Ilustración por All Gore |
Los
habitantes observaban atónitos, cómo el cielo se iluminaba con diversos
reflejos multicolores y sonidos perturbadores del orden de los truenos, pero
con tonos musicales graves y desquiciados que parecían obedecer a cierta
inteligencia maligna. Todos asistían al suceso, ensimismados. El causante de
semejante espectáculo se presentaba como una bola de fuego incandescente que
extendía una estela deforme y colorida a kilómetros de distancia.
Cercana
ya la media noche, sintieron pavor al constatar que un meteoro se aproximaba al
pueblo y que su caída parecía ser inminente. Sin embargo, una fuerza
desconocida impedía que los presentes huyeran; nadie quería perderse detalle,
un morbo suicida los detenía a pesar del miedo que se alojaba en sus
interiores.
En
un instante, la hipnosis pareció fluctuar y el temor trastocó las mentes de las
mujeres que comenzaron a rezar Padre Nuestros y Ave Marías, mientras los niños
chillaban como barracos, buscando el consuelo de los padres que se mantenían
mirando hacia el cielo sin decidir moverse de sus lugares con el semblante
ausente, indiferentes a las escandalosas manifestaciones de sus seres queridos.
Finalmente,
el aerolito y su luminosidad inundaron la atmósfera del poblado y la bahía
circundante, con un bochorno nauseabundo, acompañado de ráfagas de arena,
echando por tierra algunas viejas edificaciones, así como a todas las personas
que no estuvieran a buen resguardo, llevándose consigo animales pequeños y gran
parte de los sembradíos y frutas que aún se encontraban en los árboles. Entre
todo ese alboroto, sólo unos pocos fueron testigos privilegiados de cómo el
meteoro se estrelló en un silencio inusitado hacia el norte del poblado, entre
los frondosos bosques que se empinaban en los montes y que rodeaban el caserío
erigido frente al mar. Lo extraño fue que no se percibió explosión alguna, ni
se sintió movimiento telúrico, o sonido de impacto, más bien parecía que el
meteoro había aterrizado.
Mientras
los pobladores, aún atónitos y reponiéndose de las magulladuras, comentaban lo
sorprendente de no haber sentido una explosión, oyeron la voz desgarrada de uno
de los jóvenes que pedía que voltearan para mirar a través de una nube de polvo
que levitaba en el ambiente y hacía dificultosa la respiración. En el
horizonte, cortado por un cielo demasiado brillante aún, se elevaba un inmenso
hongo a varios cientos de metros para dispersarse, en forma de viento húmedo,
cayendo con el estrépito de una ruma de troncos y golpeando nuevamente al
pueblo, provocando severos daños materiales que, a esas alturas, quedaban en un
segundo plano, ante la providencial escapada.
Sin
embargo, los sucesos de aquella noche distaban mucho de cesar, pues de aquellos
residuos que se mantenían alrededor del punto de impacto, en medio de la selva
valdiviana, comenzaron a formarse y desprenderse nubes de tintes fosforescentes
que, rápidamente, fueron conducidas por un viento cálido sobre las casas de los
atormentados lugareños, dejando caer una torrencial lluvia, que brindó a las
personas que permanecían aún en las calles, un baño tibio de un agua gruesa,
antinatural, que en algo relajó los sentimientos de horror y desasosiego
vividos por todos. A pesar de esto, las mujeres continuaron sus rezos bajo la
cortina de agua, mientras los niños, como desconectados de lo sucedido,
chapoteaban encantados, despreocupados. Chillaban, esta vez de alegría, como si
se tratara de un regalo del cielo, un obsequio de un poder sobrenatural y
benigno. Los hombres, con su mirada perdida en el horizonte, evitaron
instintivamente que sus familias continuaran siendo irradiadas por los efluvios
reconfortantes de un líquido malsano que se apozaba, creando un barro asqueroso
con la arena, asemejando una papilla descompuesta y mal oliente. No era
necesario hablar fuerte, sólo unas miradas bastaron para que todos, excepto los
más valientes y osados comenzaran a idear un plan para averiguar lo sucedido.
Al
amanecer, los niños comenzaron a dibujar extraños signos sobre el fangoso suelo
de sus patios, y las madres pusieron el grito en el cielo al darse cuenta de
que aquellos símbolos significaban algo infausto. Corrieron para borrarlo con
los pies, pero los niños no paraban de dibujarlo en todos lados, sobre el polvo
que cubría los muebles de las casas, en la harina espolvoreada sobre la mesa y
en sus propios cuadernos de la escuela. Los adultos, preocupados, decidieron
llevar a cabo lo conversado, no quedarse de brazos cruzados, debían descubrir
el origen y el destino de lo que fuera que cayera aquella noche entre los
bosques. Es así como formaron un grupo con poco más de una decena de los más
valientes hombres de Cancerá.
Los
habitantes desconocía la topografía de los montes en que, se presumía,
encontrarían restos de lo estrellado. Luego de horas de caminata, los 13
hombres se vieron inmersos en la fronda espesa de la selva austral que
empeoraba su situación, al ser envueltos en una densa niebla que les impedía
ver hacia dónde se dirigían. La humedad los empapaba, transpiraban y se
ahogaban al respirar los densos vapores, perdiendo el rumbo irremediablemente.
Caminaron con dificultad, tropezando y empantanándose; en ocasiones a tientas,
hasta llegar a un arrollo que descendía tibio entre helechos y quilas.
Decidieron seguirlo, así no se perderían en la búsqueda de la fuente de calor
que estaba provocando tantas anomalías en el ambiente y que, de seguro, tenía
que ver con aquel meteorito.
Luego
de un trabajoso ascenso arribaron a una laguna en medio del bosque y sobre los
límites del agua observaron una claridad azulina, enceguecedora, una especie de
ojo inmaculado que los miraba atentamente, un revisorio maldito.
Comprobaron
que el nivel del agua había descendido, dejando al descubierto troncos
blanquecinos con formas enrevesadas y de aspecto demencial, que contribuían a
exacerbar aún más la imagen de los cientos de animales muertos, ranas, peces,
roedores acuáticos, aves y anguilas que, entre el lodo y la madera, yacían
inertes. La superficie tenía además una pátina plateada, completamente lisa,
asemejándose a un espejo bruñido y diamantado. Quienes se atrevieron a dejar la
seguridad del bosque y bajar hasta la orilla, entre el limo y los cadáveres, se
sorprendieron al constatar que el agua poseía una temperatura elevadísima,
suficiente como para cocer un huevo o desplumar una gallina.
Los
hombres notaron que ningún ave carroñera se acercaba a comer los cuerpos, a
pesar de que el hedor se hacía insoportable. Se mantenían en los árboles que
circundaban los destrozos realizados por la caída. Esta situación y el cambio
en la composición y temperatura del agua alertaron al grupo, estaban ante un
inminente riesgo para su salud y tal vez para su vida.
Decidieron
retornar a la seguridad del bosque en medio de la niebla. Bajaron a tientas,
atropellándose por el riachuelo que más abajo desaparecía en una grieta enorme
entre las rocas madres. Habían perdido el rumbo, estaban desorientados y con la
sensación de que algo los seguía, sin embargo no lo podían ver, sensación
similar a la que se siente en la oscuridad, acompañada de escalofríos y sugestiones
nítidas de peligro. Continuaron bajando, sentían una fuerza rara y maligna
anidándose en sus interiores, les resultaba dificultoso respirar, jadeaban con
cada paso descendente.
Sin
percatarse, los hombres comenzaron a bajar por una pendiente pedregosa. Sabían
que descender era lo mejor que podían hacer para quitarse de encima la
agobiante nubosidad, pero no tenían cómo imaginar que ingresaban a una caverna,
tampoco estaban preparados para aquello, sólo lo fueron notando con el
creciente oscurecimiento y los ecos que devolvían las paredes. No hablaban,
presentían el peligro, pero una ceguera mental les impedía diferenciar el paso
de la falta de visibilidad a la nulidad total, sólo el tacto y la intuición les
ayudaban para no tropezar y caer arrastrando al resto. En ese instante,
percibieron un olor inmundo que atoraba el aire, una náusea generalizada, pero
esta, no fue causa de detención, parecían autómatas, sin cuestionar el
enrarecimiento de una situación que a cada paso se escapaba de lo lógico, de lo
acertado. Sin duda estaban bajo el influjo de una fuerza mayor, de un
controlador de voluntades. Continuaron descendiendo.
De
pronto, tras una pequeña pendiente, sintieron cómo una substancia lechosa se
fue adhiriendo a sus piernas, dificultando aún más su andar. Ya no bajaban, se
encontraban en el piso de una cavidad de enormes dimensiones, aunque ellos no
podían saberlo.
No
hablaban entre sí desde que habían perdido el curso del arroyo. De pronto, se
oyó una voz entre ellos que les paralizó. Su emisión superaba los decibeles de
cualquier voz humana, a pesar de que daba la impresión de estar arrastrándose
como un susurro siseante. La sonoridad fue decreciendo y se transformó en
letanía repetitiva, un encantamiento de serpientes.
Goczecocogch…
shofón… fraksholu…
Thikomtli
naar… prathena… sercthare…
La
masa gelatinosa ya les cubría hasta la cintura, cuando por entre ellos
sintieron deslizarse un gran cuerpo cartilaginoso y flexible, capaz de
circundarlos a todos a pesar de su tamaño. Lentamente la materia viscosa fue
iluminándose con un fulgor rojizo que dejaba al descubierto la magnificencia de
la caverna. Ésta poseía dimensiones ciclópeas, sin paredes que sustentaran un
cielo repleto de estalactitas blanquecinas. Los 13 hombres, al unísono,
despertaron del trance, pero, de inmediato, les sobrevino la locura. Lo que sus
sentidos captaban los enloqueció de inmediato.
Ilustración por Ana Oyanadel |
La
substancia lechosa, no era otra cosa que un caldo de cultivo para millones de
huevos traslúcidos del tamaño de un cráneo y que en su interior albergaban algo
similar a un renacuajo de color marrón que se agitaba frenéticamente. No tenían
dónde ir, el lugar era inmenso, además ya no se comunicaban; cada quien
vociferaba envuelto en su propia demencia.
La
letanía comenzó un in crescendo que producía en el líquido y en las ovas una
vibración intensa, una especie de llamado o aviso. Algunas, las más grandes, en
donde los embriones se movían en un frenesí desproporcionado, luchando por
salir, comenzaron a eclosionar ruidosamente, saltando y adhiriéndose a los
cuerpos de los hombres con unos pequeños tentáculos dentados y con una boca
ventosa que lentamente se abría paso a través de la ropa, la piel y la carne.
Los gritos enloquecedores de dolor y angustia no lograban sobrepasar el sonido
de aquel siseo. Para los que aún conservaban ojos, tuvieron la visión de un
portentoso engendro rojizo de unos 18 metros de alto con diez tentáculos
dentados, dos de los cuales surgían cerca de lo que asemejaba una cabeza y
actuaban como largos brazos lacerantes. Una boca enorme con forma de ventosa
repleta de dientes ganchudos y retorcidos que giraban como sierras al compás de
la letanía que parecía ser emitida por la atmósfera desquiciada del fragor
alimenticio. Su piel brillaba y dos esferas al costado de su boca-ventosa
parecían ser grandes ojos amarillentos e hipnotizantes. Ocho de los tentáculos
se encontraban en lo que parecía ser el tronco ovalado que terminaba en unas
aletas ondulantes que lo mantenían sin dificultades por sobre el caldo
blanquecino. Luego, el engendro emitió un silbido que destrozó sus tímpanos. Un
dolor sin precedentes fue haciendo mella de la poca resistencia que aún
conservaban los cuerpos consumidos lentamente por los renacuajos bermellones.
Con esto, el total de los huevos eclosionaron cubriendo por completo a los
hombres, haciéndolos desaparecer en segundos, cortando y engullendo como
pirañas voraces. Todos desaparecieron en sus fauces.
El
monstruo de mayor tamaño, inmediatamente nadó entre el gel que cubría el suelo
de la caverna, devorando a mansalva a los pequeños engendros eclosionados,
alimentándose de su progenie. En el transcurso de los días no dejaría a ninguno
con vida, pues de lo contrario su soledad y existencia abismal estarían
amenazadas. Ninguno debía alcanzar la madurez o se transformarían en una
competencia demasiado desastrosa para la vida de Goczecocogch, el que habita en
las sombras de las profundidades, el que se resiste a ver la luz de las
estrellas.
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