También para escuchar en formato audio cuento aquí:
Estaba sentado en la larga barra de
mármol, pintada con un color barniz oscuro. No había más de veinte personas en
el total de las mesas, y en la barra misma David era el único sentado. Se tomó
la cabeza, como si aquello significara el típico y patético gesto para poder
arrepentirse, a último momento, de no volver a tomar. El vaso de whisky en las
rocas ya lo tenía frente a si, y la humedad ya había embarrado su pequeño lugar
justo donde reposaban sus manos. Hacía frío y él traía poca ropa. Un trago de
ese manjar podía ayudar, efectivamente, a manejar su calor corporal porque pese
a los tres hielos con que había pedido el whisky, estaba acostumbrado a beberlo
así. Con frío o calor el resultado era el mismo; él se mantenía abrigado al
beber. Pero luego llegó la culpa sincera de todos los errores que había
cometido con Evelyn, su esposa. Aún no estaban separados pero ella había
comenzado a hablar con su abogado. Tres años habían bastado para entender, los
dos, que el matrimonio no funcionaba. Lo cierto es que el trabajo de Evelyn de
día y noche como enfermera, y su propio trabajo de periodista del Today`s Now, los mantenían alejados prácticamente durante toda la semana. Si bebía
ahora, no dejaría de hacerlo por un par de horas hasta emborracharse y a la
mañana siguiente la resaca sería igual que todas las que tuvo antes. Aquellos
dolores de cabeza que conocía de memoria y que, de todas formas, parecía buscar
de cuando en cuando. Era posible que más que un alcohólico, fuese un masoquista
que buscaba un constante dolor de cabeza. Se rió de aquella idea. Por un
momento pensó que su problema no era alcohol, así que instintivamente levantó
el vaso de whisky barato, pero cuando estaba a punto de beberlo recordó, otra
vez, a Sarah Keller. De manera instantánea sintió náuseas. Tuvo el control
suficiente para acomodar el vaso, con el hielo ya mezclado con el manjar, en la
aureola que había dibujado la humedad en su lugar de la barra. En ese instante
escuchó una risa burlona a su lado:
David lo miró con la cabeza gacha.
No estaba de humor para que un tipo le motivara a beber lo que él se resistía.
Se encontraba en uno de los debates íntimos más difíciles. O lo bebería o no lo
bebería. Era así de simple, pero tan complejo a la vez.
—¿Cómo dice? —preguntó, como si no
hubiese entendido la recomendación que le hacía el hombre que ya estaba sentado
a su lado.
—Sólo digo que si no piensa vaciar
el vaso lo haré yo por usted. No me agrada la gente que se toma más de veinte
segundos en dar el primer sorbo. Puede que sea un trago pequeño o largo, pero
veinte segundos es tiempo suficiente para acabar ya con lo ridículo de beber o
no.
Era un hombre delgado, paliducho, parecía que hace poco se había afeitado un bigote exhibido desde siempre, pues le
quedaba aquel rastro claro que dejan los vellos rasurados después de largo tiempo. Sus
ojos eran como dos botones cansados, amarillos, y su pelo oscuro y corto,
peinado hacia un lado.
—¿Y bien?
Era suficiente. David tomó el vaso y
vació el manjar de un solo sorbo. Si alguien lo impulsaba a beber, él lo haría.
Parecía infantil cómo es que alguien que bebe busca una y otra vez motivos para
hacerlo. Había encontrado suficientes razones ahora frente al barman, ahí en
la barra, para no tomar, pero llegaba un hombre de debilucho aspecto que
amenazaba con tomar de su vaso en caso de que él no lo hiciera. De todas formas
ya había pagado, pensó. Sería como estar regalando alcohol por nada a un desconocido. Por todo esto fue que tomó el vaso y lo vació. Pudo sentir cómo
el líquido recorría su garganta y bajaba a lo largo de su estómago. Todo
finalizaba siempre en un escalofrío. Cerraba sus ojos y su cara se volvía, al
instante, un tanto más roja de cómo era naturalmente.
—Nada mal —dijo el hombre—. Nada
mal…
—¿Quién es usted? —preguntó David,
mientras aún sentía cómo el licor terminaba de recorrer su cuerpo y poco a
poco, iba encontrando el tan esperado calor
interior.
El hombre lo miró con una sonrisa
vacía, como si no le importase revelar su nombre. Luego lo miró a los ojos, con
el dedo índice apuntó al vacío vaso de David y finalmente hizo el mismo gesto
apuntando hacia el barman.
—¿Qué? —preguntó David, aunque ya
sabía lo que el flacuchento le intentaba decir. Era el típico lenguaje de
señas, aquel que sólo dos borrachos pueden entender—. ¡No voy a pagar por un
whisky para usted!
—¿Alguna vez escuchó hablar usted de
monstruos nocturnos, de demonios sin nombres?
—No sé, en novelas de terror quizá…
—Da la casualidad de que yo escribo
poemas, y de alguna forma usted también escribe, señor Grimm —comenzó a golpear
con las yemas de sus dedos la barra de forma rítmica y hacía algo parecido con
sus rodillas, de un lado para otro sin ninguna sincronización—. Veo que es
periodista.
David tenía una libreta en sus manos
y la primera hoja abierta. Y ese tipo, sin ningún disimulo ni vergüenza se
había acercado por su espalda para leer muy de cerca.
—La diferencia entre usted y yo,
señor Grimm —continuó el flacuchento—, es que usted sí tiene dinero para que
nos embriaguemos los dos.
Algo lo impulsó a considerar la
proposición que el hombre le hacía. ¿Qué era? ¿Necesitaba a alguien que oyese
sus penas? No, su nivel de adicción había superado ya toda tristeza y sus
motivos para seguir bebiendo se basaban ahora en la costumbre. Quizás era él
quien quería oír este hombre que tenía enfrente.
Cuando el barman les hubo servido el
tercer vaso de whisky, el flacuchento comenzó a soltarse y a mostrar confianza,
pese a que en ningún momento pareció incómodo frente a David. Le llamaba la
atención de cómo era posible que continuara articulando las palabras sin error
alguno; era un don que David no tuvo nunca estando ebrio. Se había convencido
que éste hombre que tenía delante de sí realmente era un escritor. No sería
raro que lo fuese, pensó. Después de todo hoy en día todo el mundo escribe. Sin
embargo, éste le contaba que era mal pagado, pese a que había hecho pasar noches
de pesadilla a mucha de la gente que lo leía.
—¿Y quién era ésta damisela de la
que usted me habla, David? —preguntó el escritor,
mientras volvía a beber. David pensó que el interés no existía de parte de él,
sólo hacía tiempo para seguir aprovechándose del poco dinero que le quedaba.
Después de todo, pensó, fue él mismo quien terminó conversando del caso de
Sarah Keller y este tipo que lo acompañaba estaba ahí no para relatar nada,
sino para oír.
David le resumió el caso tratando de
omitir algunas piezas claves que él, como periodista, guardaría para sí.
Tampoco se trataba de que estuviera ventilándolo todo; no sería de extrañar que
en un par de días más apareciera el caso Keller con el nombre de otro
periodista que no fuera el suyo.
Sarah Keller había desaparecido un
veinte de julio de 1935. Hija adoptada, era mesera en un restaurante lujoso,
cerca de una gran mansión donde algunos comentaban que vivía un millonario de
apellido Letter. Era de mirada profunda y siempre bien maquillada, según
contarían sus padrastros luego a David. Además, podía constatar este detalle
por las muchas fotos con las que se quedó para su investigación. David, de
forma casual, a veces pensaba estar enamorado de ella, pese a que sabía lo
enfermo de esta idea. Sarah se había enterado hace poco que estaba embarazada,
pero había terminado su relación con el hombre responsable. Ahora estaba sola y
pensaba que el trabajo la haría matar el tiempo y esperar a que llegara su
bebé. Pese a todo era una mujer que se mostraba feliz, que no cargaba con la
culpa de los problemas en su conciencia. Todo esto lo supo David cuando leyó,
con una mezcla de escepticismo y morbo a la vez, el diario de vida que mantenía
la mujer. En él, Sarah había escrito que un hombre había comenzado a ir
continuamente al restaurante donde ella trabajaba. Siembre iba de noche, una o
dos horas antes de que se acabara su turno, y a veces ella sufría delirios de
persecución. Pero sólo se quedaba en eso, delirios, y no avisó de esto a nadie
más que a su diario fiel.
—Ése fue el error —comentó David.
Pero a medida que la lectura
continuaba en las páginas del diario, éstas se volvían cada vez más confusas.
Escribía, sin falta, todos los días de la semana. Lo extraño es que las ideas
de Sarah iban cambiando. Su caligrafía evolucionaba de manera constante. El
periodista llegó a la conclusión de que la mente de ella había cambiado y quien
manipulaba el cuaderno aquel era alguien más. La escritura cesó el quince de
mayo y las hojas mostraban garabatos incomprensibles y huellas de lágrimas
secas.
Mientras contaba todo esto, David
notó en el delgado hombre una ebriedad superior a la de él, aunque parecía atento a su relato. El barman traía dos vasos más. Continuó:
Lógicamente fue al restaurante aquel
a buscar información, sobre Sarah y también sobre el hombre que ella había
descrito con tanta profundidad en su diario. Era fornido, de piel oscura, alto
y callado. Todo cuanto hacía era estar sentado, pedir un vaso de agua y mirar a
Sarah. El periodista hubiese querido tomar la noticia antes, pero pese a todo
tuvo privilegios como poder hablar con sus padrastros y contar con el registro del mismo diario. Pasó también por la mansión Letter, pero sólo obtuvo la negativa
respuesta de un criado, dueño de un fino y cuidado dialecto.
David
Grimm en muchos momentos del día se detenía a considerar que el trabajo de un periodista
no se distancia mucho del de un investigador.
La mujer simplemente había
desaparecido sin dejar huellas, y para David esa era la mejor de las razones
para no dejar su alcoholismo. Cosa loca, pensó. Cosa infantil. Cosa necesaria.
—Bueno, amigo mío —dijo el hombre
que lo estuvo acompañando todo este tiempo—. Una de las cosas que no olvidamos
los entes que escribimos son los detalles. —volvió a beber, ahora lento, como
si por primera vez en toda la noche se hubiera detenido a degustar la calidad del
trago. Sonrió, y con vaso en mano y apuntando con el dedo índice a David, dijo—:
Y estoy seguro de que hace poco le conté a un hombre con ése aspecto que usted
me indica, cómo sería la próxima historia que yo comenzaría a escribir por
estos días.
David lo miró extrañado, pero sin
embargo sintió que su corazón se aceleraba.
—¿Y qué pasó con la mujer de su
historia? —quiso saber.
El hombre se llevó una mano a su
barbilla, mirando a las pálidas luces del techo, como si la respuesta estuviera
allí. El periodista sintió una repentina desesperación.
—Es ella quien mata al acosador.
Luego lo entierra en algún recóndito lugar. Ella escribe unas cuantas páginas
intentando demostrar ser alguien más, y luego desaparece del mapa. ¿No le
parece todo esto un dilema fantástico? Quién lo diría…
Tragó saliva. Todo este tiempo... No
era posible ¿verdad? ¿Un borracho flacuchento, que no tenía un solo peso para
saciar su sed, era la Mente Maestra ?
—Pero, ¿usted sabe dónde está el
cuerpo del hombre? ¡Necesito alguna prueba!
—Sí, claro. Está en el cementerio
que construyen afuera de la ciudad. Es el primer cadáver que enterraron.
David se acomodaba su chaquetón para
largarse lo antes posible de la taberna. Y mientras lo hacía, el otro hombre le
habló:
—Amigo ¿no le dirá al barman que me
sirva un último trago?
—Sí claro —respondió, al tiempo que
le pagaba al joven de la barra—. No creo haber oído todavía su nombre…
—Puede llamarme Howard.
El periodista se despidió
estrechando su helada mano y tomó el primer taxi que encontró. Le pareció
curioso cómo la tentación y la emoción hicieron desaparecer su estado ebrio. O
así lo sintió.
Abrió la ventana del auto para que
el viento helado chocara de frente contra su rostro. Pensó en la posibilidad de
que todo cuanto le había contado el escritor borracho aquel fuera una farsa.
Pronto lo averiguaría.
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