Aquellos que sueñan de día
conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan de noche.En sus grises visiones obtienen atisbos de eternidad y se estremecen,al despertar, descubriendo que han estado al borde del gran secreto.De un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría propiay mucho más del mero conocimiento propio del mal.Penetran, aunque sin timón ni brújula, en el vasto océano de la «luz inefable»,y otra vez, como los aventureros del geógrafo nubio,«agressi sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi».—“Eleonora”, Edgar Allan Poe.
Se había quedado
empantanado esperando que apareciese la palabra precisa. Luis quiso
pensar que fue el motor acercándose el que lo sacó del ritmo. Tenía
la esperanza superficial de que diese vuelta en U, dándose cuenta de
que había equivocado la dirección; aunque en el fondo deseaba que
alguien llegase a interrumpirlo.
Una vieja idea se
removía en las fronteras de su mente, que separaba la consciencia de
aquel otro mundo oscuro del que de vez en cuando lograba escaparse
alguien. Ahora el fugitivo caminaba por el muro, tirando piedras
hacia el océano de luz, a ver qué pasaba.
El vehículo se detuvo
frente a la casa. La lluvia aporreando el tejado se tragaba cualquier
otro sonido, incluso el de las olas golpeando los roqueríos, hasta
que resonó la puerta. No pudo imaginar quién podría ser a esa
altura de la madrugada. Como siempre, abrió sin preguntar quien
llamaba y se encontró con una figura empapada, que se le hizo
familiar pero no logró reconocer de inmediato.
—¿Vas
a quedarte allí parado mirándome o debo sacudirme el agua como un
perro para que despiertes? —la sonrisa breve, que nunca pudo
quitarse a pesar de que se había arreglado la dentadura chueca de su
infancia, le dio la última pista de quien estaba bajo su alero.
—¡Alfredo!
Perdona, pasa por favor.
Le
ofreció una muda de ropa mientras metía la suya en la secadora.
Aunque estaba más corpulento que la última vez que lo vio, todo le
había calzado casi perfecto. Toda su ropa era vieja y a él le
quedaba holgada, de la época en que aún estaba casado, antes de que
perdiera tanto peso. Cuando las tazas de café y el cenicero estaban
sobre la mesa, al fin se sentaron a conversar.
—Entonces,
¿Simplemente decidiste venir a visitarme, así sin más?.
—No
sé si sea tan al azar —se llevaba el dedo al entrecejo, siguiendo
el hábito de acomodarse unos lentes ahora inexistentes. Otro gesto
fallido que tampoco había cambiado—, fue más que lanzarme a la
casa del conocido más cercano.
—Sabes
bien que somos más que conocidos...
—A
eso voy. Digamos que estoy en una... crisis, y necesitaba agarrarme
de algo sólido. Necesitaba una dosis de pasado, de los tiempos en
que tenía menos de qué ocuparme y preocuparme.
Luis
lo miró no muy convencido.
—¿Es
eso? Me suena una excusa rebuscada.
—OK
—Alfredo se rió, algo avergonzado—, en realidad no quería estar
solo. Nada más que eso.
—Y
yo que vine a enclaustrarme a la casa de mis viejos para todo lo
contrario —Alfredo lo miró contrariado y bajó la mirada,
ajustándose los lentes fantasma. Luis soltó una carcajada—.
Tranquilo, en el fondo yo tampoco estaba muy cómodo conmigo mismo.
—¿Desde
cuándo estás acá? Yo en realidad supuse que te encontraría aquí,
luego de..
—De
hecho, Susana fue quien se vino primero para acá. Yo, sólo la
seguí.
—Perdona,
no quería...
—No,
no te preocupes. Es bueno hablar de estos temas con alguien de
confianza, y que además tenga cierta distancia para opinar, digamos,
desde fuera.
—No
es que sea la persona más idónea para dar consejos amorosos, menos
sobre... amigos tan cercanos.
—Dios
me libre de llegar a pedir consejos. Sabes, en realidad no es buena
idea tratar lo de mi separación. Mejor, cambiemos de tema.
—Mejor
—Alfredo, no supo porqué, sintió la necesidad de agregar otro
comentario—. No debe ser fácil el que te abandonase y nunca más
diera señal alguna de vida —una vez que salieron las palabras de
su boca se arrepintió de haberlas dicho. Afortunadamente Luis
pareció no haberse dado por aludido.
Se
quedaron mirando el fondo de sus tazas. Mientras hablaban, el calor
se había escapado del café y ya solo quedaba un concho tibio y
espeso. Alfredo dio un salto cuando Luis se paró y lanzó la mano
para quitarle la taza.
—No
podemos estar tomando cafecito como las viejas. ¿Cerveza, vino?
—Vino
—respondió Alfredo, no muy seguro de que fuese una buena idea
ponerse a beber. Aún así, bajó la primera copa casi de un trago.