Ilustración por Ana Oyanadel
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Mojó su rostro con agua fría. La nieve, que caía incesante allá afuera, ayudaba a que su cuerpo se entumeciera. John sintió como cada uno de los vellos de sus brazos se erizaban. Tomó entonces una de las muchas toallas que había en uno de los tantos tocadores de aquella mansión, y se la llevó a la cara. ¿Realmente iba a hacer lo que el señor Letter pedía? Sin darse cuenta, la toalla cayó pesada al suelo —fina baldosa de un gris oscuro, que parecía un gran diamante encerado—. Se puso de pie y vio su rostro en el espejo: parecía más demacrado que de costumbre. Más blanco que ayer, más frío que el mes anterior. Sus ojeras cansadas eran como la punta de dos cucharas derretidas. Los labios delgados estaban agrietados, rojos como la sangre de una inofensiva criatura recién nacida.
Tuvo esa sensación única de que alguien más lo miraba tras su reflejo. ¿Acaso era él mismo? «No importa» concluyó. Ya tenía puesto el delantal blanco y se acomodaba los guantes de goma. Suspiró, y se dirigió a la puerta, tras la cual esperaba Donald Letter.
Había otro hombre allí; el criado; quien había dedicado la mayor parte de su vida a los servicios del señor Letter —según había oído antes en las cercanías por los lugareños. La primera vez que había entrado a la mansión, hacía ya una semana, notó que el criado —siempre vestido de un traje de completo negro y corbatín— lo vigilaba con la mirada. No había conversación entre ellos dos salvo cuando John llegaba, en su Fleetwoon gris del cuarenta y uno: lo único que John realmente se había animado a comprar para él mismo. El resto era todo para su esposa Irene y su pequeño hijo, Johnny. Los colegas a veces le hacían bromas en el hospital sobre el antiguo Fleet. Pero él se sentía, en cierta forma, identificado con el coche, pues también tenía cuarenta y un años.
Ahora que tenía a Donald Letter ante sus ojos, acostado en una camilla de patas de acero y soporte metálico, por alguna razón John recordó su coche. Lo imaginó en el inmenso jardín sin techo, aguantando cada uno de los gruesos copos de nieve cayéndole encima. Comparó la barba blanca de Letter con el paisaje de afuera. Era probable que no fuera, siquiera, parecida. La de su paciente resultaba aún más pálida; como la leche.
El doctor John Ridell inició el trayecto hacia el cuerpo del anciano, hacia la cirugía que había aceptado realizar, pese a que nunca antes algo como lo que estaba a punto de realizar había sido siquiera considerado por la medicina moderna.