Ilustración por Ana Oyanadel.
Mary
corría abrazada de sus libros, buscando refugio de la lluvia que
parecía haberse ensañado con ella. Incluso la luminaria callejera
le daba la impresión de confabular en su contra. Cada poste
al que se acercaba se apagaba cuando estaba al alcance de su haz.
La
agónica e intermitente luz fluorescente de una parada de autobús se
le presentó como un oasis en medio del diluvio.
Por
supuesto que no esperaba que apareciese algún bus a esa altura de la
noche. Cuando llovía, la ciudad se transformaba en un pueblo
fantasma. La gente se enclaustraba en sus casas, cerraba las ventanas
y corría las cortinas, como si la peste estuviese deambulando por
las calles buscando a quien tocar con su huesudo dedo. Lo único que
daba señales de vida era el brillo espectral de los televisores
filtrándose por los vidrios cubiertos por una película de agua.
Llegó
agotada a la parada, y el frío de inmediato se hizo presente
calándole los huesos. Las
varias capas de bolsas de plástico que le había puesto a los libros
debieron haber fallado, porque pesaban mucho más que cuando había
salido a la calle. Tendría que llegar a secarlos si no quería que
la multasen en la biblioteca por los daños. Al pensar en el aire
tibio acariciando las hojas, un escalofrío le recorrió la espalda.
Cuánto deseaba estar en su cama, cubierta por una montaña de
frazadas.
La
luz de la parada cesó su pestañeo para apagarse definitivamente.
Un
segundo después, un resplandor a su espalda la sobresaltó, como si
fuese un extraño que la hubiese sacudido estrechándole el hombro.
Era
un televisor encendido en una vitrina.
Mary
inspeccionó de reojo a su alrededor y luego al interior del
aparador, sin que la penumbra le mostrase más que soledad. Aunque la
lluvia seguía intensa, no dudó en salir de la protección del
techo y dirigirse a la vitrina para curiosear. En el televisor
figuraba un videoclip de alguna cantante pop que no reconocía. La
chica vestía un camisón blanco que arrastraba y no dejaba ver sus
pies. Otras muchachas de similar edad la acompañaban en una
coreografía que le recordaba a las películas de fantasmas chinas,
donde los espectros saltaban de forma más bien graciosa que
terrorífica. Apegó el rostro al vidrio y pudo oír lo que parecía
ser el coro de la canción,
“Oh
Mary Mary... corre por tu vida... Oh Mary Mary... aunque sea en
vano... Oh Mary Mary... nunca te detengas... Oh Mary Mary... nunca
voltees, no mires atrás...”.
Su
nombre era tan común, que no le extrañaba encontrárselo a menudo
en canciones, películas o libros. Pronto la música terminó y la
protagonista se acercó a la cámara con una sonrisa que contrastaba
con su ceño fruncido.
Entonces
la muchacha del televisor levantó la palma de la mano y golpeó la
pantalla, haciéndola estallar.
Desde
el agujero que se formó, una onda sónica proyectó los fragmentos
de vidrio y golpeó el escaparate que fue surcado por una fisura, una
línea que se dibujó ramificándose y haciendo caer los trozos
pesadamente. Todo ocurrió tan rápido que Mary apenas logró dar un
par de pasos hacia atrás cuando la vitrina de desplomó. Desde el
agujero del televisor, un líquido negro se arrastró hasta el
exterior, quebrando con su intensa oscuridad la penumbra. Se alzó
como un obelisco frente a Mary, que figuraba paralizada, incrédula
ante la aparición.
Cuando
el montículo adoptó la forma de un falo e inició una curva
descendente hasta su entrepierna, fue que Mary reaccionó y echó a
correr.