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martes, 4 de marzo de 2014

"El Espejo" por Paul Eric













Ilustración por Ana Oyanadel







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Mojó su rostro con agua fría. La nieve, que caía incesante allá afuera, ayudaba a que su cuerpo se entumeciera. John sintió como cada uno de los vellos de sus brazos se erizaban. Tomó entonces una de las muchas toallas que había en uno de los tantos tocadores de aquella mansión, y se la llevó a la cara. ¿Realmente iba a hacer lo que el señor Letter pedía? Sin darse cuenta, la toalla cayó pesada al suelo —fina baldosa de un gris oscuro, que parecía un gran diamante encerado—. Se puso de pie y vio su rostro en el espejo: parecía más demacrado que de costumbre. Más blanco que ayer, más frío que el mes anterior. Sus ojeras cansadas eran como la punta de dos cucharas derretidas. Los labios delgados estaban agrietados, rojos como la sangre de una inofensiva criatura recién nacida.

Tuvo esa sensación única de que alguien más lo miraba tras su reflejo. ¿Acaso era él mismo? «No importa» concluyó. Ya tenía puesto el delantal blanco y se acomodaba los guantes de goma. Suspiró, y se dirigió a la puerta, tras la cual esperaba Donald Letter.

Había otro hombre allí; el criado; quien había dedicado la mayor parte de su vida a los servicios del señor Letter —según había oído antes en las cercanías por los lugareños. La primera vez que había entrado a la mansión, hacía ya una semana, notó que el criado —siempre vestido de un traje de completo negro y corbatín— lo vigilaba con la mirada. No había conversación entre ellos dos salvo cuando John llegaba, en su Fleetwoon gris del cuarenta y uno: lo único que John realmente se había animado a comprar para él mismo. El resto era todo para su esposa Irene y su pequeño hijo, Johnny. Los colegas a veces le hacían bromas en el hospital sobre el antiguo Fleet. Pero él se sentía, en cierta forma, identificado con el coche, pues también tenía cuarenta y un años. 

Ahora que tenía a Donald Letter ante sus ojos, acostado en una camilla de patas de acero y soporte metálico, por alguna razón John recordó su coche. Lo imaginó en el inmenso jardín sin techo, aguantando cada uno de los gruesos copos de nieve cayéndole encima. Comparó la barba blanca de Letter con el paisaje de afuera. Era probable que no fuera, siquiera, parecida. La de su paciente resultaba aún más pálida; como la leche.

El doctor John Ridell inició el trayecto hacia el cuerpo del anciano, hacia la cirugía que había aceptado realizar, pese a que nunca antes algo como lo que estaba a punto de realizar había sido siquiera considerado por la medicina moderna.

martes, 27 de agosto de 2013

"Yo Soy Arkham" Por Fraterno Dracon Saccis

Ilustración por Alex Olivares

El clamor de la gente hace vibrar las ventanas de mi habitación. Puedo sentir su odio atravesar la madera de las paredes y llegar hasta mi escritorio. Todo haría pensar que preferirían estar aprovechando los últimos momentos con sus seres queridos pero no: han elegido tomar al chivo expiatorio para aplacar su frustración ante el inminente fin del mundo.

Que esté escribiendo estas líneas puede parecer tan absurdo como la actitud de la multitud enardecida, pero la verdad, no tengo ser querido alguno a quien abrazar.  Soy el último de mi familia, un linaje de alta alcurnia que —debo reconocer con dolor— conmigo ha llegado a un triste fin. Lo único que me queda es la nutrida biblioteca de mi fallecido abuelo, y esta pila de manuscritos que me han llevado a mí y al resto del mundo a la perdición.

Tal vez se haya cruzado en su camino alguno de mis relatos, editados en cierta revista de ficciones más bien hipermasculinizadas, cuyas portadas difícilmente evocan mi prosa o la de mis compañeros y corresponsales de El Círculo. Las ilustraciones de esta publicación podrían sugerirle una cruza entre las aventuras de Julio Verne con La Venus de von Sacher-Masoch.

Sembrada la simiente de las ciencias de civilizaciones antiguas, su imaginería, su mitología, su cosmovisión en general, desde los libros empolvados compartidos con mi abuelo y que recibí como herencia; regado con los nuevos conocimientos de este siglo. Es esta iluminación la que aún deja un atisbo de mi ser en esta era. El resto de mi esencia pertenece al pasado, a los años que ya no volverán, pero que han hendido a la humanidad con sus delicados colmillos.

Mis inicios —debo admitir— fueron de una emulación ahora noto vergonzosa, de mis influencias más patentes. Poe, Dunsay, por supuesto Blackwood (caballero que dejó este mundo teniendo una gran opinión de mi obra), marcaban mi estilo, dando espacio a mis prejuicios de hombre de poco mundo con pretensión de lo contrario.

Fue en mis sueños, que para muchos serían horribles pesadillas, donde encontré la verdadera sabia de mis cuentos.

Visiones de mundos indescriptibles para el lenguaje humano. Seres —si es que cabe señalarlos con tal calificación— que desafían las leyes de la física y la cordura. Si quedase tiempo a la realidad, le invitaría a leer mis transcripciones de esas imágenes. Mas solo podré entregar este testimonio.