Esperó
a que el cura convocase a sus fieles a comulgar para pararse sobre
una banca y gritarle,
—¡HIPÓCRITA!
Un anciano sentado
junto a él comenzó a jalar de la manga de su camisa, intentando
hacerlo bajar. Si quiso además insultarlo o hacer un ruego en el
nombre de Dios, nadie se enteró ya que cayó al piso de un puñetazo.
La placa saltó de su boca dibujando una estela de sangre y saliva.
Como una colonia de
hormigas atacando el cadáver de un ave, docenas de feligreses se
abalanzaron sobre él y así como se aglutinaron, el hormiguero se
dispersó como si estuviese siendo inundado, cuando sacó un arma del
bolsillo.
Para evitar la
fuga, apuntó y disparó al primero que iba llegando a la salida. Los
sesos salpicaron las altas puertas de madera. El eco del estruendo
ahogó los gritos de consternación y pánico.
—¡El
próximo que intente salir ayudará a seguir decorando las puertas de
la catedral! ¡Ahora regresen a sus lugares!
La multitud
obedeció entre sollozos. Aunque algunos lo hicieron mirándolo
desafiantes, la mayoría prefería mirar el piso y avanzar sin llamar
la atención. Una vez que todos estaban ubicados, saltó de su lugar
en las alturas y se dirigió al altar, donde el sacerdote permanecía
firme con el cáliz en una mano y una hostia en la otra.
—¿Crees
que podrás quebrantar nuestra fe...?
Lo acalló
golpeándolo con el dorso de la mano. Aunque el cura no soltó los
elementos del sacramento, en su rostro se pudo ver que algo se
desvaneció, alguna convicción, la valentía que el escudo de su
condición clerical le ayudaba a mantener. Pero aún así no se movió de su lugar.
No
era lo que esperaba,
pensó. A estas
alturas debería estar rezando, o mejor aún, llorando por su propia
vida. Pero esto no cambia en nada mis planes.