viernes, 31 de octubre de 2014

"Noche de paz, noche de muerte" por Fraterno Dracon Saccis













Ilustración por All Gore.








Franco adoraba caminar durante las noches tibias y nubladas, sin la mirada impasible de las estrellas y la luna. 

Especialmente en noches como Halloween, la gente convivía con lo oscuridad, ya sea por el agradable tiempo, ya sea por seguir a la cada vez más numerosa costumbre (sea todo lo importada que se quiera), que hacía de quienes deambulaban con disfraces sombríos o coloridos, partícipes de un ritual aunque deformado, nacido en la era en que más estábamos conectados con la tierra. Un agónico sobreviviente del paganismo.

Aún quedaban familias recorriendo las casas que anunciaban su complicidad, con adornos festivos y macabros. Compartir la abundancia, repartiendo confites hechos en serie, simbolizando los frutos que la diosa nos brinda.

Una ambulancia a toda velocidad dejó flotando sus haz carmesí, sin que su presencia causase el ominoso escalofrío en otra escenario. Rodeados de muerte, una muerte que no esperaba al inicio del túnel, si no que con su guadaña cortaba el trigo para dar paso a nuevas siembras.

Franco se alejó de las casas y atravesó el puente hasta llegar a una de las zonas bohemias del centro, la más rancia y mal oliente, donde nada sabían de calabazas y caramelos. Apenas notaban el día y la noche, encerrados en cantinas de música etílica y aire viciado.

Se quedó parado en un rincón sin más iluminación que la de la brasa de su cigarrillo, acechando.

jueves, 16 de octubre de 2014

"El imbunche de Quicaví" por Aldo Astete Cuadra













Ilustración por Ana Oyanadel.






Extracto del borrador de un guión

Al entrar en la caverna, Benjamín toma un chonchón y lo enciende, le da otro a Sayén, se oye un balido ronco, despacio, como un ronquido o una respiración, es constante. La luminosidad muestra un corredor, caminan por él hasta llegar a un amplio espacio, en el centro de la habitación aparece la imagen del imbunche, un ser de pelaje blanco que aparece semi incorporado en sus dos pies, la otra mano cercana al suelo y una joroba compuesta por su pierna, un pie sobresale por sobre la cabeza. Su cuerpo está cubierto completamente por pelo blanco de chivo, su rostro es el de un ser humano con rasgos de estupidez y ferocidad, al intentar hablar se le nota la ausencia de varios dientes.
Benjamín: Oh juez Imbunche, disculpa nuestra intromisión, hemos venido a traerte comida.
Imbunche: Kiegghhh Koojjjj eooocuejlla a Cueujjjjejjejggne
Benjamín: Esta mujer es Sayén Naín, está preparándose para ser uno de nosotros y es muy buena, ella ha destazado esta carne para ti. (Benjamín se quita un morral y se lo muestra al Imbunche.
Sayén: Mis respetos Imbunche. (Sayén dice esto con sincero ademán)
Benjamín: Debemos presentar ahora nuestra sumisión ante el juez, sígueme, haz lo que yo. (esto se lo dice en voz baja, al oído).
Benjamín camina hasta llegar muy cerca del Imbunche, éste se da media vuelta dejando un trasero pelado, como el de los papiones, y Benjamín se inclina para darle un beso en el ano. (la imagen muestra el ano del imbunche en primer plano con restos de fecas y pelos)
Sayén mira esto horrorizada, asqueada.
Benjamín: Es tu turno Sayén, adelante (la invita a pasar con un ademán)
Sayén da un paso y se detiene, está a punto de vomitar, sin embargo, se rehace, se acerca a unos centímetros y cierra sus ojos (La imagen muestra los labios de Sayén hacer contacto con el ano del imbunche) Se retira asqueada limpiándose la boca con el antebrazo.
Benjamín: ahora daremos alimento al imbunche, ya hemos ganado su confianza (el ser se da media vuelta y engulle lo que le han tirado al suelo, hacen una reverencia y se dirigen hasta una puerta que está al final de la habitación, entran a una sala más pequeña que la anterior, en ella hay un trono que preside una mesa pentagonal con 12 tronos más pequeños, tres en cada lado de la mesa.
Sayén: Por fin en la famosa cueva, en donde se reúne la Mayoría.


martes, 7 de octubre de 2014

"La Muerte de Ligeia" por Daniel H.V.

Ilustración por Daniel H.V.



En honor al Maestro Edgar Allan Poe.





Éramos dos bellos amantes
mas él era un niño de febril imaginación,
en excesos de opio alucinaba
en delirantes trances embebido de alcohol.
A cada instante su pobre corazón de niño
veíase en versos de horror cautivo.

Dedicábamos nuestro tiempo
a lecturas poco frecuentes
intentábamos encontrar
la manera doblegar la muerte
y así poder sobrevolar
el cruel destino inminente.

Aciága fue la noche en que me alcanzó
cobarde la invisible enfermedad.
Fatal y silenciosa
con sus plumas me rodeó.
En un último gemido,
luego de haberle pedido
a mi esposo que leyera por última vez,
aquél poema hermoso
recitando en voz alta, los últimos versos añosos
de Glanvill el viejo filósofo:

“El hombre no se doblega a los ángeles,
ni cede por entero a la muerte,
como no sea por la flaqueza de su débil voluntad”

y aún con los versos frescos en sus labios,
mi alma abandonó su cuerpo
tras esos versos sabios

Mi voluntad no era la muerte,
como en un sueño extraño y rodeada de seres profanos
sacudía mi cuerpo ligero pero encadenado.
Deambulaba entre los visillos de la habitación
tropezaba con los candelabros de oro
intentando andar en esa profunda ensoñación.
Poco recuerdo de aquél momento
mis pies parecían no tocar el suelo
y de mi corazón pendía un fino hilo
que me sostenía en el desasosiego
de aquél extraño limbo.

Llegó una impía mujer a nuestro lecho
Rowena de Tremaine
observaba yo a mi esposo
junto a la mujerzuela, de los cabellos de oro,
de ojos azules, de corazón irrespetuoso.

Tal era mi voluntad de vivir
que palpaba todo cuanto encontraba
para sentirme viva,
para sentir la vida.
La frente de Rowena con mis dedos acaricié
fue mi pálido toque, el que selló su destino
muerte traía en mis manos, muerte entregué
a la joven e irreverente mujerzuela
de ojos azules, de cabellos rubios.

Cayó enferma de fiebre
y el alma de esa mujer de su cuerpo arranqué.

En violentas sacudidas
Las cadenas de la muerte resquebrajé
luego de varios intentos
de aquellos seres escapé
y mi voluntad de vivir jamás abandoné

Sobre el cuerpo de la joven Rowena
mi alma posé,
oscureciose su cabello,
volví de mármol su piel.
Amortajada del lecho de muerte me levanté,
y mi esposo,
mi amado
de bruces cayó a mis pies
enloquecido, sin poderlo creer
gritaba y sollozaba:
“¡Ligeia!, ¡Ligea!, ¿cómo puede esto ser?”
acariciando su cabeza de niño perdido
los viejos versos le susurré:

“El hombre no se doblega a los ángeles,
ni cede por entero a la muerte,
como no sea por la flaqueza de su débil voluntad”.

"Monstruos hechos a mano" por Fraterno Dracon Saccis













Ilustración por All Gore.








Los pies de Lilén sangraban mientras corría tras el caballo.

El jinete miraba sobre su hombro, riendo. Cuando veía que la distancia entre él y la mujer era demasiado amplia, frenaba su caballo para cabalgar en círculos y alzar su botín.
Mientras lo levantaba por el tobillo, el bebé berreaba más alto. Cuando la mujer ya estaba a pasos de alcanzarlos, reanudaba la marcha entre carcajadas.

Así la atrajo hasta el río.

Desmontó y se acercó a la rivera. Lilén gritó al ver que el hombre sostenía a su hijo sobre las aguas y corrió aún más rápido, a pesar del dolor de sus pies lacerados.

El jinete desenvainó su espada corta y le rebanó el cuello al bebé.

La sangre formó un arco cuando arrojó el cuerpo al torrente. Lilén calló de rodillas. El rictus la poseyó por un momento, hasta que reaccionó y se lanzó al rescate de su pequeño. El jinete montó y cabalgó río abajo, sin perderle de vista. La mujer braceó buscando ir más rápido que su bebé. Una piedra del fondo le abrió una herida por toda una pantorrilla, mas solo sintió un frío en el hueso. Sus fuerzas se fueron agotando. Chocó con un tronco que le golpeó el costado, dejándola sin aire. Tragó agua y a duras penas logró salir a flote. Una larga mancha rojiza que atravesaba una zona calmada por un dique natural, le indicó que ya estaba cerca. Al borde de las rocas y ramas que ralentizaban el flujo, el cuerpo de su pequeño estaba atascado. La cabeza se agitaba con la fuerza del torrente, unida al cuerpo apenas por la columna. Sacó sus últimas fuerzas para llegar hasta él desplazándose por las ramas. Al soltar las manos para abrazarlo, la corriente los arrastró a ambos.

***