martes, 24 de marzo de 2015

"Pistolero" por Jorge Araya














Ilustración por Alex Olivares.





Una ridícula canción de amor. Un cepillo cilíndrico de cerdas blandas. Un pote de grasa. Incontables pensamientos. Unos cuantos sueños. Ningún deseo.

En la grabación, el cantante llevaba su voz a límites insospechados gracias a varios filtros digitales usados por el ingeniero de sonido en las distintas capas de la mezcla, para hacer sonar al artista como un ser excepcional, sin ser más que un simple humano. En la habitación el cepillo era untado en grasa, para luego lubricar con lentitud y parsimonia el cilindro para el cual fue fabricado. En su cabeza, frases confusas se agolpaban para salir sin lograr su objetivo. En su alma los sueños se apagaban en la medida que la madrugada avanzaba. Su cuerpo simplemente le pedía descanso, pero ya sin esperanzas.

La canción de amor terminó, junto con la lista de reproducción, dejando la habitación en silencio. El cepillo salió del cilindro casi sin grasa, quedando apoyado encima del pote a medio cerrar. Los pensamientos se hacían cada vez más bulliciosos y menos inteligibles. Los sueños acompañaban a los deseos en el limbo. Había llegado el momento de partir.

El hombre caminaba sin rumbo ni destino por la calle, siguiendo cada semáforo que diera luz verde al llegar a algún cruce, para no detenerse. En su cabeza hacía sonar el recuerdo de las canciones románticas que había escuchado durante toda la noche. En su alma el frío gobernaba sobre sus sentimientos traicionados y sus pulsiones liberadas. En su bolsillo el revólver recién engrasado y cargado hacía bulto, dificultándole la marcha al topar en su muslo a cada paso.

Las luces de tránsito y la señalética lo guiaron a una calle sin salida. El hombre avanzó por el medio de la calle carente de tráfico vehicular, hasta dar con una reja y una puerta abiertas, por las cuales entró luego de fijarse que ninguna otra casa estuviera en la misma condición. El hombre avanzó hasta el dormitorio principal, en donde se encontraba un anciano que había recién terminado de vestirse, y que ahora luchaba contra sus pantuflas para poder ponerse zapatos y salir a dar una vuelta a la plaza. Luego de asegurarse que no había ninguna puerta más que traspasar, y ante la mirada resignada del anciano, el hombre sacó el revólver y sin titubear disparó a la cabeza del dueño de casa, quien cayó inerte al piso con el cráneo destrozado y medio cerebro desparramado sobre la cama. El hombre guardó el revólver en el bolsillo, y se quedó de pie al lado del cadáver esperando lo que debía suceder.

Desde el cráneo abierto del anciano salió lentamente una esfera luminosa transparente que súbitamente tomó la forma del cadáver, quedando de pie al lado de su viejo continente. En ese preciso momento el asesino se desplomó, dejando escapar el alma de una anciana que miró con pena el alma del asesinado, para iniciar el camino al más allá. El alma del recién asesinado anciano no entendía nada; de pronto, una fuerza incontrolable lo atrajo con violencia hacia el cuerpo del asesino, ocupando el envoltorio que había quedado desocupado segundos antes.

Sin que el alma del anciano lograra entender lo que había sucedido, inició una caminata casi automática desandando el camino que lo había llevado al que otrora fuera su hogar, hasta llegar al cuarto de un viejo y descuidado hotel, en donde había una cama, un velador, y una pequeña mesa de centro en donde pudo ver una caja casi llena de balas, un pote de grasa y un engrasador cilíndrico para cañones de pistolas. En ese instante el alma del anciano pudo tomar control del cuerpo del asesino, mientras en su cerebro una voz repetía: “la puerta del más allá se abre con sangre, y sólo un alma pasa cada vez”.



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