viernes, 20 de mayo de 2016

“Un largo viaje para comer” por Paulo Lehmann Preisler














Ilustración por All Gore.










     Aquél día me tocó estar en el puesto de vigilancia costera. Al igual que toda la gente de la isla, estuve atento a las noticias de la televisión sobre el gran terremoto en Japón. Como es costumbre en este tipo de casos seguí el protocolo y llamé a la Oficina Nacional de Emergencias para constatar posible evento de tsunami en nuestras costas. El encargado dijo que no me preocupara, que no había ninguna posibilidad de algún comportamiento extraño de las aguas por estos lares. En la tele dijeron lo mismo, por lo que pasé una tranquila tarde preocupado únicamente de a qué hora terminaba mi turno para ir a ver a mi familia y celebrar juntos el cumpleaños de mi hijo. Tal era mi relajo y el del ambiente que me quedé profundamente dormido. Cuando vi los muros de agua acercándose ya sabía que era demasiado tarde. Estaba atardeciendo y aún había algo de luz para calcular que las olas medían por lo menos unos 15 metros de altura. Rápidamente corrí a tocar la campana de aviso, pero apenas pude dar la alerta, el mar se nos vino encima y arrasó con el pueblo.
     Debo llevar a lo menos dos semanas entre los escombros esperando un rescate pero ¿les importará una pequeña isla con 600 habitantes en el culo del mundo? Además, si se dignan a venir, los esperaría la muerte, pues algo más trajeron las olas desde el otro lado del mundo, algo que sólo puede venir desde algún oscuro y abominable rincón olvidado del océano, cuya existencia nunca debió ser revelada.
     La primera vez que me encontré con ELLOS fue al volver por mi familia, el día de la tragedia. El escenario era desolador, el tsunami había arrasado con todo. Para llegar hasta el poblado desde la playa, había que caminar unos 2 kilómetros cuesta arriba y pasar por un estrecho camino de tierra rodeado de abundante vegetación, y aun así el agua logró traspasar esas barreras naturales, reduciendo a las casas a un caos de escombros, arena, barro y piedras. Al llegar a las ruinas de lo que fue mi hogar no encontré a nadie. Desesperado comencé a remover los restos de la casa y gritar el nombre de mis familiares, pero no había más respuesta que un silencio sepulcral.
     Luego de varias llamadas sin resultado desistí de la búsqueda, entregándome a la desesperanza y dolorosa sensación de vacío aprisionándome el pecho y estrujando mi estómago. En ese instante tomé real conciencia de mi extrema situación, a juzgar por el silencio estaba solo en la isla, sin posibilidades de comunicación con el exterior pues la catástrofe había cortado cables, destruido la central de energía y la señal de celular estaba muerta. Además el impacto había destrozado por completo la única radio que estaba en la caseta costera. Maldecía a la suerte, cuando un sonido lejano y conocido me puso en alerta. ¡Era una voz humana, la voz de mi padre!