lunes, 29 de mayo de 2017

"Bote" por Jorge Araya Poblete














Ilustración por Alex Olivares.
















Ese día el maestro constructor parecía no querer hablar con nadie, concentrado en sacar la mayor cantidad de tablas, de cada tronco apilado en el astillero. Luego de cortar los árboles más rectos que pudo encontrar, los puso en un coloso que remolcó hasta su casa para concretar su nuevo proyecto: un bote pesquero con motor fuera de borda. Sin embargo, para conseguir la madera tuvo que llevarse un mal rato, pues una comunidad indígena que vivía en el sector insistía en que no utilizara esos árboles; el maestro tuvo que llegar a amenazar a varios de los lugareños para conseguir el material necesario.

Al anochecer, contempló satisfecho su trabajo: había logrado quitar la corteza y pasar por sierra circular todos los troncos, para al día siguiente comenzar el armado. Según sus cálculos hasta le sobraría material. Esa noche dormiría tranquilo pensando en el trabajo pendiente.

Tres de la mañana. El incesante ladrido de unos perros lo despertó. Se asomó por la ventana y vio varias sombras entrando a su taller, para luego salir cargando el fruto de su trabajo Furioso,  tomó la escopeta y salió a enfrentar a los ladrones. En cuanto llegó a la puerta del galpón dio un disparo al aire como advertencia: en ese instante se dio cuenta que quienes estaban robando las tablas eran jóvenes de la comunidad indígena, al parecer siguiendo instrucciones de los ancianos. Luego de amenazarlos con llamar a Carabineros si no devolvían todo a su lugar, el maestro entró a su casa para volver con un viejo y enorme candado a cerrar la puerta del lugar. Definitivamente no dormiría el resto de esa noche.

jueves, 25 de mayo de 2017

"La soledad de la estrella fugaz" por Daniel Figueroa Arias (Costa Rica)














Ilustración por All Gore.
















La exclusa exterior se cerró tras ella con un pesado golpe metálico. Golpe que sólo existía en su cabeza, porque en el vacío, obvio, no existía el sonido. Entonces comenzó el ceceante ruido in crecendo de la recámara llenándose de aire. Ella solo se dejaba flotar, cual si fuera un cuerpo sin vida, dejándose ir, nada más, flotando en un mar sin corrientes
Podía llamarse María, Kathy, Tanya, Icu… carecía de importancia, ya que no quedaba absolutamente nadie para llamarla por su nombre. Era la única residente de la estación espacial de relevo, Shooting Star IV. Se trataba de un armatoste insignificante. Un eje cilíndrico, con una zona giratoria que creaba sensación de gravedad. La mitad del eje era hangar y bodegas, para las naves que iban de paso entre la Estación Internacional y cualquier otro punto en el espacio.
Pero, por una coincidencia, que le hacía recordar que el universo tenía sentido del humor, muy macabro por cierto, terminó siendo el atalaya del único ser humano vivo en órbita… bueno, en realidad, del único ser humano que quedaba.

miércoles, 10 de mayo de 2017

"S.S. Prosperous", primera parte, por Fraterno Dracon Saccis














Ilustración por All Gore.














Cuando el horizonte había devorado por completo al sol, saboreando hasta el más pequeño y postrero rayo, el último de los pasajeros del
S.S. Prosperous abordó con su pequeña maleta y el paraguas que lo protegía de la llovizna que, a pesar de su suavidad, extendía una espesa capa sobre la cubierta.
     Luego de zarpar, pasajeros y oficiales se reunieron en el comedor para la cena. Todos excepto Alexander Pimur, que se excusó diciendo que había comido suficiente como para varios días, en un comentario que solo le causó gracia a él, como pudo confirmar el capitán al repetirlo en la mesa. No le había gustado aquel tipo, pero había pagado buen dinero por una de las pocas plazas con que contaba. Tampoco estaba la hermana Marianne, que se acostaba temprano como buena religiosa.
     En la habitación se encontraban el capitán Alexei, su primer oficial Charles Pitchard, el segundo oficial Gustave Melle, el tercer oficial, Bruno Albacete, el jefe de máquinas, Dwayne Lieber, además del comerciante Roger Blanche y su hija Rose.
     —El joven Alexander apareció hace algunos días buscando plaza para Londres —ante la insistencia de Blanche, el capitán comenzó hablar sobre el pasajero que había retrasado el desamarre—. Me contó acerca de su enfermedad y que necesitaba una cabina individual, ya que debe encerrarse durante el día, incluso si el cielo está completamente nublado. Le dije que, aunque sí teníamos como destino Londres, no contábamos con el espacio que él requería. El último camarote disponible había sido tomado por un matrimonio de recién casados.
     —Que horrible lo que les pasó —comentó Blanche.
    —Fue una suerte —dijo Albacete con la boca llena, salpicando migas—, pagó más del doble que los Rymer.
     El capitán quiso fulminarlo con la mirada, pero el tercer oficial no quitó los ojos del plato.
    —Las calles de La Rochelle están cada vez más peligrosas. A veces me recuerdan a París.
     —¿Y cómo es que murieron? —preguntó la pequeña Rose, con una sonrisa curiosa que se apagó ante el reproche silencioso del entrecejo del padre.
     El capitán, algo contrariado por tener que profundizar en el tema, respondió escueto.
     —Prefiero ni enterarme. El detective que vino a hablarnos buscando algún indicio, no fue capaz de contármelo. Cuando se lo pregunté, solo se puso pálido, como si se le hubiese ido toda la sangre del cuerpo.
     —Que jugosa está la carne.
Al ver como Albacete se llevaba a la boca un gran trozo de carne sin esperar a tragar lo que ya tenía medio masticado, y volvía a cortar otra porción escurriendo sangre; el capitán perdió el apetito. A juzgar por los servicios que habían quedado inmóviles sobre la mesa, el resto de los comensales también. Todos excepto Albacete, por supuesto.

martes, 2 de mayo de 2017

"El Caleuche Alemán" por Aldo Astete Cuadra














Ilustración por Alex Olivares.













Mi nombre es Benjamín Bórquez. Quisiera relatarles una historia que está presente en el inconsciente de las personas de la Patagonia Insular, y de los fiordos que están más al sur. Pretendo narrar la experiencia que viví en mi juventud para que ustedes puedan generar sus propias conclusiones.

En 1942, trabajaba en un aserradero en la desembocadura del río Cisnes. Era común que los jóvenes saliéramos en busca de trabajo muy lejos de nuestros hogares, cruzando el peligroso Golfo de Corcovado para recalar en un lugar salvaje, franqueado por imponentes montañas de cumbres nevadas y selvas inexploradas, con riquezas extraordinarias. Aquí, en este confín del mundo, se asentaba el aserradero en el que trabajábamos unas 50 personas. Sin embargo, la temporada estaba llegando a su fin y era necesario buscar nuevos horizontes.

Recibí noticias de un tío paterno, capataz de una estancia en Cochrane, que necesitaban un peón. Él me había recomendado, por lo que me esperaban lo antes posible. Para llegar pronto a Cochrane era imprescindible navegar en el Vapor Tenglo, que surcaba los mares australes. Esta embarcación realizaba el viaje entre Puerto Montt y Puerto Aysén, una vez al mes. Para embarcarme, debía esperar al Tenglo que realizaba un complejo itinerario en los puertos de la Isla de Chiloé y el Archipiélago de las Guaitecas, teniendo que surcar las furiosas aguas del Golfo de Corcovado. Si se levantaba algún temporal, obligaba a la embarcación a capear el temporal en Quellón o Melinka y el itinerario cambiaba rotundamente.

El aserradero comenzaba a disminuir su producción debido al mal tiempo que adelantaba su aparición ese año, por lo que mi renuncia fue aceptada sin problemas. Luego de que el capataz estrechara fuertemente mi mano deseándome suerte, pasaron dos interminables días de espera junto a cuatro hombres que se dirigían a diferentes destinos del extremo sur, todos en busca de mejores oportunidades laborales.

Entre estos hombres llamaban la atención dos hermanos, de recia fisonomía esculpida por los rigores del trabajo, sus nombres: Ladislao y Artemio Chiguay. Gregorio Torres era otro, silencioso, de carácter ladino y bajo perfil. Finalmente, Juan Coñoecar, hombre pequeño, de mirada intrigante, se comportaba extraño; seguro se debía a su procedencia, el pueblo de Quicaví en la Isla de Chiloé.

Nos instalamos en una rancha construida para prestar refugio en situaciones de forzosa espera. Allí acortamos las horas con partidas de truco, tomando mate y fumando. Como el mal tiempo retrasara la aparición del Vapor, no nos quedó más opción que armarnos de paciencia y esperar.

En nuestra tercera vigilia, el viento soplaba con fuerza, colándose por las rendijas, provocándonos un frío estremecedor. Las partidas de truco y el mate con punta influyeron en que nos quedáramos en vela, alcanzándonos la madrugada. El temporal otorgó una tregua, y se instaló una pesada bruma a nuestro alrededor, que impedía ver más allá de una decena de metros.
Sólo la tenue luz de mi lámpara iluminaba, dejando ver el lúgubre rostro de mis compañeros como si de un vaticinio se tratara. Ya habíamos perdido la esperanza de que el Vapor apareciera desde el Canal Jacaf.