martes, 20 de agosto de 2013

"El Meteoro" Por Aldo Astete Cuadra

Ilustración por All Gore

Los habitantes observaban atónitos, cómo el cielo se iluminaba con diversos reflejos multicolores y sonidos perturbadores del orden de los truenos, pero con tonos musicales graves y desquiciados que parecían obedecer a cierta inteligencia maligna. Todos asistían al suceso, ensimismados. El causante de semejante espectáculo se presentaba como una bola de fuego incandescente que extendía una estela deforme y colorida a kilómetros de distancia.
Cercana ya la media noche, sintieron pavor al constatar que un meteoro se aproximaba al pueblo y que su caída parecía ser inminente. Sin embargo, una fuerza desconocida impedía que los presentes huyeran; nadie quería perderse detalle, un morbo suicida los detenía a pesar del miedo que se alojaba en sus interiores.
En un instante, la hipnosis pareció fluctuar y el temor trastocó las mentes de las mujeres que comenzaron a rezar Padre Nuestros y Ave Marías, mientras los niños chillaban como barracos, buscando el consuelo de los padres que se mantenían mirando hacia el cielo sin decidir moverse de sus lugares con el semblante ausente, indiferentes a las escandalosas manifestaciones de sus seres queridos.
Finalmente, el aerolito y su luminosidad inundaron la atmósfera del poblado y la bahía circundante, con un bochorno nauseabundo, acompañado de ráfagas de arena, echando por tierra algunas viejas edificaciones, así como a todas las personas que no estuvieran a buen resguardo, llevándose consigo animales pequeños y gran parte de los sembradíos y frutas que aún se encontraban en los árboles. Entre todo ese alboroto, sólo unos pocos fueron testigos privilegiados de cómo el meteoro se estrelló en un silencio inusitado hacia el norte del poblado, entre los frondosos bosques que se empinaban en los montes y que rodeaban el caserío erigido frente al mar. Lo extraño fue que no se percibió explosión alguna, ni se sintió movimiento telúrico, o sonido de impacto, más bien parecía que el meteoro había aterrizado.
Mientras los pobladores, aún atónitos y reponiéndose de las magulladuras, comentaban lo sorprendente de no haber sentido una explosión, oyeron la voz desgarrada de uno de los jóvenes que pedía que voltearan para mirar a través de una nube de polvo que levitaba en el ambiente y hacía dificultosa la respiración. En el horizonte, cortado por un cielo demasiado brillante aún, se elevaba un inmenso hongo a varios cientos de metros para dispersarse, en forma de viento húmedo, cayendo con el estrépito de una ruma de troncos y golpeando nuevamente al pueblo, provocando severos daños materiales que, a esas alturas, quedaban en un segundo plano, ante la providencial escapada.

Sin embargo, los sucesos de aquella noche distaban mucho de cesar, pues de aquellos residuos que se mantenían alrededor del punto de impacto, en medio de la selva valdiviana, comenzaron a formarse y desprenderse nubes de tintes fosforescentes que, rápidamente, fueron conducidas por un viento cálido sobre las casas de los atormentados lugareños, dejando caer una torrencial lluvia, que brindó a las personas que permanecían aún en las calles, un baño tibio de un agua gruesa, antinatural, que en algo relajó los sentimientos de horror y desasosiego vividos por todos. A pesar de esto, las mujeres continuaron sus rezos bajo la cortina de agua, mientras los niños, como desconectados de lo sucedido, chapoteaban encantados, despreocupados. Chillaban, esta vez de alegría, como si se tratara de un regalo del cielo, un obsequio de un poder sobrenatural y benigno. Los hombres, con su mirada perdida en el horizonte, evitaron instintivamente que sus familias continuaran siendo irradiadas por los efluvios reconfortantes de un líquido malsano que se apozaba, creando un barro asqueroso con la arena, asemejando una papilla descompuesta y mal oliente. No era necesario hablar fuerte, sólo unas miradas bastaron para que todos, excepto los más valientes y osados comenzaran a idear un plan para averiguar lo sucedido.
Al amanecer, los niños comenzaron a dibujar extraños signos sobre el fangoso suelo de sus patios, y las madres pusieron el grito en el cielo al darse cuenta de que aquellos símbolos significaban algo infausto. Corrieron para borrarlo con los pies, pero los niños no paraban de dibujarlo en todos lados, sobre el polvo que cubría los muebles de las casas, en la harina espolvoreada sobre la mesa y en sus propios cuadernos de la escuela. Los adultos, preocupados, decidieron llevar a cabo lo conversado, no quedarse de brazos cruzados, debían descubrir el origen y el destino de lo que fuera que cayera aquella noche entre los bosques. Es así como formaron un grupo con poco más de una decena de los más valientes hombres de Cancerá.
Los habitantes desconocía la topografía de los montes en que, se presumía, encontrarían restos de lo estrellado. Luego de horas de caminata, los 13 hombres se vieron inmersos en la fronda espesa de la selva austral que empeoraba su situación, al ser envueltos en una densa niebla que les impedía ver hacia dónde se dirigían. La humedad los empapaba, transpiraban y se ahogaban al respirar los densos vapores, perdiendo el rumbo irremediablemente. Caminaron con dificultad, tropezando y empantanándose; en ocasiones a tientas, hasta llegar a un arrollo que descendía tibio entre helechos y quilas. Decidieron seguirlo, así no se perderían en la búsqueda de la fuente de calor que estaba provocando tantas anomalías en el ambiente y que, de seguro, tenía que ver con aquel meteorito.
"Al amanecer, los niños comenzaron a dibujar extraños signos sobre el fangoso suelo de sus patios, y las madres pusieron el grito en el cielo al darse cuenta de que aquellos símbolos significaban algo infausto..." Ilustración por Alex Olivares

Luego de un trabajoso ascenso arribaron a una laguna en medio del bosque y sobre los límites del agua observaron una claridad azulina, enceguecedora, una especie de ojo inmaculado que los miraba atentamente, un revisorio maldito.
Comprobaron que el nivel del agua había descendido, dejando al descubierto troncos blanquecinos con formas enrevesadas y de aspecto demencial, que contribuían a exacerbar aún más la imagen de los cientos de animales muertos, ranas, peces, roedores acuáticos, aves y anguilas que, entre el lodo y la madera, yacían inertes. La superficie tenía además una pátina plateada, completamente lisa, asemejándose a un espejo bruñido y diamantado. Quienes se atrevieron a dejar la seguridad del bosque y bajar hasta la orilla, entre el limo y los cadáveres, se sorprendieron al constatar que el agua poseía una temperatura elevadísima, suficiente como para cocer un huevo o desplumar una gallina.
Los hombres notaron que ningún ave carroñera se acercaba a comer los cuerpos, a pesar de que el hedor se hacía insoportable. Se mantenían en los árboles que circundaban los destrozos realizados por la caída. Esta situación y el cambio en la composición y temperatura del agua alertaron al grupo, estaban ante un inminente riesgo para su salud y tal vez para su vida.
Decidieron retornar a la seguridad del bosque en medio de la niebla. Bajaron a tientas, atropellándose por el riachuelo que más abajo desaparecía en una grieta enorme entre las rocas madres. Habían perdido el rumbo, estaban desorientados y con la sensación de que algo los seguía, sin embargo no lo podían ver, sensación similar a la que se siente en la oscuridad, acompañada de escalofríos y sugestiones nítidas de peligro. Continuaron bajando, sentían una fuerza rara y maligna anidándose en sus interiores, les resultaba dificultoso respirar, jadeaban con cada paso descendente.
Sin percatarse, los hombres comenzaron a bajar por una pendiente pedregosa. Sabían que descender era lo mejor que podían hacer para quitarse de encima la agobiante nubosidad, pero no tenían cómo imaginar que ingresaban a una caverna, tampoco estaban preparados para aquello, sólo lo fueron notando con el creciente oscurecimiento y los ecos que devolvían las paredes. No hablaban, presentían el peligro, pero una ceguera mental les impedía diferenciar el paso de la falta de visibilidad a la nulidad total, sólo el tacto y la intuición les ayudaban para no tropezar y caer arrastrando al resto. En ese instante, percibieron un olor inmundo que atoraba el aire, una náusea generalizada, pero esta, no fue causa de detención, parecían autómatas, sin cuestionar el enrarecimiento de una situación que a cada paso se escapaba de lo lógico, de lo acertado. Sin duda estaban bajo el influjo de una fuerza mayor, de un controlador de voluntades. Continuaron descendiendo.
De pronto, tras una pequeña pendiente, sintieron cómo una substancia lechosa se fue adhiriendo a sus piernas, dificultando aún más su andar. Ya no bajaban, se encontraban en el piso de una cavidad de enormes dimensiones, aunque ellos no podían saberlo.
No hablaban entre sí desde que habían perdido el curso del arroyo. De pronto, se oyó una voz entre ellos que les paralizó. Su emisión superaba los decibeles de cualquier voz humana, a pesar de que daba la impresión de estar arrastrándose como un susurro siseante. La sonoridad fue decreciendo y se transformó en letanía repetitiva, un encantamiento de serpientes.
Goczecocogch… shofón… fraksholu…
Thikomtli naar… prathena… sercthare…
La masa gelatinosa ya les cubría hasta la cintura, cuando por entre ellos sintieron deslizarse un gran cuerpo cartilaginoso y flexible, capaz de circundarlos a todos a pesar de su tamaño. Lentamente la materia viscosa fue iluminándose con un fulgor rojizo que dejaba al descubierto la magnificencia de la caverna. Ésta poseía dimensiones ciclópeas, sin paredes que sustentaran un cielo repleto de estalactitas blanquecinas. Los 13 hombres, al unísono, despertaron del trance, pero, de inmediato, les sobrevino la locura. Lo que sus sentidos captaban los enloqueció de inmediato.
Ilustración por Ana Oyanadel
La substancia lechosa, no era otra cosa que un caldo de cultivo para millones de huevos traslúcidos del tamaño de un cráneo y que en su interior albergaban algo similar a un renacuajo de color marrón que se agitaba frenéticamente. No tenían dónde ir, el lugar era inmenso, además ya no se comunicaban; cada quien vociferaba envuelto en su propia demencia.
La letanía comenzó un in crescendo que producía en el líquido y en las ovas una vibración intensa, una especie de llamado o aviso. Algunas, las más grandes, en donde los embriones se movían en un frenesí desproporcionado, luchando por salir, comenzaron a eclosionar ruidosamente, saltando y adhiriéndose a los cuerpos de los hombres con unos pequeños tentáculos dentados y con una boca ventosa que lentamente se abría paso a través de la ropa, la piel y la carne. Los gritos enloquecedores de dolor y angustia no lograban sobrepasar el sonido de aquel siseo. Para los que aún conservaban ojos, tuvieron la visión de un portentoso engendro rojizo de unos 18 metros de alto con diez tentáculos dentados, dos de los cuales surgían cerca de lo que asemejaba una cabeza y actuaban como largos brazos lacerantes. Una boca enorme con forma de ventosa repleta de dientes ganchudos y retorcidos que giraban como sierras al compás de la letanía que parecía ser emitida por la atmósfera desquiciada del fragor alimenticio. Su piel brillaba y dos esferas al costado de su boca-ventosa parecían ser grandes ojos amarillentos e hipnotizantes. Ocho de los tentáculos se encontraban en lo que parecía ser el tronco ovalado que terminaba en unas aletas ondulantes que lo mantenían sin dificultades por sobre el caldo blanquecino. Luego, el engendro emitió un silbido que destrozó sus tímpanos. Un dolor sin precedentes fue haciendo mella de la poca resistencia que aún conservaban los cuerpos consumidos lentamente por los renacuajos bermellones. Con esto, el total de los huevos eclosionaron cubriendo por completo a los hombres, haciéndolos desaparecer en segundos, cortando y engullendo como pirañas voraces. Todos desaparecieron en sus fauces.

El monstruo de mayor tamaño, inmediatamente nadó entre el gel que cubría el suelo de la caverna, devorando a mansalva a los pequeños engendros eclosionados, alimentándose de su progenie. En el transcurso de los días no dejaría a ninguno con vida, pues de lo contrario su soledad y existencia abismal estarían amenazadas. Ninguno debía alcanzar la madurez o se transformarían en una competencia demasiado desastrosa para la vida de Goczecocogch, el que habita en las sombras de las profundidades, el que se resiste a ver la luz de las estrellas.

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