A Carolina le costaba acostumbrarse a lo cortos que se hacían los días en el invierno. Por esto no había calculado la hora en que debía partir de la casa de su compañera Rosa, para que no la atrapase la oscuridad en el camino.
La prueba de matemáticas era una de las más difíciles vallas para no repetir octavo básico y salir del colegio a algún liceo fuera de La Quebrada Escobar. Quería expandir su mundo fuera de Lo Hidalgo. No es que su casa quedara aislada del mundo urbano, pero ya estaba harta de los inmaduros de su curso, que sólo sabían hablar de poner lazos, tramperos, de la pichanga pasada y de la que se les avecinaba.
Para el común de las personas, las formas que se ciernen sobre ellos al atardecer en un bosque, personifican siluetas siniestras. El crujir de la madera, el aterrizaje de una hoja o rama sobre el follaje, o el ulular de las aves nocturnas, penetran en sus oídos como los cánticos de almas en pena.
Para alguien como Carolina, que transita por estos parajes a diario, que ha crecido perdiéndose en la multitud de troncos, que el aroma a eucaliptos no es más extraño que el de la tierra húmeda; el aspecto del bosque en el ocaso no significaba nada terrorífico.O por lo menos no lo significaba hasta este crepúsculo.