Ilustración por Alex Olivares
Preludio
Surge
la luna tras una nube negra, iluminando la faz del Boston dormido.
Sus rayos alumbran un momento la oscura fachada de una casa, en el
North End. En la entrada hay de pie una silueta. La luz de la luna
muestra unos ojos rasgados, unas orejas demasiado puntiagudas, los
pelos rojizos de su barba rala. A sus pies yace un maletín del que
sobresalen algunos
lienzos
enrollados
y los
mangos de
unos
pinceles, y del
cuello le
cuelga una cámara fotográfica. El pintor Richard Pickman lanza una
mirada irónica a la calle que baja hacia el mar de Massachussets,
antes de levantar el maletín y ponerse a caminar en dirección a la
Copp´s Hill, pasando por callejas torcidas flanqueadas por casas de
techos puntiagudos y muros vacilantes. Las casas terminan, y Pickman
sube por la ladera hasta la verja del viejo cementerio. La verja está
cerrada con una cadena gruesa y cubierta de orín, pero Pickman la
empuja creando un espacio para deslizar su delgado cuerpo. Como una
sombra creada por los rayos de la luna, Pickman camina entre las
antiguas tumbas. Llega por fin al sector más recóndito y ruinoso
del camposanto. Tres figuras se alzan de una lápida destrozada. Se
los podría tomar por cadáveres escapados de aquellos sepulcros.
Completamente desnudos, fláccidos y esqueléticos, llevan en la piel
el tono ceniciento de los muertos, manchado aquí y allá por parches
de moho y descomposición. Sus manos y pies terminan en uñas
enormes. Sus rostros, una mixtura atroz de cerdo, perro y ser humano
deben ser familiares, sin embargo, a los habitúes del Art Club de
Boston, donde Pickman exhibe sus pinturas. El pintor levanta la
cámara fotográfica y el fogonazo del flash relampaguea entre las
sombras del cementerio. Luego Pickman se abre paso entre el
monstruoso trío.
—Hoy
no me ocuparé mas de ustedes, gusanos de cárcava —les dice con
tono de burla—. He venido a ver a una reina.
Pickman
se aproxima a un mausoleo de factura gótica que por su forma y
dimensiones destaca entre las pobres y derruidas tumbas que lo
rodean. La luz de la luna que pasa permite ver en el sombrío
interior paredes cubiertas de nichos y un túmulo central. Pickman
entra y se acerca, mirando dentro.
En el
interior del túmulo los rayos lunares dejan ver el cuerpo yacente de
una mujer envuelto en tules negros y con las manos cruzadas sobre el
pecho.
—Hora
de despertar, princesa. He venido a hacer tu retrato.
Las manos de
la interpelada son tan pálidas como su rostro, con larguísimas uñas
pintadas de negro. Su faz de bellos rasgos es tersa. Se la diría
viva en la tumba, pero quien sabe que opinión merecería a quien se
la topase en la Beacon Street. Pickman se inclina y con un beso roza
apenas sus labios rojos.
—Aquí
está tu príncipe, Bella Durmiente.
Sus ojos se abren. Son piscinas oscuras de noche casi absoluta, moteadas aquí y allá con fulgores rojizos. Pickman se yergue y retrocede un paso, mientras ella se alza, o mas bien se erecta con un movimiento imposible, sin flectar ninguna parte de su bello cuerpo. Da un paso y sale de la tumba, quedando de pie frente al pintor. Los brillos rojos de sus ojos bailan, mientras su mirada parece detenerse en el cuello de Pickman. Este remarca su media sonrisa.
—No creo
que mi pobre sangre sea de tu apetencia, princesa. Yo estoy aquí
por una razón distinta.
Pickman coge
su maletín del piso del mausoleo. Saca un lienzo y los pinceles, y
del fondo un pomo de pintura.
—Un
bosquejo rápido, princesa. No te quitaré mucho tiempo. Contigo no
me sirve la cámara fotográfica.
Cuando
Pickman abandona el cementerio de la Copp´s Hill llevando en el
maletín el capturado boceto, no se ve a la mujer por parte alguna.
Sólo la silueta negra de un murciélago revolotea un momento entre
su cabeza y la luna. A su espalda, tres seres blancuzcos y deformes
continúan medrando entre los sepulcros.
I
La
exhibición en el Art Club de Boston del retrato titulado Princess
—que se apartaba en algunos aspectos del conjunto de su obra, y del
cual el crítico Algernon Rosworth dijo que se trataba de una
interpretación plástica de la Carmilla
de Le Fanu— fue la última participación de Richard Upton Pickman
en esa institución, el mismo año de su misteriosa desaparición. En
realidad, Pickman se estaba alejando de ella cada vez mas. Había
entrado en una sorda discordia con algunos de los principales
miembros del Club —entre los que se contaba su director, Joe Minot,
además del propio Rosworth—, la cual pareció llegar a su punto más
álgido cuando Minot censuró la exhibición de su célebre (según
algunos tristemente célebre) Ghoul
Feeding.
En esa oportunidad, Minot dijo a quien quisiera escucharlo que tal
monstruosidad ameritaba el envío de Pickman al Danvers Asylum, y
otras lindezas del mismo estilo. El único y decidido defensor que el
pintor tuvo en el Art Club fue Nathaniel Thurber. Éste jamás dudó
de la calidad de su obra, así como tampoco del derecho que asistía
al artista para darla a conocer; sin embargo, después de una visita
que hizo a la casa que Pickman alquilara en el North End bajo el
nombre de Peters, empezó a evitar deliberadamente su compañía.
El
retiro de Pickman de los círculos artísticos e intelectuales de
Boston le envió en otra dirección, tal vez mas de acuerdo con sus
gustos y su carácter, y realizó una serie de viajes que fueron algo
así como el prólogo de su definitiva entrada en el misterio. No
sólo volvió a ser visto en la Salem de sus ancestros, sino que se
dirigió a lugares muy poco frecuentados de New England. Este es un
período de la vida de Pickman del que se sabe muy poco, y no es que
se sepa mucho del resto. Existen pruebas de que fue huésped en la
granja que la familia Whateley tenía en las cercanías de Dunwich, y
hay quien afirma que existe un retrato del joven Wilbur pintado por
él, aunque de ser así nadie sabe donde está ni la fecha de su
realización. Tampoco hay grandes evidencias de la estadía de
Pickman en Innsmouth, aunque parece que alquiló un bote para
dirigirse al llamado Arrecife del Diablo llevando todos sus enseres.
Más documentadas están las visitas que hizo a la ciudad de Arkham,
donde incluso montó una exposición en la Armitage Gallery. Ésta
contó en su inauguración con una lectura que el poeta Justin
Geoffrey hizo de sus propios textos, provocando un revuelo por
partida doble. Luego de la desaparición del pintor, Nathaniel
Thurber rescató la colección de Pickman del Art Club. Asimismo, se
encargó de recuperar una gran cantidad de lienzos, tanto terminados
como inconclusos, que habían quedado abandonados a su suerte en la
vieja casa del North End, aunque se guardó muy bien de no poner un
pie en ella. De no ser por su iniciativa, es muy probable que la
mayor parte de una cuantiosa obra se hubiese perdido cuando aquella
antigua barriada fue lamentablemente demolida. Con todo este
material, Thurber pudo fundar en 1928 el Pickman Museum de Boston,
dedicado integralmente al intrigante y desaparecido artista.
II
Esto
era en líneas generales lo que yo, un profesor de Historia del Arte,
podía saber sobre Richard Upton Pickman por el tiempo en que viajé
hasta Viña del Mar, Chile, invitado por Melisa Ross, dueña y
curadora de la Galería Ross, de esta ciudad, con el objeto de montar
una muestra de arte fantástico que abarcara obras de diferentes
épocas y lugares. En representación de la plástica chilena, Melisa
aportó con obras de autores como Ariadna Prat y Braulio del Gato,
mientras yo conseguía en el extranjero telas de Füssli, Angarola y
Leonora Carrington, y esculturas de Clark Ashton Smith. Pero mi mayor
satisfacción personal fue obtener en préstamo un par de piezas del
Pickman Museum de Boston. La institución estaba a cargo de James
Thurber, hijo de su fundador, Nathaniel, quien respondió amablemente
a mi solicitud, diciéndome que tenía pensado viajar a Sudamérica
por lo que él mismo me traería los cuadros.
Pocos
días después llego el hombre junto con su encomienda. James Thurber
era un tipo alto, rubio, de rostro afeitado y algo infantil. Me
pareció el típico gringo bonachón. Me dijo que tenía algunas
cosas que mostrarme. Salimos de la galería y caminamos por el centro
de la ciudad hasta ubicarnos en las mesas del café del Cine Arte.
Allí Thurber abrió su maletín y extrajo una carpeta con el rótulo
R.U.
Pickman
(1919-1926
). Me la tendió. Se trataba de reproducciones fotográficas de
excelente calidad de toda la obra del desaparecido pintor, incluyendo
aquella que no había sido exhibida jamás. Aunque estábamos en un
lugar concurrido y a plena luz del día no pude evitar estremecerme.
Me pasa siempre. Llevo años contemplando las pinturas de Pickman,
pero creo que jamás lograré mirarlas con ánimo tranquilo.
Pero Thurber
me tenía reservada otra sorpresa. Porque eran dos las fotos, de
formato más pequeño que las reproducciones, que estaban en un sobre
junto con aquellas. Me tendió la primera.
—Esto —me
dijo— es lo que encontró mi padre en la casa que Pickman
arrendaba en el North End de Boston. Esto fue la causa de que dejara
de frecuentarlo.
Me quedé
largo rato con la vista clavada en aquel horror. Había oído hablar
de él, pero eso era algo muy distinto de ver la foto al natural de
esa bestia de pesadilla que sostenía entre sus garras el cuerpo
semidevorado de un ser humano. Cuando aún no me reponía, Thurber me
pasó la segunda fotografía.
Tampoco se
trataba de una pintura. El ser allí fotografiado era un engendro
semihumano semicanino en cuyas bestiales facciones se reflejaba una
expresión de burla que resultaba más atroz que todo lo demás. La
voz de Thurber me arrancó de mi marasmo.
—Esto le
llegó a mi padre por correo ordinario poco después de la
desaparición de Pickman. Creo que fue la causa de que mi padre
abandonara Boston junto con su familia y se dedicara a viajar por el
mundo. De hecho, yo nací en Inglaterra.
Contemplé
de nuevo aquella imagen. Algo había en ella que me resultaba
chocante, más allá de su espantoso motivo. Algo que parecía tener
relación con la incidencia de la luz. Además pude notar que entre
las sarmentosas zarpas de la criatura retratada había un objeto cuya
naturaleza no lograba discernir. Pensé que necesitaría una lupa.
Entonces se me ocurrió. No lejos de donde estábamos, en la calle
Arlegui, tenía un amigo que había montado un estudio de fotografía
convencional y digital. Le comuniqué mi plan a Thurber, quien aceptó
acompañarme. Tuvimos suerte, porque mi amigo se hallaba en su puesto
de trabajo. Le dije que necesitábamos una ampliación. La obtuvimos
a los pocos minutos.
Creo
que Thurber y yo lanzamos al unísono una exclamación de espanto.
Aquella imagen, ampliada en todos sus detalles, se convertía en algo
verdaderamente difícil de soportar. Pero lo que me hizo estremecer
no fueron sino dos detalles adicionales, que en otras circunstancias
hubiesen resultado irrelevantes. En primer lugar, la ampliación
permitía notar que lo captado por el lente no era otra cosa que la
pulida superficie de un espejo. Y en segundo, que lo que el monstruo
sostenía entre las zarpas era, sencillamente, una cámara
fotográfica.
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