Coleccionas
todo tipo de santos de yeso. Los colocas alrededor de tu cama y los observas
con cristiano fervor, de una manera que cualquiera diría: “éste hombre es un verdadero devoto del Señor”... y eso, se podría
decir que es normal, por lo menos para los que sienten ese gran fervor
religioso. Pero tu fanatismo revela un gran ardor pasional hacia tus queridos
santitos, de eso, no cabe la menor duda. Todos los días, después de misa, y
después de excitarte con las aberraciones que confiesan las viejas cínicas de
la comunidad, acudes veloz hasta tu cuarto para saciar ese malsano vicio: el de
masturbarte frente a la celestial mirada de tus santos de yeso.
El lugar preferido es el taller,
en donde creas e inmortalizas a tus santos de 18 pulgadas. Siempre les explicas
a las virginales y menudas monjitas que lo más importante son los ojos y que
por eso deben ser pintados con gran realismo. Todas te miran con respeto, con
ganas de aprender, pero en tu mente degenerada, creas excitantes imágenes a
costa de ellas… allí posees a todas por igual, ultrajando y sodomizando con un
miembro irreal cada agujero creado sabiamente por el Altísimo. Ya no te
controlas. Te vienen grandes ganas de salir corriendo para masturbarte frente a la estática mirada de tus
santos de yeso. El placer es inimaginable.
Las fantasías sexuales hacia las
dulces monjitas no pasan desapercibidas para la voluptuosa madre superiora.
Ella celebra a modo de lúbrico placer carnal, tus demenciales actos de onanismo
exacerbado, pues ella te descubrió un día que la espiabas por ese agujerito en la pared, cuando recitaba ahogada en grasientos orgasmos un signum crucis in extremo ¿recuerdas?
pero las manchas de las corridas son difíciles de ocultar en la sotana... eso
lo sabes muy bien.
Ella te pidió la confección de
su santo favorito para pagar su silencio.
El pobre San Martín de 18 pulgadas, entraba y salía de aquella enmarañada
ventosa... una y otra vez, una y otra vez…
* * *
Pero todo cambió para peor
cuando quisiste experimentar algo totalmente nuevo.