viernes, 3 de junio de 2016

"La pureza" por Fraterno Dracon Saccis



Aquellos que sueñan de día

conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan de noche.
En sus grises visiones obtienen atisbos de eternidad y se estremecen,
al despertar, descubriendo que han estado al borde del gran secreto.
De un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría propia
y mucho más del mero conocimiento propio del mal.
Penetran, aunque sin timón ni brújula, en el vasto océano de la «luz inefable»,
y otra vez, como los aventureros del geógrafo nubio,
«agressi sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi».
—“Eleonora”, Edgar Allan Poe.




     Se había quedado empantanado esperando que apareciese la palabra precisa. Luis quiso pensar que fue el motor acercándose el que lo sacó del ritmo. Tenía la esperanza superficial de que diese vuelta en U, dándose cuenta de que había equivocado la dirección; aunque en el fondo deseaba que alguien llegase a interrumpirlo.
     Una vieja idea se removía en las fronteras de su mente, que separaba la consciencia de aquel otro mundo oscuro del que de vez en cuando lograba escaparse alguien. Ahora el fugitivo caminaba por el muro, tirando piedras hacia el océano de luz, a ver qué pasaba.
     El vehículo se detuvo frente a la casa. La lluvia aporreando el tejado se tragaba cualquier otro sonido, incluso el de las olas golpeando los roqueríos, hasta que resonó la puerta. No pudo imaginar quién podría ser a esa altura de la madrugada. Como siempre, abrió sin preguntar quien llamaba y se encontró con una figura empapada, que se le hizo familiar pero no logró reconocer de inmediato.
      —¿Vas a quedarte allí parado mirándome o debo sacudirme el agua como un perro para que despiertes? —la sonrisa breve, que nunca pudo quitarse a pesar de que se había arreglado la dentadura chueca de su infancia, le dio la última pista de quien estaba bajo su alero.
     —¡Alfredo! Perdona, pasa por favor.
     Le ofreció una muda de ropa mientras metía la suya en la secadora. Aunque estaba más corpulento que la última vez que lo vio, todo le había calzado casi perfecto. Toda su ropa era vieja y a él le quedaba holgada, de la época en que aún estaba casado, antes de que perdiera tanto peso. Cuando las tazas de café y el cenicero estaban sobre la mesa, al fin se sentaron a conversar.
     —Entonces, ¿Simplemente decidiste venir a visitarme, así sin más?.
     —No sé si sea tan al azar —se llevaba el dedo al entrecejo, siguiendo el hábito de acomodarse unos lentes ahora inexistentes. Otro gesto fallido que tampoco había cambiado—, fue más que lanzarme a la casa del conocido más cercano.
     —Sabes bien que somos más que conocidos...
     —A eso voy. Digamos que estoy en una... crisis, y necesitaba agarrarme de algo sólido. Necesitaba una dosis de pasado, de los tiempos en que tenía menos de qué ocuparme y preocuparme.
     Luis lo miró no muy convencido.
     —¿Es eso? Me suena una excusa rebuscada.
     —OK —Alfredo se rió, algo avergonzado—, en realidad no quería estar solo. Nada más que eso.
     —Y yo que vine a enclaustrarme a la casa de mis viejos para todo lo contrario —Alfredo lo miró contrariado y bajó la mirada, ajustándose los lentes fantasma. Luis soltó una carcajada—. Tranquilo, en el fondo yo tampoco estaba muy cómodo conmigo mismo.
     —¿Desde cuándo estás acá? Yo en realidad supuse que te encontraría aquí, luego de..
     —De hecho, Susana fue quien se vino primero para acá. Yo, sólo la seguí.
     —Perdona, no quería...
     —No, no te preocupes. Es bueno hablar de estos temas con alguien de confianza, y que además tenga cierta distancia para opinar, digamos, desde fuera.
     —No es que sea la persona más idónea para dar consejos amorosos, menos sobre... amigos tan cercanos.
     —Dios me libre de llegar a pedir consejos. Sabes, en realidad no es buena idea tratar lo de mi separación. Mejor, cambiemos de tema.
     —Mejor —Alfredo, no supo porqué, sintió la necesidad de agregar otro comentario—. No debe ser fácil el que te abandonase y nunca más diera señal alguna de vida —una vez que salieron las palabras de su boca se arrepintió de haberlas dicho. Afortunadamente Luis pareció no haberse dado por aludido.
     Se quedaron mirando el fondo de sus tazas. Mientras hablaban, el calor se había escapado del café y ya solo quedaba un concho tibio y espeso. Alfredo dio un salto cuando Luis se paró y lanzó la mano para quitarle la taza.
     —No podemos estar tomando cafecito como las viejas. ¿Cerveza, vino?
     —Vino —respondió Alfredo, no muy seguro de que fuese una buena idea ponerse a beber. Aún así, bajó la primera copa casi de un trago.