martes, 2 de agosto de 2016

"Huellas en la arena" por Pablo Delgado (Costa Rica)



     Sucedió tres días después de que vi desaparecer el barco de Daniel en el horizonte. Nunca había sentido miedo de estar sola en la casa, siempre tenía algo que hacer para pensar en esas cosas. Cuando terminaba las obligaciones del hogar —barrer, arreglar las redes de reserva, traer agua del pozo, buscar leña, entre otras—, solía sentarme en un tronco frente al mar para sentir la brisa en el rostro mientras el sol se ocultaba a lo lejos y las olas castigaban la arena. Después me preparaba algo ligero, que no me llevase mucho trabajo ya que solía acostarme antes de las siete. En esta lejana playa no hay nada que hacer cuando se extingue la luz del día. No tenía preocupación por la comida, ni por las otras cosas que pudiese necesitar durante las tres semanas que permanecía Daniel en el mar (candela, jabón, baterías…), ya que él solía dejarme todo para que yo no tuviese que hacer el extenuante viaje de tres horas entre los manglares y el pueblo, corriendo el riesgo de cruzar el estero. Pero esa noche todo cambió.

     Ya me encontraba durmiendo cuando escuché el ruido. Pensé que tal vez Daniel había regresado antes de tiempo. Salí de la casa, dejando la puerta cerrada —no deseaba que algún animal entrase—, caminé hacia la playa como lo hacía todo el tiempo, sin mirar mucho lo que me rodeaba. El cielo estaba nublado, pero no parecía que fuese a llover y el mar estaba agitado, como si algo le molestara. Poco era lo que podía ver con la débil luz de la linterna. Busqué por toda la playa, pero no encontré el bote. Cuando estaba a punto de regresar fue cuando las vi, huellas amorfas más grandes que las de un hombre. Al ver esas marcas en la arena, despertaron en mí viejos temores de cuando era niña. Mi abuela solía contarme cómo en las noches en que el mar se encontraba intranquilo, demoníacas criaturas salían de él para llevarse a quien se encontrase vagando, solitario. Eran seres llenos de escamas, con grandes ojos vidriosos. Siempre pensé que sólo eran cuentos para que los niños no se arrimaran a la playa cuando el sol se había ocultado, o una fantasiosa explicación sobre los barcos desaparecidos; pero ahora estas huellas estaban frente a mí, amenazando todo lo que yo creía. Iniciaban en el agua y se seguían tierra adentro, hacia la casa que Daniel me había construido con sus propias manos. Tomé el foco con fuerza y me encaminé de regreso.

     Todo el lugar había cambiado, el aire tenía cierta amargura que se me metía por la boca y se escurría por mi garganta, horribles sombras se mecían de un lado a otro mientras caminaba por el sendero. Con cada paso que daba me imaginaba aquella repulsiva cosa vagando por los árboles, buscándome.
     El pecho me comenzó a doler por el fuerte latir del corazón. Pensé que me tranquilizaría al ver mi hogar, refugio de toda pesadilla, pero el pecho se me apretó al ver que la puerta se encontraba abierta y las huellas la traspasaban. Casi podía oír a aquella cosa registrando cada habitación. Lo que más me inquietaba era que la casa permanecía en silencio, sólo se escuchaba el incansable golpeteo de las olas, que antes me parecía tan familiar, pero que ahora llegaba una y otra vez con ominosa e insistente. Aquella noche fue larga y terrible. Apoyando la espalda contra un tronco y temblando por cualquier ruido o movimiento, me quedé mirando fijamente la puerta, esperando que la criatura emergiera de ella, lo que nunca sucedió.

     Cuando finalmente salió el sol me dirigí al hogar, aún insegura al no saber si esa cosa continuaba allí. Al ver las huellas en el piso me sentí asqueada al pensar en ese ser de piel escamosa ingresando y tocando mis pertenencias con sus viscosas extremidades. Bloqueé las puertas y ventanas. Lavé todo con desesperación para quitar cualquier rastro de aquel engendro. Sentía que la privacidad de mi casa había sido violada y yo con ella así que, después de comprobar que todo estaba suficientemente limpio, me metí al baño y me restregué con tanta fuerza que se me enrojeció la piel.

     Desde aquel día no salgo más que para traer agua o recoger leña si es necesario, sólo lo hago de día y siempre con cuchillo en mano. Por las noches no puedo dormir, veo por las rendijas de las paredes cómo su sombra camina buscando por dónde entrar, escucho su respiración y el golpeteo al caminar. El olor a pescado es tan repulsivo que he perdido casi por completo el apetito. En los instantes en que el sueño me vence, aquel ser invade mis pensamientos y lo veo entrar a la casa rompiendo la puerta para tomarme de los pies y arrastrarme a su morada. Despierto de golpe y sorprendo su ojo vidrioso espiándome por las rendijas. Yo grito y él inmediatamente retrocede.

     Ya han pasado más de tres semanas y aún no llega Daniel. Paso los días rezando por su regreso, porque temo que esa cosa lo haya atrapado.

    En ocasiones pienso que nada de esto es real, que aquella noche sólo fue una pesadilla y que las cosas que veo y escucho son engaños de mi cabeza jugando conmigo. De pronto, escucho un golpe y regreso a este infierno.

     La vela está a punto de acabarse, después vendrá la oscuridad absoluta ya que hace una semana las baterías se acabaron.

     Escucho golpes… es la puerta… alguien intenta entrar. Debe de ser Daniel que ha regresado a cumplir su promesa y viene a sacarme de mi tormento…

     ¿Qué sucede? ¿Por qué no me llama para que le abra? Es mi pesadilla volviéndose realidad. El corazón me late rápido mientras en la puerta golpean con más fuerza. Tomo el cuchillo de la mesa, las manos me sudan y tiemblan. El golpeteo es cada vez más intenso, oigo como cede la madera, deseo escapar de este lugar, la puerta está a punto de abrirse.

     ¡No dejaré que me lleve! ¡No lo permitiré!

     La puerta se abre violentamente y la vela se apaga.

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