Sabía
que lo que hice no era bueno, había degollado a la abuela y a su
nieta por unos cuantos billetes. Entré con temor al parque Stix,
huyendo. Aminoré el paso al creer que había oído algo. Pensé en
otro asaltante, o en varios, en lo que sería una cuchilla clavada en
mi vientre y el frío de la muerte acariciándome, o tal vez, un
disparo en la cabeza, un golpe fuerte en la nuca que haría que poco
a poco dejara de percibir todo alrededor hasta caer inconsciente en
los brazos de la oscuridad. Apuré el paso, tanto que en un momento
me di cuenta que corría. Paré, respiré hondo, y cuando me disponía
a seguir mi camino fue cuando sentí una presencia detrás mío.
Me
volteé rápido y lo vi. Vi lo que creí era sólo posible en las
pesadillas, tanto que no pude moverme y el miedo fue tan inmenso que
doblegó mi mente en décimas de segundo dajándome en una especie de
hipnósis.
Él
tocó mi rostro con una suavidad repugnante, con algo similar a una
mano y me observó con su único e inmenso ojo, embutido en aquella
cabeza sin boca que irradiaba un ardor imposible y un grito
convertido en un susurro preso de la carne y los huesos. Jaló de mí
con descomunal fuerza y apoyó su húmedo cráneo sobre mi cabeza. En
ese momento conocí la verdad.