Ilustración por Ana Oyanadel
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He logrado entrar, es sábado y ayer
pasó de todo, estoy contenta de estar aquí. La música suena fuerte, mis amigas
me hablan, no entiendo nada, el humo de cigarrillo ahoga, me arden los ojos.
Llegamos hasta el borde de la pista,
las luces distorsionan los cuerpos. Un vaso en mi mano, lo bebo al seco, la
garganta se incendia. Cesa la música y se oye la voz del DJ, las personas
corean al unísono “todos alerta, vienen las lanchas”…
Estoy en la pista, bailo sensualmente,
unas manos fuertes me tocan, casi me hacen daño. Las luces y el humo me impiden
ver el rostro, es más, tengo los parpados cerrados, da lo mismo. Siento un
fuerte abrazo que me ahoga, un mordisco sensual al cuello se transforma en
dolor punzante, me hace empujarlo.
Se oyen gritos, ya no hay música,
logro verlo a la cara, está deforme, ríe y de su boca brotan hilos de sangre
que fluyen por su mentón y cuello. Los alaridos son ensordecedores, las
personas corren a mi alrededor tropezando, cayendo, me miran espantados. De
pronto estoy sola en medio de la pista, envuelta en una densa neblina, siento
algo tibio y viscoso salir de mi cuello. Estoy segura que es sangre pero no
puedo ver nada, mi respiración se agiganta, no oigo nada más.
Las tinieblas se disipan, mis manos
están atadas a un madero, estoy crucificada, la sangre fluye rauda por mi
pecho, comienzo a sollozar, a gritar. Algo se quiebra a mi lado, otro sonido de
vidrio roto, levanto la cabeza y son cientos de ojos los que me observan con
odio, con rabia.
—¡Nosotros no
somos los culpables, son ustedes asesinos! —Oigo una voz a mi costado. Es mi agresor que está
en otra cruz, él se voltea y me mira, en realidad mira sobre mí. Vuelvo la
cabeza y en el otro costado se encuentra su amigo con la cabeza gacha, desnudo
y también crucificado.