Ilustración por Alex Olivares.
Una
ridícula canción de amor. Un cepillo cilíndrico de cerdas blandas.
Un pote de grasa. Incontables pensamientos. Unos cuantos sueños.
Ningún deseo.
En
la grabación, el cantante llevaba su voz a límites insospechados
gracias a varios filtros digitales usados por el ingeniero de sonido
en las distintas capas de la mezcla, para hacer sonar al artista como
un ser excepcional, sin ser más que un simple humano. En la
habitación el cepillo era untado en grasa, para luego
lubricar con lentitud y parsimonia el cilindro para el cual fue
fabricado. En su cabeza, frases confusas se agolpaban para salir sin
lograr su objetivo. En su alma los sueños se apagaban en la medida
que la madrugada avanzaba. Su cuerpo simplemente le pedía descanso,
pero ya sin esperanzas.
La
canción de amor terminó, junto con la lista de reproducción,
dejando la habitación en silencio. El cepillo salió del cilindro
casi sin grasa, quedando apoyado encima del pote a medio cerrar. Los
pensamientos se hacían cada vez más bulliciosos y menos
inteligibles. Los sueños acompañaban a los deseos en el limbo.
Había llegado el momento de partir.
El
hombre caminaba sin rumbo ni destino por la calle, siguiendo cada
semáforo que diera luz verde al llegar a algún cruce, para no
detenerse. En su cabeza hacía sonar el recuerdo de las canciones
románticas que había escuchado durante toda la noche. En su alma el frío gobernaba sobre sus sentimientos
traicionados y sus pulsiones liberadas. En su bolsillo el revólver
recién engrasado y cargado hacía bulto, dificultándole la marcha
al topar en su muslo a cada paso.
Las
luces de tránsito y la señalética lo guiaron a una calle sin
salida. El hombre avanzó por el medio de la calle carente de tráfico
vehicular, hasta dar con una reja y una puerta abiertas, por las
cuales entró luego de fijarse que ninguna otra casa estuviera en la
misma condición. El hombre avanzó hasta el dormitorio principal, en
donde se encontraba un anciano que había recién terminado de
vestirse, y que ahora luchaba contra sus pantuflas para poder ponerse
zapatos y salir a dar una vuelta a la plaza. Luego de asegurarse que
no había ninguna puerta más que traspasar, y ante la mirada
resignada del anciano, el hombre sacó el revólver y sin titubear
disparó a la cabeza del dueño de casa, quien cayó inerte al piso
con el cráneo destrozado y medio cerebro desparramado sobre la cama.
El hombre guardó el revólver en el bolsillo, y se quedó de pie al
lado del cadáver esperando lo que debía suceder.
Desde
el cráneo abierto del anciano salió lentamente una esfera luminosa
transparente que súbitamente tomó la forma del cadáver, quedando
de pie al lado de su viejo continente. En ese preciso momento el
asesino se desplomó, dejando escapar el alma de una anciana que miró
con pena el alma del asesinado, para iniciar el camino al más allá.
El alma del recién asesinado anciano no entendía nada; de pronto,
una fuerza incontrolable lo atrajo con violencia hacia el cuerpo del
asesino, ocupando el envoltorio que había quedado desocupado
segundos antes.
Sin
que el alma del anciano lograra entender lo que había sucedido,
inició una caminata casi automática desandando el camino que lo
había llevado al que otrora fuera su hogar, hasta llegar al cuarto
de un viejo y descuidado hotel, en donde había una cama, un velador,
y una pequeña mesa de centro en donde pudo ver una caja casi llena
de balas, un pote de grasa y un engrasador cilíndrico para cañones
de pistolas. En ese instante el alma del anciano pudo tomar control
del cuerpo del asesino, mientras en su cerebro una voz repetía: “la
puerta del más allá se abre con sangre, y sólo un alma pasa cada
vez”.
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