Ilustración por Alex Olivares |
El clamor de la gente hace vibrar las ventanas de mi
habitación. Puedo sentir su odio atravesar la madera de las paredes y llegar
hasta mi escritorio. Todo haría pensar que preferirían estar aprovechando los
últimos momentos con sus seres queridos pero no: han elegido tomar al chivo
expiatorio para aplacar su frustración ante el inminente fin del mundo.
Que esté escribiendo estas líneas puede parecer tan
absurdo como la actitud de la multitud enardecida, pero la verdad, no tengo ser
querido alguno a quien abrazar. Soy el
último de mi familia, un linaje de alta alcurnia que —debo reconocer con dolor—
conmigo ha llegado a un triste fin. Lo único que me queda es la nutrida
biblioteca de mi fallecido abuelo, y esta pila de manuscritos que me han
llevado a mí y al resto del mundo a la perdición.
Tal vez se haya cruzado en su camino alguno de mis
relatos, editados en cierta revista de ficciones más bien hipermasculinizadas,
cuyas portadas difícilmente evocan mi prosa o la de mis compañeros y
corresponsales de El Círculo. Las
ilustraciones de esta publicación podrían sugerirle una cruza entre las
aventuras de Julio Verne con La Venus de von Sacher-Masoch.
Sembrada la simiente de las ciencias de civilizaciones
antiguas, su imaginería, su mitología, su cosmovisión en general, desde los
libros empolvados compartidos con mi abuelo y que recibí como herencia; regado con los nuevos conocimientos de este siglo. Es esta iluminación la que
aún deja un atisbo de mi ser en esta era. El resto de mi esencia pertenece al
pasado, a los años que ya no volverán, pero que han hendido a la humanidad con
sus delicados colmillos.
Mis inicios —debo admitir— fueron de una emulación ahora
noto vergonzosa, de mis influencias más patentes. Poe, Dunsay, por supuesto
Blackwood (caballero que dejó este mundo teniendo una gran opinión de mi obra),
marcaban mi estilo, dando espacio a mis prejuicios de hombre de poco mundo con
pretensión de lo contrario.
Fue en mis sueños, que para muchos serían horribles
pesadillas, donde encontré la verdadera sabia de mis cuentos.
Visiones de mundos indescriptibles para el lenguaje humano. Seres —si es
que cabe señalarlos con tal calificación— que desafían las leyes de la física y
la cordura. Si quedase tiempo a la realidad, le invitaría a leer mis
transcripciones de esas imágenes. Mas solo podré entregar este testimonio.
Cuando la divulgación en revistas de género ya no
satisfacía mis pretensiones literarias, decidí una vez más inspirarme en uno de
mis mentores, y publiqué en un periódico de circulación local “La Llamada de
Cthulhu”, tal como hiciera Poe con su “Relato de Arthur Gordon Pym”: una nota
sin más presentación, que daba la idea de no ser un cuento de horror, si no que
una crónica policial.
Luego de la primera entrega, el buzón del periódico se
llenó con cartas de lectores que declaraban tener antecedentes de la secta. Ni
el editor ni este servidor llegamos a tomar en serio estas misivas. Pero
terminado el ciclo de “La Llamada…”, no pudimos ignorar las miles de cartas que
decían haber tenido sueños —tanto dormidos como en vela— donde los cánticos los
perseguían a través de un denso bosque nocturno. Al correr en búsqueda de la
luz que les insinuaba salvación, solo lograban llegar a un claro donde los ritos
descritos en el relato eran escenificados por cientos de personas alrededor de
una inmensa hoguera. En el centro, la estatua de madera de Cthulhu se bañaba
pero no ardía con las flamas.
No pocas de estas cartas aducían haber tenido estas
pesadillas sin haber leído jamás “La Llamada…” hasta después de enterarse por terceras personas de la
similitudes que presentaban.
Publicamos una nota aclaratoria, afirmando que no era más
que un hoax, una obra de ficción que no tenía mayor finalidad que inquietar al
lector con su formato de testimonio.
Lejos de calmar las aguas, esta declaración sembró más
dudas en el público, que comenzó a enviar cartas amenazando con quemar el
edificio si seguíamos con nuestro afán de encubrir la existencia de los
Primigenios.
Pero la bomba estalló realmente cuando apareció el barco.
La tripulación que había logrado sobrevivir al viaje,
estaba sumida en la locura, hablando incoherencias o recitando en dialectos que
ningún lingüista logró asociar a cultura
aborigen alguna. Solo la bitácora dio una idea de lo sucedió en aquel navío
durante su travesía por el pacífico sur. Era una versión acotada del testimonio
del marino Noruego de mi texto.
Desde entonces, me he enterado del resto de los
acontecimientos desde el encierro en mi casa de Arkham. Descubrimientos
arqueológicos tanto en la Antártida como en Australia, Egipto, Chile y México.
Bibliotecas completas que dejarían a la de Alejandría como la pila de revistas
de una sala de espera, todo escrito en un idioma sin precedentes en la
humanidad.
Luego llegaron las apariciones.
Los Dioses fueron avistados en los mares, registrados en
celuloide en los cielos. Fueron fotografiados en las montañas y apareciendo en
grietas creadas por movimientos telúricos. Sus engendros —porque no solo las
ciclópeas deidades hicieron acto de presencia, si no que sus hijos y vasallos—
inundaron las calles atacando, devorando, apareándose con cualquier ser vivo
que tuviese la desgracia de cruzarse en su camino. Los seres de mestizaje
interdimensional eran aun más espeluznantes que sus progenitores invasores.
El quiebre entre ambos mundos generó lo que los
científicos llamaron “El Agujero del Fin de los Tiempos”.
La perturbación espaciotemporal podía ser vista desde
cualquier punto de la tierra. Aquellos que tuvieron el coraje de posar sus ojos
más de un minuto, al volver la mirada a su entorno se encontraban un par de
meses en el futuro, o al menos esa era la explicación que daban a sus
familiares que ya los habían dado por perdidos al reencontrarse.
La ruptura creció en tamaño, podíamos notarlo por el
espacio que no dejaba ver nada y su hambre insaciable era como un trozo de
noche constante en el día. Una mancha oscura sobre el cielo nocturno que ya de
estrellas nunca más supo.
Algunos, incitados por El Círculo, osaron llamarme profeta,
los menos. La mayoría prefirió acusarme bajo el cargo de Conjurador, o incluso
Creador de los Primigenios. Al menos los últimos coincidían con los segundos,
en que debería ser quemado como una bruja.
Miles de personas rodean mi casa, algunas incluso en la
rivera del Miskatonic. Sus antorchas y sus gritos no podrían aterrarme menos.
Es el vacío que se cierne sobre el mundo el que me tiene escribiendo como un
lunático, incapaz de reaccionar de otra forma que no sea garabateando páginas
que jamás serán leídas.
Me asomo a la ventana y la multitud ha retrocedido. Las
llamas comienzan a abrasar la casa. El calor y la luz ya no me preocupan.
Escribo sin mirar el papel, porque el espectáculo de los cielos se ha
transformado en un hipnótico fractal que
extiende sus raíces y ramificaciones, perdiéndose la línea que separaba la
seguridad terrenal, de la demencia inconmensurable. El gentío corre escapando
hacia ninguna parte, se arrancan los ojos, se prenden fuego, tratando de abstraerse
de la visión tras el velo. Sus oídos sangran por la insoportable música de la
flauta. El tiempo se cierra como un puño y se vuelve a expandir como un
mándala. Las piezas del vitral se superponen y lo que creo aún es mi mundo se
escapa como arena entre los dedos, entremezclándose con imágenes incongruentes.
Arkham se recoge sobre sí misma, sus calles se retuercen y reconfiguran, sus
edificios se enroscan ante la intromisión de los monolíticos tentáculos, algas
de un océano en colapso que se derrama derribando los pilares de la percepción.
Arkham, como una farsa, una maqueta mal ensamblada con instrucciones mal
redactadas. No puedo permitirlo, aunque las llamas carcoman las paredes de la
habitación y las ventanas estén explotando, no por las flamas que penetran con
su poder destructivo, si no porque son la última barrera que retiene el trozo
de verdad que habita en mi ser. Lo protegeré aunque el peso de los eones caiga
sobre mi, aunque mi propia existencia sea negada entres los hilos que tejen la
realidad. Arkham como un refugio de las pesadillas que encierran en su anatomía
imposible la cruda levedad del hombre. Arkham, como un emblema, como el eje de
una estructura terrible y tan inmensa que no puede ser descrita con la
jerigonza humana. Arkham, la pieza que completa pero que nunca encajará en el
mapa de la existencia.
Yo soy Arkham.
Me gustó el texto. Algunas imágenes me recordaron un cuento corto en el que aún estoy trabajando, aunque no tiene mucho que ver con el universo Lovecraftiano. Podrían trabajar en una compilación de todos estos tributos, porque se nota que hay buenas plumas entre los colaboradores de la página. Solo una idea ;)
ResponderEliminarSaludos.