mañana siguiente le planteé la posibilidad de intervenir en la cama. No tuvo
reparos, se sorprendió de que no descansara y me aconsejó que lo hiciera, pues
aún quedaba mucho trabajo.
Luego
de una jornada en la que prácticamente me vencía el sueño, deseando tenderme a
dormir en cualquier parte, fue el mismo Adolfo quien me dijo que me adelantara
para mejorar mi lecho.
Agregué
madera sobre el somier, pero el colchón estaba desgastado en medio, solucioné
esto con una cabecera extra por debajo. Ahora sí podría dormir de una vez, de
hecho, probando las condiciones del arreglo, estaba a punto de dormirme cuando
hizo ingreso Adolfo preguntando cómo había resultado todo.
Ahí,
en ese instante, ante aquella acción, fue la primera vez que anidé la
posibilidad de matarlo. Sé que no es suficiente para acallar una vida, podría
haber renunciado, haber pensado distinto, pero me surgió la idea de acabar con
él. Cenamos y como todas las noches se fue a dormir o a roncar. Mi paciencia
estaba al límite, ¿por qué razón reaccionaba así? Aún no lo comprendo, pero me
sentía muy cansado, sin embargo, sabía que sería difícil conciliar el sueño
pese a que la cama parecía reunir condiciones para descansar. Tomé algo de
algodón de una especie de botiquín y lo puse en mis oídos, de inmediato quedé
aislado de sonidos, todo estaba sordo, mis pasos, la entrada al cuarto,
acostarme, sólo el roce de mis oídos con la cabecera sonó en mi interior.
¡Ah!
por fin conciliaría el sueño. Pero ya se había instalado en mí la maldad, la
sensación de que podría deshacerme de él sin mayores problemas, se me ocurrió
que así podría descansar unos días tranquilo y continuar camino. Asumí que
debía matarlo, descuartizarlo y luego sembrar sus restos en diversos lados, la
soledad del paraje jugaba a mi favor. Luego debía hacerme del dinero, que
estaba seguro guardaba Adolfo en alguna parte de la casa y marcharme
discretamente. Pero cómo haría para encontrar el dinero y si estaba escondido,
entonces debía espiarlo, pero aquello significaba quedarme un tiempo más y
seguir sufriendo ahora con este pensamiento obsesivo. Y si lograba hacerlo,
asesinarlo, limpiar las evidencias y marcharme tranquilo alguien daría cuenta a
la policía de la desaparición. El casero de la hostal daría mis señas como tal
vez la última persona en estar con Adolfo y eso significaría vivir perseguido
por el fantasma de la detención. Tendría que irme a La Argentina, pero aquello
no era tarea fácil. Podría buscar unos familiares que viven en Futrono y
encontrar a algún arriero que me guiara para pasar del otro lado de la
Cordillera de los Andes como clandestino. Tendría que eliminar también al
arriero, pero eso levantaría una nueva investigación y continuaría intranquilo,
huyendo. Y si sólo me quedaba ahí trabajando unos días más y me marchaba, acaso
no sería lo mejor, después de todo no siempre se puede ganar. Con todas estas
cavilaciones se habían ido varias horas de precioso sueño, que juzgué como lo
más estúpido, maldita idea de asesinarlo. Por fin intenté no pensar, me costaba
hacerlo, daba la sensación que mientras más cansado estaba, era más difícil encontrar
el sueño. Por fin logré acallar en algo mis pensamientos y en el más completo
silencio se me ocurrió que era capaz de oír sus ronquidos, agucé mis sentidos y
sí, claramente lo escuchaba o era el recuerdo. Me tendí boca abajo, puse la
almohada sobre mi cabeza y la apreté con fuerzas a mis oídos, Dejé de sentir
los ronquidos, pero estar en aquella posición demandaba una tensión muscular
que necesitaba la vigilia, cuando comenzaba a relajarme para dormir, disminuía
la presión y retornaba el sonido. Intenté dormir bajo las colchas y la sábana,
pero me ahogué al poco tiempo. No supe cómo había llegado el amanecer. Le pedí
a Adolfo quedarme en casa y dormir mientras él avanzaba solo, pero me dijo, un
poco molesto, que recién llevaba dos días de trabajo y ya estaba pidiendo
permiso, sólo faltaba que le pidiera un adelanto. Comprendí, sin embargo. Anduve todo el día de mal humor, el cansancio se había transformado en una
especie de irrealidad, ya ni sueño tenía. Algo se había fracturado. Bastaba que
me permitiera dormir un día y las cosas mejorarían de inmediato, pero no fue
así. Albergué nuevamente la idea de matarlo. Así transcurrió el día, pensando
en cómo eliminarlo rápidamente sin dejar demasiadas huellas. Al llegar la tarde ya
sabía qué es lo que haría, como procedería, detalle por detalle. Esperé que
comenzara a roncar y salí al patio, estaba estrellado, una fría brisa de algún
modo me reconfortó, me alentó a continuar. Afilé el hacha como me había
explicado Adolfo que debía hacerse, rebajar y pulir, desbastar y palpar. Luego
agregué leña a la estufa y avivé el fuego. Saqué unos anillos de la parte
superior, los más pequeños y dejé que se introdujera ahí la parte metálica del
hacha. Me fui a su cuarto, abrí la puerta con fuerza, creo que
inconscientemente esperaba que él despertara y ya no tener los motivos para
matarlo aquella noche, pero continuó roncando. El metal estaba al rojo vivo. Supuse
que un corte certero acabaría con todo y que el calor cauterizaría de inmediato
evitando el derramamiento innecesario de sangre. Ingresé a la habitación,
encendí la lámpara del velador, Adolfo estaba de espalda, roncando y
ahogándose, luego parecía que se iba como si no lograra regresar de la apnea,
pero volvía y los sonidos cambiaban. Yo blandí el hacha hacia arriba y en ese
preciso instante Adolfo se dio media vuelta. Me desmoroné, no fui capaz asestarle
el hachazo, comencé a llorar desconsoladamente, sin embargo, él no despertó, sólo
se acomodaba para continuar haciendo lo que me trastornaba. No lo pensé más,
levanté el hacha que de algún modo iluminaba el techo y la dejé caer sobre
aquel cuello que se presentaba descubierto para mí.
La
cabeza se desprendió sin dificultad. Cayendo al piso rodó justo entre mis
piernas que aún se mantenían inmóviles, pero temblando. La sangre se esparcía
alrededor, sobre todo desde la arteria yugular. Y para mi desgracia la cabeza
de Adolfo continuó emitiendo un sonido que juzgué como ronquido. Le asesté un
nuevo hachazo, esta vez entre los ojos, quise repetir el movimiento pero la
cabeza quedó asida, un olor nauseabundo a carne carbonizada inundó la
habitación. Con el pie sobre la frente, quité el hacha y
frenéticamente tiré de la ropa de cama y comencé a destazar las extremidades
del cuerpo como si se tratara del desganchado de un eucaliptus, la sangre roseaba
las paredes y todo cuanto estaba cerca del chorro que aún salía con presión
inusitada. Entre tanto alboroto me descubrí gritando, riendo, disfrutándolo.
Pero ese fue mi error, la falta de respeto. Cometí un error, un movimiento en
falso, llevado por la excitación de estarme deshaciendo de mi principal problema.
Al cortar el último brazo, como una rama de árbol, mi pie derecho estaba
situado por sobre el hombro de Adolfo o lo que quedaba de él, y sin percatarme el
hacha resbaló en algún hueso y cambió su trayectoria luego de destazar el brazo,
con tan mala suerte que ésta se fue a clavar a mi tibia, partiéndola en dos.
Eso fue lo que por fin me sumió en un desvanecimiento, en un sueño profundo que
me llevó horas, tal vez días. El hacha había quedado incrustada sin salir por
la parte posterior de la pierna. Aquello impidió que me desangrara mientras
descansaba. Sin embargo, al despertar no sabía qué hacer. No quería morir, no,
prefería cualquier cosa a morir desangrado por error, por mi propia mano.
Comencé a pedir auxilio, pasé horas gritando sin moverme, pues sabía que de
desprenderse el hacha moriría de anemia aguda, Finalmente, luego de otra
maldita noche en que no pude dormir de dolor, miedo y porque la cabeza
destrozada que estaba muy lejos como para alcanzarla se resistía en guardar
silencio, una apnea larguísima me mantenía en ascuas llenándome de terror,
obligándome a gritar desgarrando mis cuerdas bocales, hasta que los aullidos de
los perros que no habían cesado en sus concierto acompañando mis gritos,
atrajeron la atención de unos caminantes que me encontraron al borde del
desfallecimiento y por qué no, de la muerte
Ahora
espero puedan entender mi posición y juzgarme con todo el conocimiento de causa,
entenderán que yo soy tan sólo una víctima que actuó en defensa propia.
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