Ilustración por Alex Olivares
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Primero, me encadenaron a
la tierra.
Ahí me dejaron, anclada
e incapaz de volver a vagar con la libertad de antaño. A ellos y a
su progenie los maldije en todas las lenguas que conocía y esperé
paciente el día de mi venganza, en que me cobraría mi pago con su
sangre... o la de sus descendientes.
No contentos con haberme
hecho prisionera, me vendieron como una esclava. Aunque odié a todos
los que me poseyeron, debo decir que hubo algunos que fueron más
cuidadosos y tuvieron la deferencia de tratarme con algo que
asemejaba el respeto. Fue gracias a esa piedad que pude recuperar la
fortaleza de mis primeros años y tuve algo de paz en mi corazón,
aunque nunca olvidé que seguía estando bajo el yugo infame de mis
opresores.
Y luego… bueno, luego
vinieron los malos tiempos.
Tuve dueños déspotas y
engreídos, que creyeron que podían hacer con mi cuerpo lo que se
les diera la gana. No sin una breve sonrisa, observé cómo fueron
sufriendo los más terribles e inexplicables destinos. Algunos, en
sus estertores agónicos, murieron asegurando que yo había sido la
culpable de su fin pero, por supuesto, nadie daba crédito a esas
palabras. ¿Cómo era posible que yo hubiese sido la culpable? ¿Yo,
la que no se movía para nada?
Otros aseguraban que
criaturas imposibles habitaban en mi interior, monstruosidades
innombrables llenas de odio hacia cualquiera que intentara vivir
conmigo. Incluso hubo un par que trajo «expertos» para que me
examinasen… ¡Y hasta sacerdotes para me bendijeran con sus
balbuceos incoherentes! El resultado en todos los casos fue el mismo:
me apaciguaba por un tiempo —más que nada por precaución— pero
siempre terminaba volviendo a las andanzas. Solía esperar hasta que
mi propietario anterior se cansara de luchar contra mí y me vendiera
a algún iluso que lograra engañar con embustes y maquillaje;
después de todo, el tiempo me había pasado la cuenta y mi juventud
no era sino un lejano recuerdo.
Privada de mi atractivo
anterior fui vendida sin el más mínimo cuidado, yendo a parar a las
manos de hombres cada vez más inescrupulosos y bestiales, los que
con suerte eran capaces de proveerme con los artículos de belleza
necesarios para mantener una fachada de buena salud. Así, me fui
pudriendo por dentro y, mientras peor me trataban, más grande era mi
odio y desprecio hacia cualquiera que se atreviera a tocarme. La edad
puede que se hubiese llevado mi juventud, es cierto, pero me había
recompensado con maneras arteras, indispensables para ir
deshaciéndome de mis compañeros… uno por uno.
Si antes desplegaba
abiertamente mi verdadera naturaleza, ahora me dedicaba a torturarlos
sutilmente. Ya nadie moría en accidentes extraños o por
inexplicables padecimientos, pero el solo hecho de estar junto a mí
era motivo de constantes pesares para cualquiera que osara acercarse.
Nadie podía pasar una noche tranquila conmigo y ningún tipo de
tibieza era capaz de calentar mi interior, perpetuamente gélido. Me
convertí en una fuerza corruptora cada vez mayor, alimentada por los
malos tratos y el desprecio de quienes llegaban a conocerme.
Debo reconocer en este
punto que sí, es cierto que a veces torturé y dañé a inocentes
—especialmente mujeres y niños— pero, ¿qué se suponía que
hiciese? Ellos eran quienes pasaban más tiempo conmigo, mientras que
mis dueños usualmente se marchaban por largas horas. Además,
siempre tuve la cortesía de avisarles con sutiles gestos que no
estaba dispuesta a aceptar más vejaciones. ¿O acaso creían que los
ruidos nocturnos y todas las otras extrañas ocurrencias que se
sucedían a mí alrededor eran mi manera de darles la bienvenida? Si
ellos no quisieron escuchar mis advertencias y dejarme en paz, eso no
fue mi culpa.
Con todo, y aunque sabía
que mi actuar era prácticamente indetectable, la mala fama en torno
mí empezó a esparcirse como una plaga. A veces podía escuchar a
través de la tierra cómo se llenaban la boca hablando de que estaba
«maldita» o que atraía la «mala suerte»… ¡cuando la única
que seguía sufriendo una condena injusta e interminable era yo! Mis
últimos propietarios ni siquiera se atrevían a acercarse, dejando
todos los temas legales a cargo de sus lacayos.
Así fue como me dejaron abandonada.
Así fue como me dejaron abandonada.
Cuando pensaba que las
condiciones de mi existencia no podían empeorar, me dejaron sola.
Sin nadie que pudiera ayudarme o cuidarme, me fui deteriorando
rápidamente: mi cabello creció largo y enmarañado, mi rostro se
llenó de surcos y grietas, y mis puntiagudos dientes se fueron
cayendo por culpa de la enfermedad. Poco a poco hasta los decorados
de mi piel se vieron afectados, esos maravillosos ángeles y santos
esculpidos que me habían acompañado por tanto tiempo. Y ni hablar
de las ventanas de mi alma, las que sufrieron el vandalismo de los
mocosos, quienes me veían ahora como una vieja debilucha a la que
podían agredir impunemente.
Pero no fue sino hasta
que las deformidades atacaron mis extremidades que se decidieron a
acabar conmigo.
Todos estaban algo
compungidos con la noticia (al fin y al cabo, ya era una leyenda
local), pero yo estaba alegre y esperanzada por primera vez desde mi
cautiverio. Fue con esa alegría que soporte las últimas
violaciones, como cuando removieron mis interiores e incluso cuando
cortaron todo mi cabello: sabía que mi muerte estaba cerca, y no
podía dejar que estos inconvenientes arruinaran mi liberación
final.
Porque sí, apenas una de
esas ruidosas máquinas derribó mis muros —y aquella fachada
maltratada en que se había convertido mi rostro— yo fui libre
nuevamente. Libre de las cadenas que me habían atado a esa maldita
estructura, a esa jaula que otros llamaban «casa», y libre al fin
de consumar mi venganza con los herederos de quienes me habían
encadenado en primer lugar. Como dije en un comienzo, mi maldición
se cobraría su precio de sangre con ellos… o con su progenie.
Y ahora que me he
permitido el lujo de dejar este testimonio, es tiempo de consumarla.
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