Ilustración por Alex Olivares |
Todos en la familia terminamos
odiando al viejo Ordoñez. Cada día lo descuidamos más y más hasta llegar a esto:
el abandono total. De vez en cuando debíamos abrir las puertas y ventanas para ventilar
el lugar. Sacarlo en su silla de ruedas hacia el pasillo del bloque y dejarlo
ahí hasta ya entrada la noche. Su peste nos ponía de mal humor. Las peleas eran
comunes al principio, sobre todo cuando debíamos turnarnos para darle la comida
o asearlo.
Con el tiempo lo fuimos olvidando.
A veces pasaban días y nadie se acordaba de él. Se hizo una rutina dejarle una bandeja
con comida, agua, una bolsa con caramelos y algo de morfina…, y a los días
volvíamos para repetir el proceso. En ocasiones, tan sólo le dejaba la morfina
y una bolsa con sus caramelos favoritos. Entrar a su cubículo me significaba
una tortura. El olor a mierda mezclado con la morfina me ocasionaba terribles
migrañas. Ni siquiera con dejarle la ventana abierta desaparecía la hediondez.
A veces miraba su rostro repleto de surcos y cicatrices… su asquerosa barba repleta
de comida y moscas… y miraba directo a sus ojos nublados y estos estaban llenos
de odio. Sentía que en cualquier momento saltaría desde su silla para
estrangularme…, sé que lo haría, yo en su lugar lo haría.
El viejo Ordoñez luchó en la
Gran Guerra hace 10 años atrás, cuando las naciones del mundo se unieron para
combatir la Nave que llegó del espacio exterior. A Ordoñez lo jubilaron por sus
heridas de guerra. Perdió ambas piernas y su organismo fue comprometido
severamente. La mediocre pensión que recibió no bastó para la refacción de
órganos o para adquirir las prótesis que le devolvieran el caminar. Lo poco y
nada que obtuvo, mi madre lo utilizó para levantar nuestro hogar y pagar las
deudas del hospital y las terapias que no condujeron a nada.
Hace algunos años, en mi etapa
adolecente… Ordoñez me contaba la historia de Zion: el guerrero legendario. Decía
que luchó junto a él, que puso la mano en su hombro y eso lo reconfortó para
continuar en la batalla. Zion se llegó a convertir en una leyenda urbana
contada por los pocos que regresaron de la Gran Guerra. Zion habría logrado
escabullirse en la nave. Fue el único humano en hacerlo… eso dice el mito.
Adentro se puso un exo-traje alienígena. Luchó y se transformó en un héroe.
Combatió por tres días, sin parar… hasta que fue alcanzado por un rayo y su
cuerpo se perdió en el océano pacífico. Yo soñaba ser como Zion. Pero cuando
creces, entiendes que todo fue mentira, un vil engaño del viejo para sólo “caer
bien”. Ahí fue cuando odié a Ordoñez… cuando sentí hacia él un rechazo total.
Hace una semana el viejo
Ordoñez perdió la vida.
Con mi madre y mis hermanos nos
fuimos de la ciudad por unos días, pues hace bastante que no teníamos un tiempo
para nosotros. Yo fui el último que se encargó del viejo. En resumidas cuentas
fue mi culpa. Le dejé la morfina a la mano, botellas con agua y sus caramelos
favoritos, pues al final de sus días era lo único que comía… se llenaba la boca
y la baba dulzona y pastosa le chorreaba por la barba. Se había convertido en
un imán viviente para las moscas y otras sabandijas. El error fue mío, como
bien dije. La ventana la dejé abierta, para mejor… y en el fondo fue lo mejor.
Los insectos salían y entraban por su boca y nariz. Las hormigas se habían
hecho camino por los oídos. Las cucarachas recorrían su rostro y las moscas
sobrevolaban y revestían su cuerpo… pero lo peor fueron las ratas. Al abrir la
puerta del cubículo salieron asustadas por la ventana… salían desde un agujero
hecho en su estómago. Las ratas se llevaban pedazos del viejo Ordoñez en sus
hocicos…, hacia la ciudad, hacia las alcantarillas. Pero la mirada de Ordoñez
se mantuvo intacta… repleta del más puro odio, y sentía, que en cualquier
momento… el viejo saltaría desde su silla para estrangularme….
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