viernes, 28 de junio de 2013

"La Fiesta Bajo la Gran Pirámide" —Segunda Parte y Final— por Diego Escobedo

Ilustración por Ana Oyanadel
¿Cómo explicar risas y luces en el interior de una pirámide de miles de años? La lógica era algo que se había desconectado de mi cerebro a esas alturas. Entre seguir vagando, perdido en la asfixiante oscuridad, y acercarme a la fuente de estos sobrenaturales fenómenos, no había mucha diferencia. Como si se tratara de un sueño, avancé, casi por inercia, hacia la luz.
Se trataba de otro pórtico que daba paso a un estrecho pasillo. Al final de este, llegué a una puerta sellada que poseía una estrecha rendija por donde se filtraba la luz de muchas antorchas y las voces de gente conversando. Me dispuse a abrirlo, cargaba conmigo unos cartuchos de dinamita, pero una rápida mirada a la roca me hizo estimar que no sería necesario. Hice palanca con una barretilla y, con una facilidad mayor a la que esperaba, la puerta cedió abriéndose hacia fuera.
Como era de esperar, el umbral no llevaba hacia otro pasillo, sino que a una cámara.
Su interior era la locación de una dunsaniana escena: docenas de personas celebrando, con vestimentas del Egipto Antiguo, y servidos por muchos pequeños sirvientes y esclavos. Había mesas con comida servida, vino, y diversas exquisiteces. Algunos comensales se servían sus copas de madera ante uno de los imponentes cuadros del Faraón, comentando —no sé cómo lo comprendía— la técnica usada por el artista; mientras que otros nobles estaban sentados en suntuosas sillas con guapas concubinas y vasijas repletas de joyas a su lado, probándoselas a sus mujeres y ufanándose de éstas. Hacia el fondo estaba un grupo de músicos tocando el arpa, con una suave melodía que me sonó espectral, al extremo de ponerme los pelos de punta. Más hacia atrás se encontraba el tesoro máximo: el sarcófago del Faraón. Sellado como siempre, rodeado de lanzas, arcos, estatuas de Osiris y más vasijas llenas de oro.
Como si se tratara de un sueño, entré, vacilante, pero sin confiar demasiado en la autenticidad de lo que me comunicaban mis sentidos. Los comensales no parecieron darse cuenta de mi presencia, y, si lo hicieron, lo disimulaban muy bien.
Me acerqué a un grupo que estaba ante una de las pinturas. Como si nada, me sumé al grupo de cuatro personas. Curiosamente logré comprender a la perfección su lengua. Por un minuto creí que hablaban en árabe. Más tarde comprendí que yo estaba hablando en egipcio antiguo.

—Efectivamente, ni todos lo esclavos del imperio bastarían para construir una pirámide como ésta —contaba un hombre calvo y alto con ropas de funcionario imperial.
—Ya lo creo. El juicio de Imhotep se estremecería al ver algo de este tamaño —opinaba un individuo obeso y de tes clara—. Él seguramente habría destinado a esos hombres a combatir a los icsos.
—¡Por favor no me hables de esa manga de agitadores! Es un problema más que solucionado. Las fronteras están más que aseguradas. Ahora es ocasión de celebrar y disfrutar la velada.
El halo de muerte y antigüedad que envolvía todo era palpable y extrañamente atrayente.
Mientras escuchaba la plática, me percaté de algo: además de las pinturas del Faraón, estaban colgadas otras docenas de cuadros vacíos, sin imagen alguna en su interior. Luego leí la leyenda debajo de cada uno de ellos: sirviente. Y miré al joven de estatura baja y expresión taciturna que me servía una copa de su bandeja.

—¿Y qué es eso que se habla entre los nobles sobre una reforma religiosa? —preguntó el individuo obeso.
—Oh, sí, eso… Nuestro poderoso Faraón y sumo sacerdote se creó muchos problemas entre los demás gobernantes de Egipto. Fue muy impopular su reforma religiosa. Muchos la tildarían de… aborrecible. Y es que esos incultos del bajo pueblo aún no estaban listos para adorar al grandioso Nyarlathotep.

Al escuchar este nombre, un escalofrío bajó por mi espalda, calando en lo más hondo de mi espina. Sensación de desagrado que luego fue substituida por el líquido que bajaba por mi esófago. Con una mueca de repugnancia que no disimulé, retrocedí unos pasos y escupí parte del vino que había ingerido. Miré la copa, y reconocí el inconfundible color y sabor de la sangre.
Arrojé lejos el cáliz y miré a mí alrededor buscando la salida. Para mi horror, la puerta estaba sellada. Sentí que la habitación daba vueltas, la angustia se fue apoderando de mí ser. Mi cabeza se llenó con las cada vez más agudas notas de los músicos. Me lancé contra la fría pared y la arañé en un desesperado intento por abrirla. Volteé, y al volver a contemplar la escena, por un segundo tuve la visión de que todos los asistentes, eran cadáveres putrefactos, esqueletos sujetados por telas y tendones petrificados que compartían con monstruos con cabeza de perro, de serpiente otros, e incluso de cocodrilo.
Me derrumbé contra la pared, llevé las manos a mi rostro por unos instantes, y pasado ese tiempo, abrí los ojos: todo seguía tan normal como la primera imagen que tuve del lugar. Los mimos individuos y los mismos sirvientes.
—¿Buscaba la salida? —preguntó alguien a mi espalda.

Sobresaltado, vi a un hombre negro, calvo y con adornos reales en su pecho y muñecas, sentado en un trono de piedra, no muy lejos de donde solía estar la salida. Junto a él, como si fuera el gato más normal del mundo, reposaba una extraordinaria criatura: se trataba de una esfinge, un ser con cuerpo de león, alas de águila, y un rostro antropomórfico que, si bien estaba más emparentado con los felinos, trasmitía con sus rasgos una feminidad bastante humana.
Me acerqué a quien al parecer ya reconocía:

—¿Usted es… el Faraón? —no sé cómo, petrificado de miedo como estaba, logré articular esas palabras.
—Supongo que usted venía buscando algo más que una copa de vino —me dijo con cierto tono de complicidad.

El hombre tenía una sonrisa amplia, pero el resto de su rostro era bastante inexpresivo. A medida que hablaba acariciaba constantemente a la criatura a su derecha, y a la vez me miraba fijamente, con unos ojos más negros que cualquier otra noche que hubiese visto antes.

—Le impresiona mi mascota, por lo que veo. La pobre no ha comido en mucho tiempo, sabe. ¿Ha oído alguna vez del mito de la esfinge? Aquellos viajeros que atravesaran cierto valle prohibido, serían abordados por esta magnífica especie, e interrogados con un ancestral acertijo. Si lo resolvían, la esfinge los dejaba pasar. De lo contrario… —un rugido de placer emitido por su animal coincidió con sus palabras— su estómago dejaba de rugir.
—… Por favor… déjeme ir.

De ahí en adelante que mis recuerdos son borrosos. Claramente su respuesta fue negativa, a pesar de que no emitió palabra alguna. Como en la más difusa de las pesadillas, todo se tornó oscuro. Unas pocas antorchas pasaron a ser la única iluminación en la lúgubre fiesta.
Las sombras me envolvieron, e intimidantes siluetas encapuchadas me llevaron a rastras a un lugar desconocido. Sentí que caía por un pozo, pero en realidad descendíamos a lo más profundo de las entrañas de la Gran Pirámide. Al último nivel, donde existe una cámara prohibida y maldita, con un solitario altar de piedra, y más cercana al infierno que a cualquier otro lugar. Y es que, a diferencia de las demás pirámides, ésta no fue construida para que el Faraón llegase a lo más alto del cielo.
Desde mi garganta se profirieron gritos inhumanos y desesperados durante largas jornadas en las que estuve amarrado a ese altar. Mis gritos continúan, a pesar de que ahora mi corazón reposa en una vasija de oro, al igual que el resto de mis órganos vitales. Mi Ka sigue aferrado a éstos despojos, pero no por mucho, pues aquí viene la consumación final del ritual.
El cielo de la cámara de piedra se abrió. De las oscuras bóvedas brotó una nube negra y todo el terror y abominación de un universo desconocido. Antecedida por un olor nauseabundo e insoportable, una masa negra-grisácea, de pliegues, apéndices y quejidos brotó de esas tinieblas.
Ya bien adentro de la cámara, y a unos pocos metros de mi esqueleto, las fauces de un monstruo amorfo e indescriptible se abrieron, dejando salir largos colmillos y tentáculos, además de un alarido compuesto por las incontables almas de condenados lejanos en el tiempo y el espacio, junto con las risas más demoníacas provenientes de regiones desconocidas e insospechadas.
Sentí que el dios Anubis, embalsamador de momias y señor de la ciudad de los muertos, se lamentaba por mi cruel destino que escapaba al más duro de sus juicios. “Lamentarás haber irrumpido en la Fiesta de Nitokris” fue lo que escuché resonar en mi cerebro.
Y comenzó la ceremonia. Mientras el inenarrable rito se llevaba a cabo, miles de metros más arriba continuaba, como si nada, la fiesta de los nobles y los súbditos, expectantes a que se sirviera el plato principal.
El poderoso Nyarlathotep exige su sacrificio, y los fieles súbditos el manjar que les garantizaba su vida eterna. No existe Ka mejor nutrido que aquel que se alimenta de fluidos y restos humanos. Por más que los hombres se hayan empeñado en borrar de toda memoria histórica al faraón Nefre-ka, su culto sigue vivo. Al igual que sus ceremonias de Nitokris.

Ya la libertad es algo inalcanzable para mí. Entrecierro los ojos y comienzan mis pesadillas. Me veo entonces afuera, libre y rodeado por el desierto y la oscuridad de la noche sin luna. Ya no hay valle, ni pirámide. Las tormentas de arena la han cubierto por completo. Tampoco hay camello, ni señal alguna que me oriente. Por más que intente llegar a algún lado, no lo consigo. Ni siquiera de vuelta a las ruinas. Los vientos son lo único que percibo y vago, perdido y desesperado, por un infinito cosmos de arena y vacío. Esas son sólo mis pesadillas. Mi verdadero sufrimiento comienza cuando abro los ojos y me enfrento al destino que me fue encomendado por los dioses, en este mundo de pesadilla perdido en las arenas del Hadoth.

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