miércoles, 10 de diciembre de 2014

"La Española" capítulo IV, por Diego Escobedo













Ilustración por Ana Oyanadel.











Las horas fueron sucediéndose lentamente. Era un día despejado, la neblina prácticamente se había disipado. Pero entre los hombres ya corría el rumor de que la isla estaba habitada por criaturas demoniacas. Un temor que podía palparse en el aire. En cada actividad de los grumetes, ya fuera los que limpiaban la cubierta, arreglaban nudos, o pulían los cañones, todos siempre miraban sobre sus hombros. O atentamente a esa isla, de donde podía surgir en cualquier momento una mortal amenaza. Carbacho fue quien dio las órdenes durante el día. Gracias a él, el barco siguió funcionando con relativa normalidad. Mientras, el capitán se había encerrado en su camarote, con su botella de ron, a estudiar sus mapas. Esta vez no del caribe, sino de Sudamérica.

Cuando el sol se ocultaba, el padre San Juan bajó a la habitación que habían destinado a Grenouille. Contaba con un reducido espacio, una litera, un cajón, y una ventanilla desde donde se veía el mar. En posición fetal sobre la cama, mirando a la pared, estaba Grenouille, todavía llorando. Y sobre el velador, todavía estaba la bandeja con comida que le trajeron en la mañana.

Hijo mío, no es probado ni un bocado desde que llegaste aquí— le dijo el padre, en su idioma.
No tengo hambre, padre.

Tampoco haz probado el vino. Escasean los de este año, muy buena cosecha— dijo San Juan, mientras revisaba la botella, y aprovechó de servirse una copa.

No gracias, nunca bebo… vino.

El padre lo acompañó, mientras degustaba, con pausas dignas de catador, cada sorbo de la copa. Una vez que terminó, se le acercó a Grenouille y puso su gruesa mano sobre su hombro.

Jean Pierre, dime ¿qué pasa? ¿Qué es lo que te tiene tan destrozado?

Padre… —Grenouille se limpió la nariz, y se aclaró la garganta. San Juan aprovechó de echar una mirada a su vientre, donde tenía su puño cerrado. Todavía sostenía el crucifijo.

Lo he perdido todo, mi fortuna, mi mujer, mi vida, mi humanidad…

Calma, hijo. No te desesperes.

Más llanto. Lo dejó sollozar un poco más antes de seguir hablándole.

Tranquilo, estás a salvo ahora. Te llevaremos a la civilización…

No, no padre. No hay civilización para mí. No podría, no encajaría…

San Juan lo miró por un instante, con compasión.

Háblame de tu mujer, ¿cómo era ella?

Oh, Zarité… era la mujer más hermosa del mundo. Mestiza, sabe. Tan bella, curvilínea, siembre alegre… yo la amaba tanto. Me enseñó tantas cosas, con ella aprendí tantas formas distintas de amar a una mujer. El problema fue que también me enseñó cosas que ningún cristiano debería saber.

¿A qué te refieres?

—…Esto era suyo, sabe— se refería al crucifijo— ella siempre me dijo que nunca dejara de creer.

¿Y qué pasó, cómo murió?

Grenouille hizo otra pausa. Por un segundo el padre creyó que volvería a llorar, pero pareció arrepentirse a último minuto. Había llorado demasiado, y se le habían secado los lagrimales. Habló con una voz, ya no quebrada, sino que neutra y seca.

¿Alguna vez ha amado de verdad a alguien, padre? ¿No sólo a un crucifijo? Si lo hiciera sabría lo que uno a veces tiene que sacrificar por el otro.

Un mal presentimiento se formó en la consciencia del padre. Intuía hacia donde iba la confesión del agazapado.
Así como en el paraíso, si Adán comió de la manzana, fue porque Eva comió primero de ese fruto prohibido. Sólo siguió a su mujer. Adquirió un conocimiento que le era prohibido, y tuvo terribles, catastróficas consecuencias…

En su voz ya no estaba el tono quebrado que lo caracterizaba, sino una más ágil, de palabras que se chocaban entre sí como cuchillos afilándose. Había adoptado nuevas energías, era como escuchar a un sicópata.

¿Cuánto tiempo estuviste en esa roca?— el padre temía la respuesta.

Veinte años. Veinte años, padre ¿puede creerlo? Es mejor que lo haga, su deber es creer. Claro que después de todo lo que ha visto, eso ya no es difícil.

El barco se meció, y un vaso rodó de la bandeja al piso. El oleaje mecía a una habitación apretada, de atmósfera cada vez más tensa y misteriosa.

Con Zarité estuvimos allí atrapados durante semanas— continuó Grenouille — sin comida, sin agua, no podíamos salir a buscarla. Ni siquiera podíamos volver a la orilla aunque quisiéramos, pues la corriente nos habría matado en los mortales y afilados roqueríos. Tan cerca y tan lejos ¡como para volverse locos! Y así fue, precisamente padre. Sedientos, y muertos de calor, la caverna terminó por volvernos locos…

Su relato había llegado a un punto de no retorno. Una verdad aterradora y terrible brotaba. El padre San Juan se recogió levemente. Ya no estaba ante una pobre víctima. Junto a él yacía algo innombrable. Un demencial y horrendo crimen.

La piel de San Juan terminó de erizarse cuando Grenouille fue aflojando la mano, y de su puño brotaron una, dos, tres pelotas pequeñas de distintos colores, y finalmente un trozo de pluma que colgaba de la madera. 

No era un crucifijo, era un amuleto vudú.

Jean Pierre…

¡Tiene que entenderme, padre! ¡Era ella o yo! ¡O yo sobrevivía, o no se salvaba ninguno! ¡Ella me pidió que lo hiciera para acabar con su dolor!

¡¡Qué hiciste, animal!!

Hice lo que tenía que hacer. Y aún tengo hambre…

No era la voz de un hombre la que pronunció esas últimas palabras. Sino la de una bestia. Grenouille se volteó, revelando unos enormes y penetrantes ojos negros, junto a unos afilados colmillos. Se arrojó contra el español, y éste trató de defenderse. Hombre y bestia tenían más o menos la misma fuerza, de modo que estuvieron forcejeando un largo rato. Terminaron en el piso, ahorcándose entre sí.

¡Cree que no siento culpa! –Bramó la bestia, con una voz profunda e inhumana— estuve veinte años recostado al lado de sus restos. Eterno recordatorio de mi crimen ¡Acaso hay tortura peor que la culpa!

Cuando la falta de oxígeno le empezó a restar fuerzas al Padre San Juan, repentinamente la cabeza de su agresor explotó. Sangre y sesos se desparramaron por el piso y la sotana del padre, el cual hizo a un lado el cuerpo inerte de Grenouille. San Juan no había alcanzado a percibir el sonido de los disparos hechos por el doctor Pérez desde el pasillo.

Nunca confié en ese francés— dijo Pérez, al tiempo que ayudaba al religioso a ponerse de pie.

Dios lo bendiga, doctor. Me salvó la vida.

No me lo agradezca, ¿qué fue lo que pasó aquí?

El pecado, hijo mío— contestó el padre, mientras limpiaba trozos de masa encefálica de sus lentes— . El pecado de la carne. Ahora veo que la Biblia no es metafórica en este punto: quien prueba el pecado de la carne, no lo vuelve a dejar. La carne humana parece tener propiedades indescriptibles en el organismo humano. Este hombre se dejó seducir por confesiones profanas y demoníacas, y he ahí el resultado… y usted ¿por qué andaba con pistola?

Hay problemas allá arriba.

El tono serio en que le contestó le adelantó buena parte de la agitada barahúnda que los esperaba en la cubierta.

Marineros corrían de un lado para otro, la mayoría concentrándose en las orillas de la cubierta. La noche había mandado a la embarcación unos botes salvavidas de mala muerte. Habían llegado cargando consigo unos esqueléticos y oscuros esperpentos, casi totalmente camuflables con la oscuridad del mar. No emitían más ruido que un jadeo lento y enfermizo, y trepaban como podían por el casco del Silvestre Segundo. La embarcación, rodeada de esos féretros flotantes, era defendida con todo el vigor que su tripulación podía imprimir, con cada uno de sus hombres ahuyentando a los zombies con sus espadas desde la cubierta.

Pérez y San Juan ahuyentaron a los muertos vivientes desde el castillo de la popa con un rifle cada uno. El padre, haciendo a un lado su principio de nunca portar un arma, peleó con la convicción de que peleaba una guerra santa. Carbacho se movía a lo largo del caos de la cubierta, organizando a los grumetes, gritándoles que no tuvieran miedo, que estos seres no eran invencibles, que pelearan como hombres, carajo. En eso estaba cuando llegó hasta la cubierta, donde encontró al Capitán Villarroel, espada en mano, y con la guerrera abierta, peleando contra un Petit Noir. La criatura había llegado trepando por la cadena del ancla, portaba una espada consigo, y tras él venían más zombies trepando por la cadena.

Éste tenía más destreza que los otros muertos vivientes. Peleó hábilmente contra el capitán, pero Villarroel, en un rápido movimiento, logró cortarle el brazo de una tajada. La criatura retrocedió unos pasos, y el capitán lo tumbó de una patada, marcando la forma de su bota en su pútrido tórax, y empujándolo por la borda, donde se confundió con la negrura de las olas. Le cortó la cabeza al zombie que asomaba por la cadena, y acto seguido fue a la polea del ancla, la aflojó y consiguió arrojarla, junto a seis criaturas más al mar.

Recién entonces Villarroel le dirigió una mirada a Carbacho. Tenía la barba crecida, pero la guerra le había devuelto algo de lucidez a su expresión.

Rompieron las escotillas allá abajo. Ya han entrado varios, baje con más hombres y encárguese, Carbacho.

¡A la orden, capitán!

Recién pasadas las tres de la mañana la tripulación pudo contener a la horda de seres reanimados. Dentro de la embarcación, habían conseguido averiar a varios cañones, pero Carbacho le dio caza a cada uno de ellos. Algunos incluso se habían escondido como alimañas entre los recovecos y cachivaches del interior del barco. En la cubierta, aún se retorcían miembros humanos, como insectos agonizantes. Los hombres, con todo el repudio que suscitaba tan grotesco espectáculo, arrojaron a punta de patadas brazos y piernas al mar. Aún más duro fue ejecutar a cinco marineros, que habían sido mordidos, por orden del capitán. En el mismo acto debieron ser desmembrados, y arrojados por la borda.

Los zombies restantes fueron apilados de rodillas y esposados en la proa. Recién allí los hombres del Silvestre Segundo le tomaron el peso a su hazaña: pudieron contemplar a los monstruos, huesudos, pero fuertes. La mayoría totalmente desnudos, muy pocos con taparrabos, y con sus miembros y órganos colgantes. La batalla no había dejado a ninguno con todos sus homúnculos en su lugar. A la luz de las antorchas se podía apreciar costillas al aire, rostros desfigurados, y en general con expresiones perversas y demoniacas, o simplemente vacías, como las de un hombre sonámbulo.

Villarroel ordenó no arrojarlos al mar sin antes haberlos desmembrado miembro por miembro, pues de lo contrario nada les impedía volver a trepar. Mientras los más valientes apuntaban con rifles a los engendros, el capitán pudo contar a dieciocho criaturas. En eso estaba cuando llegó Carbacho con tres más. Venían encadenados, y amenazados por las espadas de tres grumetes. El capitán los hizo arrodillarse junto al resto del grupo.

¿Son todos los que quedan?

Los demás los amarramos a los botes, y los volamos a cañonazos, capitán. Estos se habían escondido en el calabozo.

Muy bien hecho, Carbacho. Ahora veamos, qué tenemos por acá…

El capitán ya había pasado revisión a los prisioneros. Pero uno de los tres que se habían sumado tenía una peculiaridad, era mucho más bajo y gordo que los demás. Villarroel se le acercó lento, pero soberbio, sin soltar la espada de su funda. Su pelo era largo y oscuro, y le cubría la mayor parte de la cara. Venía vestido con una especie de vestido indoamericano. Ya teniéndolo frente a frente, el capitán no tuvo dudas de que se trataba de una mujer.

¿Qué demonios tenemos aquí?

Quién demonios, querrá decir.

Su voz era la de una anciana. Susurrante y escalofriante. Casi totalmente desdentada y de cabello enrizado y enmarañado como la jungla. Insectos y raíces brotaban de él. San Juan, que conocía bastante de la religión de los negros, supo de inmediato que esa anciana, negra como la noche, y de olor a hierbas quemadas, era una Mambo, una hechicera vudú.

¿Usted no está muerta, verdad?

La vida y la muerte son sólo ilusiones. Inventos de los blancos y de su Dios. Todos estamos muertos, incluso usted, Alfonso Villarroel Subiabre.

— … ¿Quién le dijo mi nombre?

Yo sé muchas cosas, cosas que usted, ni en sus más tormentosas pesadillas sospecharía.

Qué va a saber usted, vieja loca. Mátenla— dada la orden, el capitán le dio la espalda.

Un marinero ya había desenvainado su espada, pero la anciana, manteniendo la tranquilidad, siguió hablando:

Matándome no recuperará a Graciela.

El capitán se detuvo en seco, como si algún superior le hubiese gritado “Firme”. Titubeó unos instantes antes de voltear a la anciana.

¿Y usted cómo sabe…?

Te he escuchado por las noches. Escucho tus pensamientos. Tus sueños son mis sueños, y tus pesadillas, mis pesadillas. Pobre hombre, sólo quieres recuperar algo que te quitaron. Pero yo puedo acabar con tu tormento.

Con la misma expresión anonadada con que le habló al zombie de Núñez la noche anterior, el capitán puso una rodilla en el piso, se acercó al arrugado rostro de la Mambo y le consultó:

¿Puede devolverle la vida?

Le he devuelto la vida a miles de mis hermanos y hermanas. Hasta en una calavera puedo insuflar el aliento de la vida.

Capitán, no escuche a esta mujer… — interrumpió Carbacho.

¡Silencio! Y tu negra, explícame— dijo, zamarreando a su prisionera con ambas manos, quien seguía calmada— ¿cómo se hace? ¿Cómo se puede…?

¡Capitán, un barco a los doce en punto!— gritó el vigía desde el mástil.

Dicho esto, la atención se desvió hacia la orilla norte del barco. Carbacho sacó su catalejo y se asomó a la orilla. Oteando en la noche caribeña, una fantasmagórica imagen brotaba de lo más negro de las tinieblas. Ante ellos se cernía la silueta de un antiguo barco francés, con evidentes signos de haber sido hundido. Flotaba casi sin tocar el agua. De su tripulación, sólo se distinguían alimañas escurridizas, que serpenteaban de un lado a otro por la cubierta y los mástiles.

¿Pero qué es esto?... –dijo abrumado Pérez.

Primera regla de la guerra, doctor— le respondió Carbacho, mientras cerraba su Catalejo—: primero mande a la infantería, después a la carga pesada ¡Todo el mundo a sus puestos!

Al grito del primer oficial, los marinos corrieron a tomar posiciones y preparar a la embarcación para otra batalla. Todos menos Villarroel, quien seguía acuclillado, casi como hipnotizado por la mirada penetrante de la bruja, quien le susurraba algo que nadie más que el capitán alcanzó a comprender.

¡Capitán, levántese! ¡Tenemos que matar a los prisioneros!

No mataremos a esta mujer, Carbacho— dijo Villarroel, con un tono de voz apagado.

Carbacho lo interrogó con la mirada, sin comprender, por un largo instante, hasta que el capitán se levantó.

Esta mujer controla a esas cosas. Le hacen caso en todo lo que diga. Con ella tenemos algo con qué negociar.

La explicación no le bastó a Carbacho. Todos sabían que era otro el interés que tenía el capitán en la anciana. Ignorando sus verdaderas intenciones, procedió a decapitar, junto a Villarroel, a los zombies prisioneros.

CONTINUARÁ... 

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