viernes, 11 de noviembre de 2016

"Las arenas del borde de la Tierra" por Armando Rosselot.

'Noosphere' by Kiminjo


1

La eternidad es un concepto que no muchos seres pueden llegar a comprender. Lo digo con propiedad. Sucede que, tal como le puede ocurrir a quien conoce un lugar demasiado tiempo, aburre, cansa y lo único que se desea es salir de ahí. Es mi sentir de hace incontables siglos: quiero escapar, irme.
Morir.
Durante los últimos milenios he tratado de aniquilarme muchas veces; más de doscientas, pero siempre despierto luego de un extraño sueño en donde me encuentro boca abajo en una playa de arena carmesí y húmeda. Allí me estoy ahogando, por lo que levanto mi cabeza con urgencia para lograr respirar, pero sólo consigo despertarme y vuelta a lo de siempre.
He sido testigo de tres eras planetarias; sus nacimientos, esplendores, decadencia y término. Luego viene el resurgimiento de todo, desde ese último rincón del mundo que renace luego de acabar; ese final que es para todo ser vivo del mundo, menos para mí y otro grupo de hombres eternos, de los cuales quedo sólo yo en esta tierra, pues los demás han tenido la suerte de encontrar el final del camino: La isla al borde del mundo.
Allá es donde me dirijo en este momento.

Subí a la embarcación hace cinco días en el puerto de Driüm, en el archipiélago de Yailyé, costa meridional del gran continente de Ramaridam, en ésta, la cuarta era del tercer planeta de este sistema solar: La Tierra; así le nombraban en la era anterior.


2

El sol quema con fuerza y los hombres trabajan en la cubierta, el timón y en las velas. Hace poco comí y estoy de pie. Las palabras del moreno retumban en mi cabeza: “Ve con la primera expedición hacia aguas desconocidas, allí encontrarás la isla donde podrás morir y al fin descansar”. Él partió hacía seis mil años; un breve interludio para el tedio de estar en este mundo.
Cerca del timón varios hombres y el capitán estudian un mapa, según oigo, es el mapa de un mago, un iluminado que los llevará a encontrar los tesoros más grandes del mundo y la riqueza infinita. No tienen idea de lo infinito, ni qué es ser un iluminado. El mapa lo dibujé yo hace varias jornadas y lo hice correr por las posadas de marinos hasta que alguno se atreviera a ir. Cayeron; me llevarán a mi muerte y a la de ellos, breves criaturas inocentes. No se imaginan lo que les caerá encima, muy pronto.

jueves, 3 de noviembre de 2016

"La Mar" por Jorge Araya Poblete



Manuel remaba con todas sus fuerzas. No importaba hacia donde lo llevara su huida, solo le interesaba agrandar al máximo la distancia entre él y aquel lugar. La adrenalina apenas atenuaba los calambres que se apoderaban de todos sus músculos, los dolores articulares que invadían principalmente sus manos y espalda, y la vergüenza que carcomía su alma a cada segundo. Esa tormentosa madrugada había resultado peor que cualquiera de sus pesadillas, y ahora debía seguir luchando contra la mar por su vida, mientras rogaba porque ninguna otra calamidad empeorara su casi malograda existencia.

***

Manuel era el patrón de un barco mediano de pesca industrial algo viejo, pero aún completamente funcional gracias a los cuidados que se le daban y a una esmerada mantención. Por ya casi treinta años llevaba haciendo de la pesca su vida y sustento. A diferencia de la mayoría, era responsable con los recursos que extraía. La mar podía ser muy generosa, pero a la vez veleidosa y agotable; así, era cuidadoso de pescar sólo lo necesario para su subsistencia y la de aquellos que trabajaban con él; gracias a su forma de enfrentar a la naturaleza nunca le había faltado nada en la vida, e inclusive quienes se habían ido de su lado a trabajar por su cuenta y seguido su ejemplo, también habían logrado prosperar y ser exitosos.

Mientras abordaba recordó a su padre, hombre de mar —como también lo fue su padre, y el padre de su padre— quien le enseñó una costumbre exclusiva de su familia y cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, que causaba risas y burlas en el resto de los pescadores, pero que para quienes llevaban su apellido era tan sagrada como la honra de su madre o la protección divina de San Pedro apóstol: en cada faena el primer pez que sacara debía ser devuelto vivo como ofrenda a la mar, para mostrarle respeto y agradecimiento por las décadas de sustento familiar. Manuel nunca dejaba de cumplir esa máxima ineludible, que aprendió a los siete años cuando por primera vez fue de pesca; también recordaba como si fuera ayer que en su inocencia se atrevió a preguntar el porqué de dicha tradición, recibiendo un doloroso bastonazo en la cabeza de manos de su abuela, “¡Las tradiciones se siguen, no se cuestionan!”. A pesar de todas las travesuras de su niñez, las locuras de la adolescencia y del entorno agresivo en el que había nacido, aquella fue la única vez que alguien de la familia lo golpeó.