Ilustración por Ana Oyanadel |
¿Cómo explicar risas y luces en el interior de
una pirámide de miles de años? La lógica era algo que se había desconectado de
mi cerebro a esas alturas. Entre seguir vagando, perdido en la asfixiante
oscuridad, y acercarme a la fuente de estos sobrenaturales fenómenos, no había
mucha diferencia. Como si se tratara de un sueño, avancé, casi por inercia,
hacia la luz.
Se trataba de otro pórtico que daba paso a un
estrecho pasillo. Al final de este, llegué a una puerta sellada que poseía una
estrecha rendija por donde se filtraba la luz de muchas antorchas y las voces
de gente conversando. Me dispuse a abrirlo, cargaba conmigo unos cartuchos de
dinamita, pero una rápida mirada a la roca me hizo estimar que no sería necesario.
Hice palanca con una barretilla y, con una facilidad mayor a la que esperaba,
la puerta cedió abriéndose hacia fuera.
Como era de esperar, el umbral no llevaba hacia
otro pasillo, sino que a una cámara.
Su interior era la locación de una dunsaniana
escena: docenas de personas celebrando, con vestimentas del Egipto Antiguo, y
servidos por muchos pequeños sirvientes y esclavos. Había mesas con comida
servida, vino, y diversas exquisiteces. Algunos comensales se servían sus copas
de madera ante uno de los imponentes cuadros del Faraón, comentando —no sé cómo
lo comprendía— la técnica usada por el artista; mientras que otros nobles estaban
sentados en suntuosas sillas con guapas concubinas y vasijas repletas de joyas
a su lado, probándoselas a sus mujeres y ufanándose de éstas. Hacia el fondo
estaba un grupo de músicos tocando el arpa, con una suave melodía que me sonó
espectral, al extremo de ponerme los pelos de punta. Más hacia atrás se
encontraba el tesoro máximo: el sarcófago del Faraón. Sellado como siempre, rodeado
de lanzas, arcos, estatuas de Osiris y más vasijas llenas de oro.
Como si se tratara de un sueño, entré,
vacilante, pero sin confiar demasiado en la autenticidad de lo que me
comunicaban mis sentidos. Los comensales no parecieron darse cuenta de mi
presencia, y, si lo hicieron, lo disimulaban muy bien.
Me acerqué a un grupo que estaba ante una de
las pinturas. Como si nada, me sumé al grupo de cuatro personas. Curiosamente
logré comprender a la perfección su lengua. Por un minuto creí que hablaban en
árabe. Más tarde comprendí que yo estaba hablando en egipcio antiguo.
—Efectivamente, ni todos lo esclavos del
imperio bastarían para construir una pirámide como ésta —contaba un hombre
calvo y alto con ropas de funcionario imperial.
—Ya lo creo. El juicio de Imhotep se
estremecería al ver algo de este tamaño —opinaba un individuo obeso y de tes
clara—. Él seguramente habría destinado a esos hombres a combatir a los icsos.
—¡Por favor no me hables de esa manga de
agitadores! Es un problema más que solucionado. Las fronteras están más que
aseguradas. Ahora es ocasión de celebrar y disfrutar la velada.