jueves, 25 de diciembre de 2014

"No Navidad" por Aldo Astete Cuadra













Ilustración por Visceral.








Al principio, no sabía qué creer, sin embargo, sí entendía que las muertes de niños se sucedían cada año en navidad. Como si de un sacrificio tácito entre la comunidad y Santa Claus se tratara. En este pueblo la navidad era cosa de cuidado, no se dejaba de celebrar (una celebración como esta es capaz de sobrevivir a cualquier dificultad), simplemente se tomaban los resguardos, nadie hacía alarde de su celebración, era a puertas cerradas, ningún niño salía de casa en víspera o el día de navidad, nadie hacía ostentación de sus regalos, si es que los había. Quienes no cumplieran con aquel resguardo debían asumir las consecuencias.
No se trataba de una dulce navidad, ya me lo habían hecho saber a medida que conocía personas y la fecha se acercaba, también me sugirieron tener encendida la estufa en víspera, independiente del calor que en diciembre se instala en estos parajes. «Con fuego evitas que uno de los accesos, tal vez el principal, esté libre, tampoco abras las ventanas, menos la puerta si es que alguien golpea. No salgas de tu casa bajo ninguna circunstancia. Y sobre todo cuida de tus hijos, ellos son las principales víctimas, las que sucumben ante la navidad, y en este caso, ante el Viejo Pascuero, y esto último es literal»
Lo primero que oí sobre Santa en el pueblo es que en él le habían dado muerte, que ese hecho aconteció hacía ya 30 años, pero que desde que la animita que recordaba el lugar en que dejaron el cuerpo apuñalado y golpeado del Viejo Pascuero fue destruida y lanzada en pedazos al zanjón unos meses después de su muerte, nunca más la navidad fue una fecha para celebrar abiertamente. La Misa del Gallo se realizaba sólo con ancianos que ya no temían morir, pues la muerte les rondaba. Se pedía porque el flagelo de Santa Claus terminara, pedían perdón por haber profanado su sagrado espacio de recuerdo. Ahora, en ese mismo lugar una decena de animitas conmemoran el hecho original, algunas tienen devotos seguidores foráneos al pueblo que afirman haber obtenido milagros de Santa, milagros que se producen en navidad, en una «No Navidad» para nuestros vecinos..
Mi hija venía insistiendo en celebrar la navidad, en tener árbol y regalos, antes de mudarnos habíamos quedado en que esta sería una con más regalos que la anterior, si es que se portaba bien, ella creía en Papá Noel como le dicen en los dibujos animados, nosotros no hacíamos nada por desalentarla o incentivarla, creíamos junto a mi esposa, que debía seguir su propio proceso, así como con otras creencias.
En víspera estuvimos algo aislados por culpa de la varicela que atacó a mis dos hijos, así que las bajadas al pueblo eran netamente prácticas, nada de vida social o esparcimiento, en el campo lo teníamos todo. Estábamos pasando por un dulce momento familiar, pese a la enfermedad, pues al cuidarnos mutuamente nos habíamos unido como nunca antes. Por lo que olvidé por completo lo de la maldición navideña en que el pueblo se sumía, nunca tomé en serio lo que decían.


El día 24 hizo un calor de los mil demonios, 32° para Demaihue era todo un record. No salimos de casa, pues intuíamos que el sol, el aire libre para la enfermedad de los niños sería perjudicial, las puertas y ventanas, eso sí, estaban abiertas al máximo. Había bajado las gruesas cortinas que daban hacia el oeste impidiendo que el sol ingresara a la casa.
Avanzando la tarde, cuando el calor dejó de ser un enemigo, preparamos el ambiente para la cena navideña, sería la primera de Maite, sentada a la mesa junto a nosotros. A sus cuatro años ya podía comer de manera independiente y hasta participar de las conversaciones. A mi hijo, de cuatro meses, lo dejamos en su habitación, durmiendo según su rutina.
El sol comenzaba a descender en el horizonte, la mesa estaba servida y comíamos frugalmente, en armonía hasta que uno de los adornos del árbol, un Santa Claus, cayó estrepitosamente, nuestro perro ladró con estridencia desconocida.
Inmediatamente se me vino a la memoria la maldición navideña del pueblo. Con un gesto y diciendo de manera enérgica «Ve a ver a Franco» terminó la cena, inmediatamente, antes de que ella pudiera ponerse de pie, mi hijo gritó y rompió en llanto. Le pedí a Maite que se sentara en medio de la sala, una vez Ingrid atravesó la puerta del pasillo le pedí lo mismo, cerré lo más rápido que pude puertas y ventanas, bajé todas las cortinas y comencé a encender fuego.
Rápidamente los leños resecos encendieron una lumbre hermosamente sofocante, me senté junto a mi familia que poco entendía mi comportamiento, pero que guardaban silencio, asustados, imagino que debió ser mi rostro, mi tono de voz, lo que los atemorizó, imagino que un pálpito también tenían, el ambiente parecía enrarecido y no sólo por el calor.
Una vez Franco se calmó y volvió al sueño le pregunté a Ingrid que qué ocurría, por qué miraba en todas direcciones, perseguida por algo. Ella sin pensar en las consecuencias, prorrumpió en que «algo» se había movido en el exterior de la habitación, una especie de abrigo rojo sucio, sólo había visto parte de un hombro y el brazo. «Es Santa exclamó Maite con entusiasmo». Es el Viejo Pascuero pensé yo, y todo ese peso escéptico cayó sobre mis hombros y un terror enorme me invadió, ganas de huir, salir corriendo, pero sabía que hoy más que nunca, debía estar junto a mi familia, protegerlos. El fuego bramaba en la combustión, Maite continuaba pidiendo que llegara pronto Santa Claus y además reclamaba por el calor. Mi mujer también me preguntó por el fuego y debí decirle que lo había hecho debido a lo mismo que ella había visto, para evitar que entrara, Esto lo hice siendo indirecto, para que nuestra hija no entendiera, o si lo hacía, fuera lo menos posible.
Maite insistió en que debíamos abrir alguna ventana para que el Viejo Pascuero ingresara a dejar los regalos y nos increpaba por no haber dejado las calcetas para regalos cerca de la combustión, y que con aquel fuego, él no se presentaría jamás.
No soporté, estaba bajo demasiada presión, oía voces en mi cabeza, todas me hablaban a la vez, todas me decían qué debía hacer y cómo era posible que no hubiera tomado en cuenta las advertencias, finalmente le grité a Maite. «Santa Claus no existe, compréndelo, es una invención para que nosotros te compremos los regalos, para que todo el mundo se regale objetos innecesarios». Sin embargo, a ella no podía convencerla sólo con argumentos, debía proceder con pruebas tangibles, así es que le pedí que me acompañara a la trampa que da acceso al entretecho, tiré de la cuerda y se desplegó la escalera; subimos a ver los regalos que teníamos guardados desde hacía tiempo.
Sobre la techumbre se oían sus pasos, esto estaba volviéndome loco, pues no había resultado el que mi hija viera los regalos, la presencia de Santa era demasiado evidente, las razones por las que no queríamos que él entrara en nuestra casa no estaban claras para Maite que continuaba deseando que eso que nos merodeaba entrara.
Le pedí que se sentara, que le explicaría algo, que prestara atención. Estaba buscando las palabras adecuadas, sin embargo, un olor a quemado me llegó antes de ver cómo con una combustión casi instantánea surgía el fuego desde un extremo, inmediatamente el grito de Ingrid y el llanto de Franco me sacaron de una especie de parálisis, tomé a Maite de un brazo y bajamos, en torno a la combustión el fuego se había propagado, la puerta de la cocina estaba abierta, en el interior ni rastros de Ingrid, inmediatamente sus gritos desgarrados me llegaron, ya se había oscurecido. Tomé a Maite en brazos y salimos de la casa. Afuera nos reunimos los cuatro, mirábamos atónitos cómo las llamas consumían nuestra vivienda. De pronto, un JoJoJo nos sacó del ensimismamiento, sobre el techo se encontraba un Santa con su traje en harapos sucios, su rostro reflejaba la satisfacción y también hambre. Corrimos hasta el automóvil, subimos en él, retrocedí a toda velocidad y me encaminé hacia la salida del campo, nuestro perro nos seguía, poco a poco se fue perdiendo su figura en la distancia y la oscuridad. Todos llorábamos, yo lo hacía por miedo.
La imagen de su rostro con un hambre maldita se me aparecía en los espejos del automóvil, a toda velocidad bajamos en el sinuoso camino que tanto adoraba. Todas las casas estaban a oscuras, nadie nos prestaría auxilio. Llegamos hasta «el puente de fierro» y pensé en detenerme, frente a nosotros se veían quilómetros de solitario camino hasta llegar al pueblo, seguí manejando hasta que estuvimos tan lejos que sentí algo de seguridad, sin embargo, pese a la distancia, nuestra casa podía verse siendo consumida por las llamas y en ellas me parecía ver un signo de maldición inamovible para el pueblo. Nunca jamás regresamos.




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