viernes, 28 de noviembre de 2014

"El mal negocio" por Aldo Astete Cuadra













Ilustración por Visceral.













Aquel día Sergio debía aguardar en Ancud a que lo recogieran en el auto para continuar viaje hasta Valdivia. Estuvo un buen tiempo recorriendo las angostas y monótonas calles hasta que decidió esperar en un café. El tiempo ahí transcurrió igual de lento, pero se entretuvo al menos, con unos libros que habían sobre el mesón y con música que emergía de una radio local.

Aún restaba una hora de espera, cuando las transmisiones se vieron interrumpidas con un informe de último minuto: se había diagnosticado a una serie de personas con un tipo de rabia hasta el momento desconocida, todos en Quellón. La noticia además agregaba que hasta ahora los médicos del hospital quellonino estaban enviando muestras a Santiago para establecer qué clase de infección era y el grado de contagio que esta tendría. Por el momento los pacientes estaban estables y en su mayoría se trataba de adolescentes y jóvenes.

Se preocupó, no sabía nada de su novia y sus amigos, debían llegar en cualquier momento a la Plaza de Armas a recogerlo. Pagó la cuenta y desandó las calles hasta el lugar de encuentro. No debió esperar demasiado. Tras saludar notó un poco tenso el ambiente. De parte de su novia, nada, pero de sus amigos, podría decirse que había un telón invisible entre ellos separándolos, aunque ambos fingieron estar bien y alegrarse al verlo, un gesto de Viviana le fue suficiente para no realizar preguntas. 

Lorenzo arrancó el vehículo y se fue en dirección de la costanera, enfilando hacia el camino que conduce hacia la playa de Lechagua.  

—¿Imagino Sergio, que a ti no te importará que me desvíe unos minutos para hacer un negocio no? —preguntó con tono sarcástico Lorenzo.

—Pues claro que no —respondió Sergio—, minutos más, minutos menos no harán demasiada diferencia, una vez salgamos de la isla y estemos en la autopista, además así aprovechamos de conocer un poco…

—A mí sí me molesta —dijo Franca—, se supone que debemos estar antes de las 8 de la mañana en Chillán y aún queda mucho por conducir, para mí cada minuto cuenta, sobre todo cuando conduce uno de noche…

—Pero mi amor, si no voy a demorar nada, Denis me dio un buen dato, no nos demoraremos nada. Llegamos, compramos y nos vamos enseguida, nadie se bajará a turistear, ¿cierto muchachos?

—Claro que nadie bajará, pero entiendo a Franca, Lorenzo. Ella está nerviosa pues nunca ha manejado distancias tan largas y además de noche… —Dijo Viviana utilizando aquello que llaman empatía femenina.

—Pero si yo manejaré, cuál es el problema…

—El problema es que anoche saliste a beber y no has dormido lo suficiente, te dará sueño y yo tendré que manejar y no conozco bien el camino.

—Despreocúpate mujer… ya verás cómo este negocio me dará energías y sí que me quede dormido te preocupa, pues atravesando el canal manejas tú y yo duermo hasta que nuestros amigos se bajen en Valdivia, y de ahí en adelante sigo descansado y feliz de ir con una durmiente tan bella como tú.

La situación mientras más se discutiera, más compleja se tornaría, él ya lo sabía, conocía perfectamente a Franca y sus exageraciones no siempre justificadas, al menos no para él. Así que decidió desviar el tema.

martes, 25 de noviembre de 2014

"La Española" capítulo II, por Diego Escobedo













Ilustración por Visceral.









Completamente rodeados, con los muertos acercándose a paso lento, los ojos clavados en los intrusos y el monstruo rugiendo furiosamente tras ellos, los españoles se sintieron totalmente acorralados.
La criatura aún exhibía el agujero que atravesaba su pecho, a la altura del corazón. Pegó otro inhumano alarido y los muertos retrocedieron. Un par de ellos ya estaban forcejeando con los dos grumetes en pie, pero estos los soltaron rápidamente ante el bestial alarido. Claramente seguían las órdenes de ese monstruo y éste quería su presa para él sólo.
Se acercó lentamente, riendo y babeando. Los españoles retrocedían, sin poder creer lo que veían. El capitán se percató de que la criatura no sólo jugaba con ellos: si se movía lento era porque aún cojeaba de su pierna izquierda. Los sablazos que le profirió no habían sido en vano.
Observó con cautela a su alrededor. Era un hombre de armas y sabía sacarle provecho estratégico a su entorno, aún en las peores condiciones. Fraguó en su cabeza una posible salida, su única esperanza. “Cuando de la orden, saltarán lejos” le susurró a sus hombres. Siguió retrocediendo con los demás. Los muertos le hacían espacio a la presa del monstruo. Se ubicaron en círculo, en torno a lo que iba a ser un auténtico circo romano. Ya estaban prácticamente al centro del hall, justo lo que necesitaba el capitán, cuando el monstruo pegó un salto de jaguar en dirección a sus víctimas.
    ¡¡Ya!! gritó el capitán.
En un solo movimiento sacó el revólver y disparó a la cadena que sostenía el enorme candelabro en el techo. Saltó a su derecha junto con dos de sus hombres, mientras que el padre saltó a su izquierda. Cuando el monstruo volvió a tocar el piso, una araña de candelabros lo aplastó, levantó todo el polvo de la sala y rompió las tablas del piso a su paso.
A los hombres les tomó unos instantes reorientarse. El polvo demoró en disiparse, pero el monstruo no dejó de emitir alaridos. Cuando recuperaron la visión, lo distinguieron claramente retorciéndose entre los escombros. El capitán se incorporó rápidamente y dio la orden de disparar. Él y los otros dos grumetes dispararon todo su arsenal contra el monstruo apresado hasta agotar sus balas. Cuando Villarroel comprobó que el gatillo ya no disparaba nada, tiro el revólver al piso y desenvainó nuevamente su espada. Se acercó decidido al monstruo. Su rostro estaba aún más deforme por la rabia y las heridas proferidas, y se tensó aún más cuando el Capitán Villarroel le amputó su brazo izquierdo.
Hecho el corte, el monstruo estalló en ira y rompió todos los fierros del candelabro que lo apresaban. Con su brazo bueno golpeó de forma tan poderosa al capitán contra su vientre que lo lanzó varios metros contra la pared izquierda de la sala. Villarroel cayó contra un mueble cubierto por sábanas (ese resultó ser un auténtico mueble). El impacto lo desmoronó, desparramando su contenido: platos rotos, copas, botellas vacías, pequeñas bolsas selladas, biblias y cruces de distintos tamaños.
El monstruo se dirigió tambaleando, pero aún jadeante y furioso, sobre el capitán Villarroel. De su brazo amputado no brotaba sangre, sino que goteaba un líquido verdoso, espeso y de olor inmundo. Con la mano derecha agarró al aturdido capitán por el cuello. Sin ninguna dificultad, lo sostuvo a veinte centímetros del piso. El capitán pataleaba y luchaba por respirar, mientras que el monstruo lo sostenía con su brazo firme y decidido. Lo sopesaba, contemplaba a ese pequeño e indefenso mortal. Despidió una risa maliciosa, y luego abrió sus fauces de par en par, acercando sus colmillos al cuello del capitán.
La bestia se detuvo en seco, repentinamente. Sus ojos oscuros parecía que se habían nublado. Soltó al capitán, quien cayó rendido al piso, recuperando el aire. Miró hacia arriba: el agujero del corazón de la bestia había sido atravesado por una especie de estaca. Se puso de rodillas, y cayó rendido contra el piso.
Villarroel se alejó para que el monstruo no se desplomara sobre él. Entonces pudo ver quién estaba detrás: el padre San Juan. Sobre la espalda de la criatura se erguía, cual bandera, una gruesa cruz cristiana, de medio metro de alto. La estocada que le acertó el religioso resultó ser el golpe de gracia definitivo. Nunca supieron si fue debido al poder de Dios que representaba, o a que el corazón de esas criaturas aún latía como órgano de mortal. Nadie sabía.
    ¿Está bien?- preguntó el padre San Juan al capitán, al tiempo que le ofrecía su mano.
Respondió afirmativamente con la cabeza, y dejó que el padre lo ayudara a levantarse. Los españoles se reagruparon, al mismo tiempo que los muertos vivientes retomaban la iniciativa. Aún con la adrenalina en sus venas, el capitán agarró un fierro del candelabro y no titubeó en comprobar lo fácil que era repeler a los reanimados golpeándolos con un objeto contundente. Cargaron a Núñez (quién habían dejado olvidado en el piso en medio de la confusión, por fortuna los muertos no se le acercaron), rompieron uno de los cristales, y salieron de ese endemoniado edificio.
Trotando suavemente regresaron a la playa. En el camino, Villarroel trató de mantener la calma entre sus hombres, pero fue difícil: los escombros que hace sólo unos minutos estuviesen inertes ahora se movían. De los rincones más inverosímiles brotaban torpemente más cuerpos putrefactos reanimados. Del piso surgían manos amputadas que se agarraban a las piernas de los marineros; incluso vislumbraron un esqueleto sin piernas que reptaba sobre una masa de apéndices e intestinos que brotaba de su tórax, arrastrándose a duras penas con sus huesudos brazos.
Era un ambiente surreal. Equiparable a los peores relatos del infierno que les contaran en la iglesia. Afortunadamente todas esas criaturas eran igual de lentas y desorientadas. De una patada era fácil alejarlas. La clave estaba en no dejarse encerrar por grupos de esas cosas. No obstante, la piel se les volvió a erizar cuando escucharon de una grieta en el suelo el claro alarido bestial del monstruo que mataron en la gobernación. Habían más. Muchos más.
Esperaron a estar en el bote, ya a varios metros de la orilla, para soltar las preguntas.

viernes, 21 de noviembre de 2014

"La Sombra" por Javier Maldonado Quiroga













Ilustración por Visceral.









Cerró los ojos esperando que su silueta se hubiera desvanecido, pero cuando volvió a mirar la sombra seguía ahí, envuelta en tinieblas en un rincón junto a la pared. La noche era oscura e incluso la luna parecía haberse escondido, contagiada de sus temores.

Era idéntica a sí mismo, excepto por sus ojos que eran dos esferas negras como piedras de ónice. Trató de llamar a sus padres, pero con horror se dio cuenta de que no era capaz. El miedo se aferraba a su garganta, desgarrando su voz en un hilo colmado de angustia.

Volvió a cerrar los ojos pero esta vez no los abrió. Se dejó embriagar por aquella falsa oscuridad, pobre remedo de la otra, la real, que se apretujaba a su alrededor como los contornos de cientos de fantasmas, envidiosos de su vitalidad. De su calor.

El sueño llegó bajo la forma de una grotesca pesadilla donde veía aquellos ojos encima de él, observándolo desde los pies de su cama.

Junto a una respiración monótona e incesante.

O quizás solo era el viento.

A la mañana siguiente la sombra seguía ahí. La vio a través del espejo, en el baño, a su espalda. Observándolo, siempre observándolo.

No dijo nada. Quizás se había vuelto loco. Tantas veces había maldecido su suerte y ahora lo abrazaba la locura.

Afuera lloviznaba.

Su padre lo llevó a la escuela. Ninguno dijo nada al otro, como siempre. Ella seguía ahí, en el asiento de atrás. Evitó mirarla.

De haber podido se hubiera bajado del auto y hubiera corrido sin detenerse hasta desaparecer. No huía de aquella sombra de sí mismo, sino de lo demás. De todo lo demás.

Sabía lo que le esperaba una vez llegaran a destino.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

"La Española" Capítulo I, por Diego Escobedo













Ilustración por Visceral.






CAPÍTULO 1

El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”
Juan 6:54

Los suspiros guturales se escuchaban desde el otro extremo del pasillo. El capitán le pisaba los talones al Padre San Juan, a medida que avanzaban temerosos por el estrecho y poco iluminado pasaje. Cada madera que pisaban chirriaba de forma exagerada, pero el ser que los esperaba en la habitación del fondo parecía indiferente a estos ruidos. En realidad era indiferente a las cadenas y a todo su sufrimiento en el mundo terrenal. Su dolor venía de mucho más allá, de las profundidades insondables, de abismos demoníacos. Con sus animalescos aullidos y voz inhumana, los dos hombres de Fe sentían con toda claridad las maldiciones del infierno retumbar en sus cristianos oídos. El padre se persignó dos veces más antes de atravesar el umbral. Retrocedió bruscamente cuando la criatura agitó las cadenas, sacando chirridos de desencaje de las tablas. El capitán lo calmó, echó un vistazo.

—Sigue encadenado. Entremos— susurró.

***

El Capitán Villarroel tenía miedo. No tenía caso negarlo. Tanto como San Juan. Ni éste último tenía muy claro lo que debía hacer. Cómo demonios llegué a esto, cavilaba una y otra vez. En sus veinte años de servicio a la armada imperial, con todos sus gajes y altibajos, no recordaba una situación tan al límite. Y es que a ninguna generación de la escuela naval les enseñaron a lidiar con el infierno mismo.

Ese era precisamente el destino que había apresado al Capitán y sus Hombres: El Infierno, el mismísimo Hades. No había otro nombre para describir a ese lugar, que en los mapas convencionales, esos que aún incluyen dragones, serpientes y demases monstruos marinos en sus cartas de navegación, figura como la isla de La Española. Antigua adquisición colonial que le diera tanta fortuna a la Madre España. Claro que las cosas habían cambiado.

Corrían vientos de cambios en las aguas de Europa y las Américas. Mientras los aliados franceses se guillotinaban entre sí, en el caribe, en Saint-Domingue (porción oriental de La Española, cedida por el imperio a Francia) los esclavos negros aprovechaban la confusión republicana, y esas disparatadas ideas de igualdad y libertad, para rebelarse contra sus amos blancos. Que los superaran en número de diez a uno contribuyó bastante. Ni las tropas del cerdo chaparro de Bonaparte pudieron contenerlos, y los rebeldes terminaron proclamando la “República Negra de Haití”. Un duro golpe para Francia, y para la esclavitud en todo el mundo.

No contentos con eso, los endemoniados negros expandieron su revuelta más allá de las sierras montañosas que los separaban de los dominios hispanos. Lograron conquistar el Santo Domingo Oriental allá por 1822. Habían pasado tres años desde eso, y prácticamente no se sabía más de la isla. Los negros y las grandes potencias se encargaron de cortar toda conexión con el mundo exterior. Sólo se sabía que esos bárbaros ni siquiera habían liberado a los esclavos, como prometían. Si no que se dedicaban a saquear la comida de los dominicanos, a masacrar a los blancos, y obligaban a todos en la isla a hablar su vulgar e inentendible idioma, que poco y nada respetaba del francés tradicional.

Ese era el escenario con que los hombres de bandera cruzada surcaban en el Silvestre Segundo, antiguo y veloz galeón de Villarroel, las aguas centroamericanas. El capitán, un hombre alto, de cabello castaño y complexión fuerte, con su experiencia había creído que sabía a lo que se enfrentaba. Ahora lo dudaba, cada vez más. Su misión no era reconquistar, sino simplemente hacer un reconocimiento del terreno. Claro que el capitán vasco no necesitaba mayores razones para escarmentar él mismo a esos negruscos altaneros.

—Capitán, estamos a menos de una legua de La Española ¿ordeno subir las velas?— le consultó un marino joven, moreno y de acento andaluz. Villarroel oteaba el horizonte desde la proa con una impávida expresión.

—Hágalo, y mande a un grumete con catalejo a acompañar a Sánchez allá arriba. Extrañamente no se ve nada, Carbacho.

—A la orden, mi capitán.

Carbacho era el primer oficial del barco, uno de los más jóvenes de la marina imperial. No tuvo tiempo de comentarle su sorpresa al capitán por lo repentino de la neblina. Algo inusual para esas aguas. En pocos minutos la embarcación se vio abrazada por gruesos borbotones de nubes. Villarroel procuró no darle importancia. La nave hacía muy poco que había surcado las aguas de una isla de nombre “Niebla” donde se daba un fenómeno similar, próxima a una lejana ciudad llamada Valdivia. Claro que el clima era totalmente distinto entre ambas latitudes.

Como fuese, Haití recibió a los marineros envuelta en un halo de nubes y misterio. Un mal presentimiento le erizó la piel a distintos grumetes. Villarroel lo notó en cuanto dos fulanos que trapeaban la cubierta, se paralizaron ante la imagen de la intimidante isla.

—¿Piensan pintar el paisaje o qué? ¡Vuelvan a trabajar, carajo!— les espetó Villarroel sacándolos de su trance.