jueves, 25 de mayo de 2017

"La soledad de la estrella fugaz" por Daniel Figueroa Arias (Costa Rica)














Ilustración por All Gore.
















La exclusa exterior se cerró tras ella con un pesado golpe metálico. Golpe que sólo existía en su cabeza, porque en el vacío, obvio, no existía el sonido. Entonces comenzó el ceceante ruido in crecendo de la recámara llenándose de aire. Ella solo se dejaba flotar, cual si fuera un cuerpo sin vida, dejándose ir, nada más, flotando en un mar sin corrientes
Podía llamarse María, Kathy, Tanya, Icu… carecía de importancia, ya que no quedaba absolutamente nadie para llamarla por su nombre. Era la única residente de la estación espacial de relevo, Shooting Star IV. Se trataba de un armatoste insignificante. Un eje cilíndrico, con una zona giratoria que creaba sensación de gravedad. La mitad del eje era hangar y bodegas, para las naves que iban de paso entre la Estación Internacional y cualquier otro punto en el espacio.
Pero, por una coincidencia, que le hacía recordar que el universo tenía sentido del humor, muy macabro por cierto, terminó siendo el atalaya del único ser humano vivo en órbita… bueno, en realidad, del único ser humano que quedaba.

La recámara se llenó de una luz verde, anunciando que las presiones se habían igualado. Se acercó, flotando, a un panel y lo pulsó. De seguido las pesadas compuertas se abrieron, dejándole el paso libre al interior de la estación. Cuando hubo cruzado, las compuertas, en un movimiento perezoso, se volvieron a cerrar. Eran de doble hoja y con una altura que pasaba los dos metros. Ella se sentía pequeña cada vez que las cruzaba. Ridículamente grandes, pensaba. Se deslizó por el eje central de la estación, que formaba un pozo de gravedad cero que la cruzaba longitudinalmente.
Estando en el espacio, tuvo el primer impulso… de terminar con todo. Fue justo cuando la vio desde el espacio. Esa piedra cubierta de oscuridad.
Donde antes hubo un mosaico de verde, café, azul y blanco, solo quedaban oscuros nubarrones y remolinos grises, cruzados por centellas; y en las noches, cuando las ciudades podían apreciarse con sus juegos de luces, a veces solo se podía apreciar un resplandor rojizo, como de lava o fuegos sempiternos…
Tuvo ese relámpago en su mente, justo después de ajustar los paneles. Un par de movimientos y se quitaba el casco; el resto lo haría el vacío del espacio.
Pero así como vino la idea, se fue. Después de todo, el último espécimen de la raza humana, debía tener un final más glamoroso… según ella. Ahora dentro de la estación, soltaba una carcajada sonora, pensando en eso.


Se dejó ir, flotando por el eje central. De nuevo esa sensación de nadar. Le gustaba pensar que era una naufraga en una atalaya o faro en el mar, esperando por los barcos que nunca vendrían… Llegó al tope e ingresó al área de hábitat. Una parte gruesa que giraba alrededor del eje, provocando gravedad artificial.
Eso arreglaba el problema de vivir en gravedad cero. Y por ser una estación de relevo, tenía combustible y provisiones suficiente… ¿para qué?, no tenía idea, pero el ser humano, como cualquier ser vivo, se aferraba a la sobrevivencia como fuera.
Tal vez eso la animaba un poco, o al menos le dio esperanza los primeros días.
Fuera, lo que fuera la cosa esa, apareció de la nada. Ella despidió a la última lanzadera y estaba siguiendo su ingreso a la atmósfera, cuando las llamadas de alerta comenzaron. Ella cuadró los telescopios y demás instrumentos, pero su órbita en ese momento la llevaba a la antípoda del punto de impacto. No pudo ver de qué se trató. Fue después de unas horas que pudo apreciar, con sus propios ojos, el impacto. De un solo golpe arrasó, lo que consideró ella la cuarta parte del hemisferio luminoso. La atmósfera había entrado en ignición en un radio de miles de kilómetros y la corteza terrestre, en el punto de impacto, estaba derretida y deformada. Todo lo demás, del globo terráqueo se fue cubriendo de oscuridad conforme la nube del invierno nuclear avanzó.
Ella se sentó por días y días, en vela, oyendo por la radio la transmisión de la agonizante humanidad. El punto de impacto en el mismo hemisferio de su tierra natal, su ciudad… ni pensar que sobreviviera algún pariente o amigo. La única estación en órbita con tripulantes, estuvo en la trayectoria del objeto…
Las primeras horas fueron llanto, gritos, desesperación. Ella intentó hacer algo, llamar a los sobrevivientes de las bases de lanzamiento en tierra. Posiblemente, antes de que la capa de nubes se cerrara, podrían escapar y refugiarse en su estación…
Con los días, perdió la esperanza. Nadie pudo escapar. Siguió revisando todas las bandas. El silencio era insoportable. Chequeó las demás estaciones en órbita, pero eran muy pocas y solo ella iba a permanecer en el espacio por unos días más, antes de tomar la siguiente lanzadera a la Tierra.
Mantuvo su mente ocupada. Inventario de todo, chequear instrumentos, revisar y recalcular órbita… el instinto de sobrevivencia. Todo en orden. La estación era bastante autosuficiente y ella también; un solo ser humano, no representaba tanta carga para el sistema de soporte.
Cualquier cosa que mantuviera su mente fuera de la realidad. Fuera de pretender que todo había acabado allá abajo… hasta que se le ocurrió hacer esa caminata espacial para ajustar los paneles. Ese escenario… inundó su alma con el más terrible sentimiento. Se trataba de la imagen misma de la desolación y destrucción.
Ya de vuelta, se lanzó a llorar, desconsolada. Extraño, cosa que antes no se había permitido. En su camarote, no podía parar de llorar y gritar. ¿Dónde estaban? ¿Dónde las había puesto? Las fotos que había traído de su familia, sus amigos… ¿Dónde estaban? Su cerebro le había jugado una mala pasada, olvidando a propósito lo que había hecho antes: Eliminar cualquier fuente de remordimiento o pesar. ¡Sobrevivir era lo que importaba!
Y así se fue sumiendo en profundo sueño…


¡Gritos! ¡Gritos llenaban la estación!
¡De nuevo!
Estridentes, cientos de voces a la vez gritando. Súplicas que se disolvían en maldiciones. ¡Su nombre! ¡Juraba que escuchó su nombre! Alguien la llamaba entre ese pandemonio. Se incorporó de un salto, chocando su frente, uno de los travesaños de la litera de arriba.
Cayó al suelo. A todo, se le mezclaba un dolor atroz y aturdidor ahora. Trató de gatear, enredada entre su ropa y las sábanas. Ha como pudo se incorporó y corrió a la puerta.
Las luces se encendían al sentir su paso. Y con cada intervalo de luz, su corazón saltaba, temiendo encontrar a los emisores de aquellas voces… ¿qué cosa pensaba? Imposible, la soledad era su rotunda realidad.
Pero, los gritos estaban allí.
Llegó al cuarto de comunicaciones y se abalanzó sobre la consola principal…
Nada. Estaba apagada. Encendió y volvió a apagar el interruptor. Entonces se percató. Los gritos y las voces, ya no estaban allí.


La estación tenía una cocina. En realidad, se trataba de un cuarto no mayor a unos nueve metros cuadrados, que reunía la función de cocina-comedor-dispensario médico. Allí estaba sentada ella, en la mesa metálica. Cumplía la semana, de solo tomar agua, y bajo exigencia de su organismo. Evitaba pensar. Estaba harta de su voz interna; cuando hablaba en voz alta, la piel se le erizaba y corría a ver si el eco, era eco, o de nuevo comenzaron los llamados, los gemidos de esa piedra estéril que giraba bajo sus pies, un cementerio que se llamó Tierra.
Descansando frente a ella había una caja cuadrada, no más grande que la palma de una mano y de acabado metálico. ¿Cuándo la había sacado de su correspondiente anaquel? Horas, parecía que llevaba sentada, en esa mesa, frente a esa caja. Semanas, días, horas… la verdad “el tiempo” carecía de sentido, así como los nombres de las cosas, su nombre… ¿qué sentido podían tener “las cosas” sin nadie a quien comunicarlo?
Ella misma se fue sintiendo cada vez más delgada, fina, como una rama que en cualquier momento se quebraba ante la mínima sacudida… No estaba dispuesta a esperar esa sacudida. Llevo sus manos a las aristas de la caja y las presionó. La tapa se abrió revelando en su interior una pistola hipodérmica y un pequeño recipiente, lleno de un líquido lechoso.
De nuevo se dedicó a lo contemplación de aquello. En el fondo de su corazón, esperaba que alguien apareciera y la detuviera. Por supuesto eso no iba a pasar. Tomó la pistola y por detrás le cargó el recipiente. Un “click” le indicó que el sello del recipiente se rompió y la aguja se encajó adentro. Giró una pequeña perilla que tenía en el costado, hasta el tope. Servía para graduar la dosis; la había llevado al máximo, más que suficiente para detener su corazón y pulmones.
Miró el instrumento en sus manos. Una risa histérica se le escapó. Con ella moría la humanidad, su historia, su legado, aquella maraña de sufrimiento y alegría que se llamaba humano… todo lo que fue el homo sapiens, terminaba por la acción de una pequeña aguja y unos cuantos mililitros de anestesia.
¿Cómo no reír en ese momento? Ahora ella, una vulgar astronauta de tercera, se había convertido en muerte, destructora de mundos. Lanzó una última mirada a su alrededor. No estaba tan mal el último sepulcro de la humanidad, al cabo de unos días sin corregir la órbita, se precipitaría al planeta, convirtiéndose en una estrella fugaz de verdad.
Hermoso, nada mal, en realidad nada mal, el último ser humano, tendría como sepultura una estrella fugaz…
Entonces, escuchó un golpe amortiguado, sacándola de su meditación. Dejó el instrumento reposar de nuevo en la mesa y su atención se desvió hacia el corredor de la nave.
El golpe se repitió. No una, sino dos veces. Ella se levantó y avanzó hacia la compuerta del eje. La abrió y se lanzó al pozo de gravedad cero. Mientras recorría el circular pasadizo, los golpes se repetían, en secuencias cada vez más largas.
Recorrió todo el eje, siguiendo los golpes. De alguna manera, su cerebro sabía de donde proveía. Flotando, recorrió de un solo tiro el espacio del eje, hasta llegar al final del mismo. La exclusa de salida se levantaba ominosa… y ella solo podía repetirse así misma: “pierde toda esperanza”.

Y estando allí, se repitió el golpe. Claro, contundente. No cabía duda. Puso su mano sobre la compuerta y esta vez sintió la vibración contra la pesada placa de metal: Algo tocaba la exclusa, al otro lado.

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