Ilustración por Ana Oyanadel.
Esperó
a que el cura convocase a sus fieles a comulgar para pararse sobre
una banca y gritarle,
—¡HIPÓCRITA!
Un anciano sentado
junto a él comenzó a jalar de la manga de su camisa, intentando
hacerlo bajar. Si quiso además insultarlo o hacer un ruego en el
nombre de Dios, nadie se enteró ya que cayó al piso de un puñetazo.
La placa saltó de su boca dibujando una estela de sangre y saliva.
Como una colonia de
hormigas atacando el cadáver de un ave, docenas de feligreses se
abalanzaron sobre él y así como se aglutinaron, el hormiguero se
dispersó como si estuviese siendo inundado, cuando sacó un arma del
bolsillo.
Para evitar la
fuga, apuntó y disparó al primero que iba llegando a la salida. Los
sesos salpicaron las altas puertas de madera. El eco del estruendo
ahogó los gritos de consternación y pánico.
—¡El
próximo que intente salir ayudará a seguir decorando las puertas de
la catedral! ¡Ahora regresen a sus lugares!
La multitud
obedeció entre sollozos. Aunque algunos lo hicieron mirándolo
desafiantes, la mayoría prefería mirar el piso y avanzar sin llamar
la atención. Una vez que todos estaban ubicados, saltó de su lugar
en las alturas y se dirigió al altar, donde el sacerdote permanecía
firme con el cáliz en una mano y una hostia en la otra.
—¿Crees
que podrás quebrantar nuestra fe...?
Lo acalló
golpeándolo con el dorso de la mano. Aunque el cura no soltó los
elementos del sacramento, en su rostro se pudo ver que algo se
desvaneció, alguna convicción, la valentía que el escudo de su
condición clerical le ayudaba a mantener. Pero aún así no se movió de su lugar.
No
era lo que esperaba,
pensó. A estas
alturas debería estar rezando, o mejor aún, llorando por su propia
vida. Pero esto no cambia en nada mis planes.
—Esta eucaristía en la que estaban a punto de participar —dijo dirigiéndose al aterrado grupo—, no es más que una de tantas mentiras que esta iglesia ha fabricado durante siglos. Ha robado y deformado tradiciones, dioses, símbolos, para luego sofocar hasta la muerte a las religiones que las poseían. Es como aquel delincuente que los asalta, los apuñala y les quita el fruto de su esfuerzo, para fumárselo, para inyectárselo. Las Vírgenes y Santos a los que ruegan por favores y sobre todo el Cristo al que adoran, son un panteón usurpado y su Biblia, un libro confeccionado letra por letra para jalar del cuello con una cuerda a todo el rebaño.
Esperó
a que sus palabras se disolvieran rebotando en las paredes. Por
supuesto que sabía que no significaban nada para los siervos del
dogma. Tal vez alguno las recordaría y reproduciría. Tal vez,
acompañarían las crónicas de sus actos. Contempló a su público y
creyó
comprender la sensación magnánima que debía apoderarse del
sacerdote al vomitar sus sermones. El silencio respetuoso con que era
escuchado, tenía que ser similar al que reinaba actualmente en la
catedral.
—Como
deberían saber, cuenta esa historia que les han metido en la cabeza
a martillazos, la eucaristía trae a su presencia al Cristo, que a su
vez, en la crucifixión, realizó una ofrenda a su Padre para el
perdón de todos los pecados de la humanidad, para su salvación.
Ofició de sacerdote y sacrificio, todo a la vez.
Al cura, a quién
le arrebató el cáliz de las manos y dejó sobre el altar, lo forzó
a ponerse de rodillas.
—Reza
si quieres, predicador. ¡Recen si quieren, corderos! ¡Que sus
palabras se perderán en la inmensidad del firmamento! —se paró
tras el sacerdote y tomó su cabeza entre las manos—. Si es este
sacrificio tan poderoso ¿Podrá entonces, hijos de Dios, la
inmolación de uno de sus siervos salvar a este puñado de fervientes
seguidores?
Sin
dejar de apuntar con el arma, sacó de entre sus ropas un cuchillo
cazador, que presionó contra la garganta del cura. La consternación
de los fieles se hizo oír. Era momento de tranquilizarlos, por unos
segundos.
—No
se preocupen, no le haré ningún daño a su cura. Él mismo se lo
hará —giró en el aire el cuchillo tomándolo de la hoja para
ofrecerle el mango al sacerdote—. ¿No te sacrificarás por tus
fieles? —mantuvo la mirada fija en el cura mientras levantó el
arma y apuntó a los feligreses—. ¿No? Muy bien, tal vez necesitas
una prueba de fe más contundente.
Jaló
el gatillo sin saber el objetivo, pendiente de la reacción del cura.
La gente estalló
en gritos, el llanto de una mujer sobresalía por sobre todos. El
sacerdote hizo el amago de levantarse, pero ante la advertencia de
que otro más recibiría un tiro si no accedía al sacrificio,
regresó a su posición de rodillas.
El cura recibió el
cuchillo.
Las manos
temblorosas lo sostuvieron como si fuera una ofrenda. Lo empuñó
mientras los demás se dividían entre quienes suplicaban porque no
lo hiciera y quienes lloraban, como pudo ver ahora, por la niña que
yacía con una herida en la cabeza, agonizando en espasmos cada vez
más débiles. De entre los primeros se adelantó un hombre alto,
fornido y de corte militar. Cuando vio que la boca del cañón le
miraba, detuvo su avance y gritó con con demasiada fuerza para aquel
lugar de tan mala acústica, como si respondiera a un llamado de su
superior.
—¡Yo
seré quien se sacrifique!
Comprendió de
inmediato las intenciones del voluntario. Apenas tuviese el cuchillo
utilizaría el entrenamiento que estaba seguro que tenía, para
destriparlo de un solo tajo. Aunque el ofrecimiento hubiese venido de
una anciana, el ritual perdería su sentido si no era realizado por
el cura.
—Vuelve
a tu asiento, o luego de dispararte a ti, no me detendré hasta que
tenga que cambiar el cargador.
El valiente soldado
parece que sopesó las opciones, pensando en que al momento de
recargar tendría su oportunidad de actuar. Luego debió recordar que
tendría una bala entre ceja y ceja en ese instante, porque regresó
obediente a su lugar. Pronto lo necesitaría.
—Y bien, pastor
¿Salvarás a tu rebaño?
Los hombros del
sacerdote cayeron derrotados, dejando escapar el aire que parecía
llevarse consigo los últimos fragmentos de sus rotas esperanzas.
Casi pudo ver el vacío en su interior. Vacío que rellenó con una
inspiración que infló su pecho.
Entonces, en un
solo movimiento, alzó el cuchillo y se cortó la garganta.
El cura se
transformó en un aspersor que salpicaba sangre, con una presión que
fue disminuyendo a la par de los gorgoteos, que segundos antes habían
sido murmuraciones. Si los feligreses antes habían estallado en
llanto, ahora sucumbían al pánico. Ancianas se desmayaban y
mientras, los niños que habían estado sollozando sofocados por la
mano de sus padres, berreaban como corderos en la fila del matadero.
Los gritos y rezos se torcieron en el aire, las ondas de sonido se
entrelazaban y dibujaban espirales de sufrimiento. Los rostros eran
máscaras, solo una gran boca negra que lanzaba alaridos disonantes
que se juntaban en una nube cacofónica.
Estiró los brazos
formando una cruz con su cuerpo y lanzó una sonora carcajada.
Solo faltaba la
última parte.
Vio por el rabillo
del ojo como el hombre de corte militar se acercaba con cautela.
Estaba haciendo lo esperado. Cuando estuvo a unos pasos, cerró los
ojos esperando la arremetida.
Un crujido resonó
en su cráneo al momento que un dolor intenso creció como una mancha
de sangre desde la mandíbula por la cara. El impacto lo hizo soltar
las armas y caer sin lograr amortiguar el golpe en el piso. Abrió
los ojos y vio a su agresor apuntándolo con el arma, mientras otro
individuo recogía el cuchillo. Pronto estuvo rodeado de piernas que
se alejaban y acercaban, dándole de patadas.
¡Eso
es!, pensó
con una sonrisa mental. Era la forma en que debía morir, ser la
víctima de un asesinato colectivo, ser el chivo expiatorio, la
piedra angular y la sangre que regase la fundación de una nueva era.
La boca del cañón
ahora se aprestaba a vomitar la bala que cerraría el ritual.
Y de pronto, los
golpes y gritos de ira cesaron. El arma bajó y la multitud se abrió
dejando un pasillo por donde apareció una mujer con una niña en
brazos, la niña que había ejecutado al azar. Entre lágrimas,
repetía una frase que solo comprendió cuando estuvo a sus pies.
—No
necesitamos más muerte...
El techo comenzó a
girar mientras la gente se miraba y asentía.
No.
No.
—No.
No. ¡NOOOOO!
Por la prensa se
enteró que la catedral había sido escenario de una velatón en
recuerdo de las víctimas de la tragedia. Miles de personas dejaron
ofrendas florales y entraban a orar, arrodillados frente al altar.
Todo estaba perdido. La iglesia se hizo más fuerte y su propósito
en la vida se había derrumbado entre las paredes de una celda.
Se sacó el
pantalón y se aprestó a terminar con su existencia vacía.
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