Ilustración por Ana Oyanadel |
Era como si las paredes cubiertas de moho fueran a caer sobre mí. Quería salir pero no era una opción.
Debía hablar con él. Necesitaba su ayuda.
Las ratas corrían por doquier, paseándose entre mis pies, caminando por las vigas desnudas del techo. Sus chillidos me alcanzaban como si caminasen por mi nuca.
Al fin llegué al pie de la escalera, donde una
telaraña cubría por completo el acceso. Me pregunté hace cuánto tiempo no subía
nadie a visitarlo.
Y hace cuánto tiempo él no bajaba.
Al pisar el crujiente primer escalón, la temperatura descendió de súbito. Podía ver mi aliento que escapaba entre los dientes que castañeteaban. Una vez arriba, el hedor que llegaba rancio en la escalera, se hacía pesado y denso como niebla.
Angus Mogre esperaba en su mecedora. Una humeante
pipa en la boca y la mirada perdida en algún lugar lejano.
—Si una telaraña te detuvo de esa manera, no veo cómo podrás hacer frente a lo que se te viene —giró, y sus ojos, secos y ciegos me miraron fijamente—. No puedo conocer tu aspecto, pero puedo oler tu miedo. Te conozco, pequeño cobarde.
Aspiró la pipa para luego sacar de debajo de la manga una daga.
Me tomó de la muñeca e hizo un corte profundo en la palma izquierda. La sangre brotó con mi grito. El viejo reía a carcajadas mientras dibujaba en el piso, untando los dedos en el charco que se había formado.
Las figuras —que en ese momento me
parecían extrañas, no así ahora, que no se alejan de mi mente y mi retina—, parecían un compendio de
símbolos y caracteres de idiomas
orientales u olvidados.
Entonces las líneas se iluminaron
encandilándome.
Ese breve momento de ceguera fue aprovechado por
el viejo para abalanzarse sobre mi cuello.
El corte más que dolor, me causó un frío intenso,
como si en lugar de sangre brotase agua de deshielo por mi cuello. La vida se
me iba, pero el viejo —Dios lo hubiese detenido—no lo permitió: su mano se movió
con una agilidad que le habría atribuido a un joven delincuente callejero, pero
no a aquel enclenque anciano; mientras recitaba frases ininteligibles en ese momento para mi, la daga trazó nuevos signos en mi carne, cada uno
de ellos hundiéndome más y más, hasta el fondo del pozo en el que se convirtió mi
consciencia.
Con el tiempo aprendí que mis gritos solo rebotan
en las paredes y me golpean de regreso.
La pequeña luz que
me permite ver a través de los que fueran alguna vez mis ojos, me mostró el
cuerpo inerte del viejo, reposando con un rictus sonriente sobre mí sangre. Pero lo que oí fue lo que me causó un escalofrío por una espinazo inexistente: mi propia voz me hablaba.
—Debes tener el
consuelo de que tu dulce amada está libre, sana e inmaculada. Una vez muerto,
mi cuerpo perdió todo poder sobre los hechizos que realizó.
—Oh! Pequeño bribón, no creas que podrás torcerme la mano a mí, Angus Mogre, que he vivido más años de los que nadie pueda imaginar haciendo este truco. Mejores hombres han caído en mis manos y no han logrado vencerme. Solo atente a tu sino y espera a que tu cuerpo deje de servirme. Solo entonces podrás descansar.
Salió de la
azumagada casa alegremente, silbando una vieja tonada, burlándose una vez más
de la muerte y de mí.
No sé cuántos
años han pasado desde aquella maldita visita a Angus Mogre. Con el tiempo
aprendí que la paciencia era mi única arma. La lucha solo me debilitaba, me
hundía con mayor fuerza. Ha sido la meditación la que me ha fortalecido y ha
hecho bajar la guardia al viejo, que dio por hecho que ya me había rendido.
Si alguien está
leyendo estas líneas, quiere decir que tuve éxito en liberarme, o al menos, el
viejo maldito jamás descubrió la carta que escribía cada noche mientras dormía,
luchando para abstraer a su subconsciente de mi cuerpo y tomar control de la
mano derecha. Cada línea, cada letra me costaba horas, además de reservar
energías para deslizar el lápiz y el papel por la costura abierta del colchón,
que a su vez me había tomado semanas deshilachar.
He participado
de forma involuntaria en todos y cada uno de sus sangrientos ritos. He presenciado
exhumaciones, orgías, infanticidios y toda clase de depravaciones en el nombre
de su ambición. Sus conocimientos han entrado en mi memoria a fuerza, como si
fueran clavos perforando un cráneo inexistente.
Mientras escribo
estas palabras, la voluntad me da la fuerza, pero la venganza es la que mueve
mi corazón y mantiene mi esperanza.
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