Coleccionas
todo tipo de santos de yeso. Los colocas alrededor de tu cama y los observas
con cristiano fervor, de una manera que cualquiera diría: “éste hombre es un verdadero devoto del Señor”... y eso, se podría
decir que es normal, por lo menos para los que sienten ese gran fervor
religioso. Pero tu fanatismo revela un gran ardor pasional hacia tus queridos
santitos, de eso, no cabe la menor duda. Todos los días, después de misa, y
después de excitarte con las aberraciones que confiesan las viejas cínicas de
la comunidad, acudes veloz hasta tu cuarto para saciar ese malsano vicio: el de
masturbarte frente a la celestial mirada de tus santos de yeso.
El lugar preferido es el taller,
en donde creas e inmortalizas a tus santos de 18 pulgadas. Siempre les explicas
a las virginales y menudas monjitas que lo más importante son los ojos y que
por eso deben ser pintados con gran realismo. Todas te miran con respeto, con
ganas de aprender, pero en tu mente degenerada, creas excitantes imágenes a
costa de ellas… allí posees a todas por igual, ultrajando y sodomizando con un
miembro irreal cada agujero creado sabiamente por el Altísimo. Ya no te
controlas. Te vienen grandes ganas de salir corriendo para masturbarte frente a la estática mirada de tus
santos de yeso. El placer es inimaginable.
Las fantasías sexuales hacia las
dulces monjitas no pasan desapercibidas para la voluptuosa madre superiora.
Ella celebra a modo de lúbrico placer carnal, tus demenciales actos de onanismo
exacerbado, pues ella te descubrió un día que la espiabas por ese agujerito en la pared, cuando recitaba ahogada en grasientos orgasmos un signum crucis in extremo ¿recuerdas?
pero las manchas de las corridas son difíciles de ocultar en la sotana... eso
lo sabes muy bien.
Ella te pidió la confección de
su santo favorito para pagar su silencio.
El pobre San Martín de 18 pulgadas, entraba y salía de aquella enmarañada
ventosa... una y otra vez, una y otra vez…
* * *
Pero todo cambió para peor
cuando quisiste experimentar algo totalmente nuevo.
Hace algunas semanas que los
santitos no te excitan de la misma forma que antes. “Sus miradas”, te cuestionas, “sus
miradas ya no me están satisfaciendo”.
Deprimido,
piensas que todo está en la mirada,
pues las miradas frías de tus santitos ahora te ocasionan más nauseas que
regocijo... claro…, hasta que tuviste esa sombría visión.
Cada semana invitabas a caminar
por los lugares más desolados y oscuros del convento a una que otra incauta
monjita. Tu carisma ayudaba bastante, creo que ese rostro de Jesús de Franco Zeffirelli era el gancho ideal,
de cierta forma a ellas les encantaba.
En el momento menos esperado les
dabas un fuerte golpe en la cabeza, les inyectabas un alucinógeno y las
arrastrabas hacia el taller. Allí procedías con una escofina. Sacabas con sumo
cuidado las corneas. Las guardabas en un frasco y te perdías entre las sombras,
dejando el cuerpo tirado en uno de los distintos pasillos del convento.
Una vez en tu cuarto comenzaba
el grotesco show, el cual consistía en añadir las corneas a tus amados santitos.
“Ahora me están mirando”, decías
brincando de alegría.
Al principio era algo bastante
tosco, brutal. La escofina no cumplía con la tarea al pié de la letra. En
muchas ocasiones al hacer la presión inadecuada, el ojo se reventaba por
completo o bien, se salía quedando agarrado tan sólo de nervios y arterias.
Luego, con la incorporación de una navaja, la rebanada del ojo se hizo más
precisa y con ello el resultado final se tornó más profesional.
* * *
Con el pasar del tiempo, el
patio de recreo y esparcimiento se fue llenando de monjitas ciegas. Era algo
muy simpático de ver, imagínense; todas chocando unas con otras en las horas de
recreo.
El nuevo repertorio de santos de
yeso fue creciendo aún más, incluso... inventaste nuevos santos. “¡Es cosa de Satán!”, decían las monjas
más rancias del convento. Otras, decían que eran milagros, pues las víctimas
siempre tenían divinas visiones de su Creador, con proféticos mensajes de
evangelización y amor. La madre superiora les seguía la corriente a las demás,
pues para entonces, ya contaba con una magnífica colección de santos de todas
formas, grosores y tamaños.
Las visiones proféticas en el
convento llegaron finalmente a oídos
del vaticano. Entonces fuiste enviado a una abadía de padres salesianos. "No será lo mismo", pensaste
asqueado, "no será lo mismo"...
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