Desde la colina podemos ver las
pequeñas figuras desplazándose, ataviadas con sus vestimentas de fiesta y sus
lámparas de papel. Niños y sus padres caminan de la mano, riendo. Sus
carcajadas flotan en el aire y se disuelven rebotando entre los árboles. Una
proyección de sus existencias efímeras. El aroma de sus pieles es suave y
salado, como brisa marina, viaja por nuestras fosas nasales para retorcer
nuestras entrañas. Un rugido remese nuestros estómagos jalándolos,
arrastrándonos a la cacería. Nos movemos como una sola entidad, cada miembro de
la manada es tendón, hueso y músculo de una criatura de una sola mente, de un
solo pensamiento: hambre. El palpitar de sus corazones es como la música de una
flauta, que llama y conduce en una coreografía. Nos movemos con el viento,
navegando por sus corrientes, la naturaleza nos ama porque nosotros la amamos
aún más, somos sus hijos predilectos, la esencia misma desperdigada por el
mundo, sosteniendo la belleza críptica entre nuestras garras y fauces. Cuerpos
que el pensamiento vulgar no comprendería porque somos más que carne, más que
hambre. Somos la fuerza de la muerte que se niega a desaparecer ante el
testarudo empuje de la vida. El brazo de la entropía que no entiende los
límites de la materia, solo los contempla con desprecio.
La columna de caminantes se
dispersa. Mientras, al final de la procesión los menos afortunados se distraen,
despreocupados por llegar pronto a sus hogares. Como el viento es nuestro
aliado, desliza un dedo para soplar las velas de sus lámparas, la luz de las estrellas y una
luna menguante apenas los iluminan entre las nubes cargadas. Los tambores en
sus pechos se aceleran y nos incitan. Los vellos de su nuca se erizan y la
electricidad estática es como un farol
que nos guía a su puerto. Ahora somos un torbellino gélido, una tormenta de
uñas y dientes. La noche, hambrienta como sus hijos, devora sus gritos. Tal vez
alguno lo comprenda, que no hubo otro momento en sus existencias en que se
sintieran más vivos como ahora, luchando por aferrarse a la seguridad de la
luz, a la ingenua seguridad de la vida. Pero su esfuerzo es vano. Sumergidos en
la oscuridad plena, sus corazones se desbocan, sus ojos desorbitados y sus
bocas secas se resignan ante el contacto de nuestra mordida. Los tejidos se
desgarran y la sangre brota para deslizarse por nuestras gargantas, su dulce
calor es el néctar de los Dioses. Los latidos, luego de llegar al colapso
descienden drásticamente hasta cesar. La mirada se detiene en un punto más allá
de nuestra incumbencia, más allá de este mundo, un plano nunca exploraremos porque se
nos está prohibido, somos el Caronte que nunca podrá desembarcar.
Los cadáveres
pronto conocerán una parte ínfima de nuestro mundo, al fundirse con la tierra, dejando
el “Yo” para desintegrarse y formar parte del Todo. Un hilo más de la red, una
pieza más del mosaico.
La noche invernal nos depara más presas. Viajamos con el ulular del viento, acechando entre las ramas, agitándolas. Golpeando ventanas y silbado en las rendijas, sacudiendo páginas y causando escalofríos en los espinazos, saboreando, decidiendo cuál será nuestro siguiente alimento.
Ω
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