domingo, 20 de agosto de 2017

"Las lagartijas en las lápidas" por Fraterno Dracon Saccis














M.C. Escher - Smaller and Smaller 1956












“Hay cuatro cosas en el mundo que a pesar de ser pequeñas son más sabias que los sabios: las hormigas, insectos muy pequeños que guardan comida en el verano, para tener suficiente en el invierno; los tejones, animalitos que por ser indefensos hacen sus cuevas entre las rocas; los saltamontes, que aunque no tienen comandante son tan ordenados y disciplinados como un ejército, y las lagartijas, que son fáciles de atrapar pero viven libres en los palacios.”—Proverbios 30: 24-28



            El aroma de la tierra húmeda fue un agradable golpe de frescura para la calurosa tarde en el cementerio.
            Luego del frío responso del cura, que más que inflar nuestros corazones con la perspectiva de “...la resurrección y la vida...”, nos hizo morir de aburrimiento. Bueno, al menos a mi y a quienes vi que sus ojos se cerraban y sus cabezas se inclinaban y levantaban bruscamente. Era comprensible luego de velarla toda una noche. 
            Entonces vinieron, primero el correcto discurso de mi primo Alfonso, para luego, con una espontaneidad que no me esperaba, los comentarios entre hombro y oreja. Por supuesto, esas frases como “Esta vieja hasta en el cajón nos tramita.”, o “Ese Alfonso cree que sobándole el lomo a la muerta le va a seguir dando plata” o, el escueto pero lapidario “Alfonso culiao falso”; hicieron un poco más afable la ceremonia. Es agradable cuando la gente subestima el silencio.
             Y finalmente, el ataúd de mi abuela Helena descendió a su lugar de descanso definitivo, con los consabidos últimos estertores del dolor. Sollozos entrecortados, hipo y lamentos dedicadamente sonoros. Reconozco que ese último vistazo a su cajón me dio un vuelco en el estómago, y no pude evitar derramar unas lágrimas. Entre nosotros, quise creer que fue porque nunca más la volvería a ver, pero la verdad, no fue más que el pensamiento de que ese mismo destino me esperaba: tierra, gusanos, moscas, madera y tela azumagada. Y las lagartijas. Supongo que desde ese día el germen de la incineración debe haber nacido entre mis deseos póstumos.
            El caso es que una repentina nostalgia me invadió, en parte por la abuela Helena, pero también por las visitas que hacíamos a ese mismo cementerio, para llevarle flores a la tumba de mi abuelo Fermín y mi tío Víctor. Lo que más me fascinaba eran esas lagartijas que se deslizaban por las lápidas, entraban y salían de las tumbas, con sus largas colas, sus patas de garras diminutas, y sobre todo sus lomos tornasol. La abuela Helena más de una vez me dijo “No se te ocurra tocar esos bichos, que se comen a los finados”. Por supuesto nunca le hice caso. Cada vez que tenía oportunidad atrapaba alguna, y la hacía deslizarse por mis brazos, dar vueltas por la palma y el dorso de la mano, soltarlas para volver a atraparlas, quedando muchas veces, fascinado mirando como la cola cortada seguía sacudiéndose mientras el resto de la lagartija se perdía entre las tumbas. Recuerdo que también hacía que mordieran la manga de la camisa, quedando colgadas, balanceándose. Incluso hacía una cuenta regresiva, y aquellas que duraban más del tiempo que les daba, se ganaban su libertad. Nunca dejé que me mordieran los dedos, ahora pienso, en parte haciendo caso de la advertencia de mi abuela Helena.
            Ensimismado en esos pensamientos, me perdí la oportunidad de escabullirme antes que el resto, así que opté por el plan B, que era quedarme dando vueltas entre las tumbas para evitar formar parte de los grupitos de deudos. De seguro nadie me echaría de menos.
            Mientras apreciaba las estatuas de ángeles y santos, me encontré con un pequeño nicho, con una barda de tablas de pintura descascarada. Tenía una pequeña losa decorada con antiguos autos de juguete. En la escueta inscripción, enmarcada por querubines, rezaba:

Bruno Amador Rojas Cortés
26 de mayo 1934 – 25 de mayo de 1942”.

            La sensación que me causan las tumbas de niños es indescifrable, diría que una mezcla entre pena y pavor.
            Un nudo en la garganta y un retortijón en el estómago.
            Estaba descifrando esa paradoja en mis entrañas cuando, sobre la fila de descoloridos camiones de bomberos y autos de carrera en miniatura, posaba la lagartija más grande y hermosa que haya visto en la vida. Su lomo daba destellos de todos los colores, que comenzaban sobre la cola que evidenciaba haberse recuperado no hace mucho de una amputación, para terminar en su majestuosa cabeza, con una cruz dorada de escamas. Estaba tan quieta, que por un segundo dudé si no sería otro de los juguetes que acompañaban al pequeño difunto. Esta teoría se veía reforzada por la irrealidad de su belleza, hasta que noté que su abdomen se contraía y relajaba muy levemente.
            Las flores secas, que en realidad eran unas ramas podridas en el agua estancada del florero, me indicaron que hacía muchísimos años que no visitaban esa tumba. Tomé el triste frasco, boté su contenido y lo lavé. Busqué entre las tumbas alguna que sufriera exceso de culpabilidad entre sus deudos, hasta que encontré una que apenas dejaba ver un par de letras del nombre del ocupante, entre un jardín de claveles, lilas y rosas. Fui a tomar una de estas últimas, y me clavé una espina en el índice, lo que me dolió más de lo que hubiese esperado. La sangre brotó como una llave mal cerrada, logrando parar la hemorragia sólo al envolver el dedo en la corbata.
            Llevé el florero con la rosa, y la lagartija seguía en su posición, en una especie de éxtasis meditativo. Despejé de maleza antes de dejar mi tributo al olvidado niño, aún intrigado por el dignísimo reptil. Una vez ubicada la flor, avancé sigiloso hasta el animal, rememorando mis andanzas infantiles. Acerqué la mano, lentamente y, cuando ya estaba a escasos centímetros, di el zarpazo para atraparlo.
            Entonces giró sobre sí mismo y me mordió en el dedo herido por la rosa.
            No me pregunten como, pero supe que la saliva del animal se metió por la llaga y viajó por el torrente sanguíneo.
            La imagen que entraba a mi cerebro a través de los ojos se volteó y redujo a un punto en el firmamento, como una noche de una sola estrella. Estrella que giró centelleando partículas que no alcanzaban a salir de su perímetro y morían apenas su fulgor llegaba al cenit. Un frío y una nausea me jalaron del estómago, sacudiéndome a la velocidad de las revoluciones del punto luminoso, que al desenfocarse fue formando infinitas espirales que llenaron vertiginosamente lo que ahora era la cúpula de mi campo visual. Esferas flotaron, y entendí que eran esas motas de luz que surgen cuando experimentas un dolor demasiado fuerte. Mi especulación se confirmó cuando ese dolor avanzó por cada espacio perspectivo, y noté que había estado mudo todo ese tiempo, amordazado por un grito que no lograba liberarse. Dolor. El dolor no amainaba, mas poco a poco fui identificándolo, para mi asombro, en mi abdomen, en mis genitales, en mis ojos... y caí en cuenta que ninguno era de “mi cuerpo”. Entre la niebla rojiza que contaminaba mi visión, pude apreciar un cuerpo diminuto, el de un niño. Estaba dentro de ese cuerpo, al que se dirigía una daga que se clavó en mi estómago... en su estómago... el dilema de identidad me tenía sin cuidado en ese momento, ya que la herida transmitía todas las sensaciones hacia mi mente. El agudo pinchazo se ramificó en millones de hebras de frío, desvaneciendo más que congelando, como si los sonidos fuesen un eco alejándose a un pozo de negrura sin fin. Pronto la oscuridad fue un océano de dolor, como si aquel fragmento desgarrador a través de los infantiles ojos hubiese sido la primera gran bocanada de vómito, y luego viniesen los residuos putrefactos impregnados entre unos descomunales dientes, cuya boca expelía un tufo fúnebre.
            Trozos de pesadilla cayeron como una lluvia de cristales rotos.
            La presión de las profundidades me sofocaba. Sepultado bajo una montaña de sufrimiento, las patas y colas se sucedían pero jamás se cruzaban, dejando apenas espacios sin cubrir. Decesos apacibles entonando notas graves que se perdían en la sinfonía de chillidos, estridentes violines de cuerdas vibrantes, aullaban desesperación. La cacofonía mutó en un zumbido, una vibración que me empujó en un final golpe, fuera del horror.
            Desperté en una cegadora blancura que luego entendí era una habitación de hospital. Por mi delgadez, y el largo de mi cabello y barba, debí haber pasado mucho tiempo inconsciente. Con el tiempo me fueron explicando cómo llegué allí. Que me encontraron entre los pasillos del cementerio, balbuceando, catatónico. Al atravesar el portón del camposanto me desvanecí para no despertar hasta el momento que les acabo de relatar. Apenas dije incoherencias entre sueños, de lo que algunas enfermeras  apenas entendieron algo como  “Echse” y otras “Hexe”. En cualquier caso ninguna supo qué quise decir.
            Hoy me dan de alta, sin embargo no tengo deseo alguno de salir. Se lo hice saber a mi médico, quien dijo que no podían tenerme más tiempo, ya que hay verdaderos enfermos esperando atención.
            Si él hubiese visto lo que yo, no pensaría igual.
            La corrupción de la carne encierra horrores que no pienso revivir. Sólo puedo decirles una cosa, antes de prenderle fuego al alcohol que baña la habitación y a mí mismo:

            Aléjense de las lagartijas en las lápidas. Ellas saben más de lo que ustedes podrían soportar. 

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