jueves, 8 de agosto de 2013

"Plagios" por Fraterno Dracon Saccis

 
Ilustración por All Gore
            El cadáver de la niña se deshacía  y mezclaba  con el follaje mientras lo arrastraba de su tumba poco profunda. Las luces de los carros policiales se filtraban entre los árboles del denso y húmedo bosque nocturno. El rastro que dejaba la pequeña haría imposible evadir a los sabuesos.
La vidente, que tantas veces había fallado dando pistas para que encontraran a Anita, de nueve años, esta vez había acertado no solo en el lugar donde se encontraba. Esta vez había reconocido que llevaba muerta varios meses, los mismos que llevaba desaparecida.
Blazenko se detuvo un instante a meditar, Solo necesito la cabeza. Con eso me basta para retrasar la identificación. Las sombras que avanzaban crecían a medida que los ladridos se acercaban. Guardó el cráneo con retazos de piel y gusanos bailando por las cuencas en una bolsa de basura y la metió en su mochila.

Echó a correr hasta la carretera, donde tenía estacionado el auto.

Cuando comenzaba a sacar las llaves, una linterna lo cegó, dejándole apenas atisbar una placa. Rogó porque el policía no anduviese acompañado de un perro.

—¿Qué está haciendo a esta hora de la noche metido en el bosque...? ¿Qué… qué es esa hediondez? —dijo la voz detrás de la luz que se remeció.

—Quisiera saber quién es usted, porque su luz no me deja verle la cara —Blazenko intentaba ganar tiempo para calcular cómo darle un golpe y escapar a toda marcha, pero se contuvo. No puedo ser tan estúpido. Vine aquí precisamente a cortar cualquier conexión con la niña y lo único que lograría sería llevar todos los ojos sobre mí. Seguramente ya debe haber informado la patente por radio. Fue bueno haber tomado la precaución de venir con un auto robado. Pero aún así podría conectarme. Siempre hay algún detalle que se escapa.

El policía dirigió el haz hacia el cielo, iluminándolos a ambos y devolviendo la vista a Blazenko. Aún así no se tomó la molestia de identificarse.

—¡Respóndame! —gritó luego, llevándose la mano a la culata del arma.

—¡Hey, hey, hey! Espere un minuto. No me dará un tiro por venir a echar una cagada entre los árboles —Blazneko simuló entonces estar percibiendo por primera vez el molesto olor. Se miró la planta de los zapatos— ¡Mierda! Para colmo tenía que pisarla. Tuve un fin de semana de locos y me está pasando la cuenta…

—¡Muéstreme sus documentos! —dijo el policía, aún con la mano en el arma. Cuando se disponía a desenfundarla, el estruendo de un balazo interrumpió la discusión.

El policía se desplomó.
Blazenko buscó sin éxito el origen del disparo. Si la linterna no lo hubiese encandilado podría haber visto el fogonazo de la detonación. No tenía tiempo. Tendría que quedarse con la duda, pero fuese quien fuese, le había salvado.

Fuese quien fuese, sus intenciones no podían ser buenas.

Descartó tomar el auto. El disparo debió haber dirigido a todo el escuadrón de búsqueda en su dirección. Solo le quedaba seguir alejándose a pie. No estaba lejos de la zona residencial, allí tenía más opciones para escapar. Mientras se alejaba del entierro y del policía caído, en ningún momento estuvo acosado por alguno de los grupos de búsqueda. Al llegar al barrio, caminó lo más natural que pudo, pero eso no fue lo suficientemente convincente para la patrulla que se cruzó en su camino.

El conductor  bajó su ventanilla y se disponía a hablarle, cuando desde la radio llegó un mensaje

—¡Lo tenemos! ¡Tenemos al hijo de puta!

La patrulla se olvidó del tipo de la mochila con aspecto de haber corrido por el bosque y partió a toda máquina. Blazenko quedó de una pieza. ¿Cómo era posible?

Mientras ordenaba sus cosas para dejar el cuarto de motel y regresar a su casa con su esposa e hija, los noticiarios le dieron la respuesta. “Luego de verse acorralado, el individuo identificado como Esteban Alonso Paredes Munizaga de veintinueve años, se entregó confesando no solo el homicidio de la niña, Anita Hellissen Schamtsen y del oficial Ramón Vásquez Martínez, si no que, según trascendidos, habría reconocido su autoría en el secuestro, violación y asesinato de más de una veintena de pequeñas, una de ellas, su propia hermana. La menor lleva desaparecida casi quince años y se especula que sería la primera víctima de esta dantesca carrera.” La nota se vio interrumpida por un despacho en vivo desde las afueras del tribunal. La formalización había concluido y sacaban a Paredes esposado. Lejos de salir encorvado por la vergüenza, el hombre caminaba erguido y apenas se encontró con una cámara gritó,

—¡Dime! ¡¿Dónde está tu dios ahora?!

Lo que para cualquier televidente hubiese sido una frase típica de un psicópata, para Blazenko fue un puñal en el corazón: era la frase que tenía escrita en el techo, sobre la cama donde maniataba y violaba sistemáticamente a sus víctimas hasta la muerte. Prendió su teléfono celular y de inmediato llegó un mensaje notificando una veintena de llamadas desde el mismo número: su casa. Con las manos temblando marcó. El tono no alcanzó hacer su primera pausa cuando descolgaron el auricular. Era su mujer que le habló casi sin voz.

—Blazenko ¿Dónde mierda estás metido? ¡La niña! ¡La niña no aparece!

Blazenko dejó caer el teléfono y salió corriendo de la habitación sin llevar nada más que las llaves de su auto y su cuchillo de cazador. Sabía exactamente dónde estaba su hija.

La cabaña secreta de Blazenko estaba a una hora del centro. Una pequeña casa de un ambiente, sumergida en el bosque. Al acercarse notó que el candado había sido reventado y la puerta estaba abierta de par en par. En el camino, la radio se había encargado de actualizarlo con las últimas novedades del caso que ya estaba siendo llamado “El Psicópata de la Arboleda”, por el nombre de la población que linda con el bosque donde, como habría confesado el monstruo, estaban enterradas todas sus víctimas.

En la radio lograron captar otra cuña del asesino. El periodista advirtió que solo gritaba incoherencias, y de muestra reprodujeron una de sus enigmáticas frases: “¿Destruir otra vida escapando, o vivir en el infierno?”.

Al bajar del auto, el hedor de la muerte lo golpeó.

La vertiginosa escalada de hechos relacionados con el caso no paraba. En un ataque de arrepentimiento, la vidente que había soplado la ubicación del cadáver de Anita, ahora confesaba que no había sido una visión la que la iluminó, si no que una carta anónima enviada a su consulta.

Blazenko avanzó a la cabaña con un nudo en el estómago. Atravesó el umbral, aguantando las ganas de vomitar que la putrefacción y la angustia le habían ocasionado.

En la cama estaba su pequeña de diez años, amarrada de pies y manos. El rostro amoratado e hinchado, los ojos grises y secos miraban a algún punto más allá del techo rayado y salpicado con sangre. El abdomen y la entrepierna eran una sola costra negra. Su hija había sido asesinada exactamente como él había hecho con veintisiete niñas a lo largo de quince años, en esa misma habitación. Blazenko no resistió más la visión. Puso el filo del cuchillo en su garganta. Entonces recordó lo que dijo el imitador. “¿Destruir otra vida escapando, o vivir en el infierno?”.  Se arrastró hasta afuera con el vómito contenido en la boca y se lo tragó.

Si se suicidaba, su mujer no solo sufriría por la muerte de su hija. Quedaría en evidencia que era él y no Esteban Paredes el culpable de todos esos asesinatos. Subió al auto y dejó atrás la cabaña abriéndose camino a esta nueva doble vida, cuestionándose si lograría sepultar o al menos reprimir el depredador, a la parte libre de su espíritu, y si podría silenciar el plagio que amenazaba con destaparse y ponerlo en evidencia. Al menos lo segundo no dependía de sus instintos, hasta ahora incontrolables.


Ω

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