jueves, 17 de enero de 2013

"Los Mitos Negros", por Jano Moore

I. 



Extracto de la Revista de Libros, El Mercurio, octubre de 2009. 



“El arrollador éxito de Vértices, la última novela de Álvaro Navarro, oculta a una serie de escritores menores, una cofradía de dedicados autores, auténticos trabajadores de la letra, gente consagrada al lenguaje, al cultivo de estilos exquisitos, que resultan injustamente suprimidos de las listas de los más vendidos por este muchacho de veintiocho años y pésima prosa, que sólo sabe convocar imágenes morbosas y sanguinolentas, saturadas de monstruos y otras aberraciones. Pero, no obstante, si Navarro tiene alguna cualidad, es precisamente ser capaz de atar esas imágenes a la página en blanco, crear horror e incomodidad en sus lectores y, qué paradoja, conseguir que regresen por más […]” 






Desde luego, y como es de esperar en un escritor de terror, hay un muerto en el clóset de Álvaro Navarro. Y es un muerto particularmente fastidioso, tanto como un chicle pegado en la suela del zapato. Lo comparte con su principal competidor, Juan José Méndez. 

El mismo J.J. Méndez que publicó hace siete años la trilogía de los Monolitos, obra que marcó el comienzo del boom literario fantástico en nuestro país. El hombre que asustó al cura Valente, que ha entrado por la puerta de atrás de la cultura nacional y hoy ya es parte de los planes lectores de colegios en Providencia y Las Condes. 

Méndez, el autor consagrado que tras recomendar encarecidamente los cuentos del primer libro publicado por Navarro optó por recluirse en una casa ubicada, según se especula, en el Litoral Central y sólo ha publicado dos novelas, para rabia del público y placer de la crítica, que las idolatra. Novelas que rivalizan en las listas de ventas con los escritos de Navarro. Novelas ciertamente más imaginativas, plagadas de símbolos febriles y desesperadas. Y cuando las lee, Navarro siente miedo. Muy diferente a la pálida extrañeza que le produce releer su propio trabajo. 






Alguna vez, Navarro y Méndez llegaron a conocerse bien. Fueron grandes amigos que convivían en una villa de clase media en La Florida, como a eso de los doce años, pero ninguno quiere recordar esos días. El tiempo de las bicicletas, las pichangas al atardecer y las guerras con pistolas de agua está lejos, muy lejos. Ha corrido demasiada agua bajo el puente, manchada con la sangre que siempre termina llegando a los ríos. 

Vivían a media cuadra de distancia. Solían encontrarse después de la escuela, aún sin cambiarse el uniforme, para conversar sobre historietas, dibujos animados –Jinete Sable era siempre un favorito, y también Robotech- y, claro, las películas de horror que la mamá de Méndez arrendaba en el video-club: Poltergeist, Child’s Play, Martes 13. 

O se cuentan historias el uno al otro, o se prestan los cuadernos donde garabatean relatos de vampiros, licántropos y asesinos en serie. Buen intento, pero algo falta. Algo hondo. No basta con las buenas intenciones —es dudoso estimar si un escritor de horror tiene realmente buenas intenciones en lo que respecta a su obra— o con tener talento. Algo no ha brotado aún en lo profundo. Algo obsceno. 

jueves, 3 de enero de 2013

"Plan Ciego" por Aldo Astete Cuadra




Estaba sentado en el piso, con la cabeza entre las rodillas y los brazos cruzados sosteniendo la rigidez de las piernas. Cuando levantó la cabeza no logró ver ni oír nada, la oscuridad era total así como su confusión. Le dolía el cuello, tal vez llevaba horas en la misma posición, luego identificó otros dolores en brazos, cabeza, costillas y piernas aunque le costó trabajo decidir qué parte del cuerpo no le dolía. Uno de sus ojos estaba excesivamente hinchado, lo supo al tocarlo. ¿Qué demonios le había sucedido? ¿Dónde estaba? No recordaba.

Intentó ponerse de pie, inclinando su cuerpo hacia un lado y apoyando un brazo en lo que parecía una fría pared y el otro sobre el suelo que, por su tacto, supuso alfombrado. Toda esta maniobra era realizada en la absoluta oscuridad, sus ojos no lograban escudriñar su entorno. Logró situarse de rodillas, sin embargo, debió retornar a su posición anterior, pues todo parecía dar vueltas, la sensación de ebriedad y el hálito alcohólico que por vez primera percibía le convencieron de eso. “Eso debe ser” pensó, “he bebido tanto que perdí la conciencia”, pero perder la memoria era otra cosa, es verdad que en más de alguna ocasión luego de la juerga, al despertar en su cuarto no lograba hilar los acontecimientos anteriores, pero siempre sabía a lo que se debía, recordaba gran parte de los hechos, hasta llegar a un punto ciego, un momento en que se apagaba su consciencia. 

Ahora no recordaba nada, ni lugares, ni personas o situaciones, su mente estaba extraviada. ¿Qué diablos hacía en aquel lugar? Entonces habló, llamaba en la oscuridad a un receptor que pudiera dar respuestas y salidas a su inquietud, tal vez alguien que encendiera alguna luz. Pero no obtuvo respuestas, tampoco intentó continuar llamando, de pronto era mejor mantener la calma y el silencio, al menos hasta que recordara. 

Sentándose con cuidado fue haciendo una revisión de sus recuerdos. Sabía que era viernes o sábado, no… el sábado debía estar en su casa, y esta situación distaba mucho de la tranquilidad de su cuarto. Estuvo en la universidad, fue a la biblioteca, buscó unos libros de G. K. Chesterton y luego… ¿Almorzó? ¿Retornó a la universidad?, no lo tiene claro. Un resoplido emerge por la decepción y el malestar etílico que continúan perdiéndolo.

“¿Dónde estaré metido, cómo llegué hasta aquí?”  Se pregunta, busca en los bolsillos, encuentra el celular y su billetera, “¡no me han robado!”, se tranquilizó un poco. El celular no se iluminaba, intentó encenderlo, pero no surtió efecto. 

“¡Eso es…!” recordó que por la tarde no asistió a clases. Con su amigo mexicano fueron a un encuentro de escritores, pero antes estuvieron en la casa de Martiniano y ahí pidió un cargador que se pudiera homologar con su equipo. Ninguno servía, la carga se agotaba.  Bebieron algunas cervezas y más tarde se fueron a un bus que los llevó a una población, a una sede social. Todo esto lo recordaba con dificultad remendando paso a paso sus percepciones, reconstruyendo algunos diálogos y situaciones. 

Algunas lecturas le habían gustado, otras decepcionado, luego charló con un poeta argentino y una periodista, habló de la luna llena con una poeta colombiana y de cómo esta se bañaba noche a noche en el Calle Calle.