lunes, 2 de enero de 2012

"Atlach Nacha" por Patricio Alfonso

I
Cuando estoy barriendo el comedor la veo deslizarse por su hilo de seda, agitando en el aire con gracia sus ocho patas. Baja hasta el piso y camina por el parquet. Doña Verito entra al comedor, la ve y antes de que yo pueda hacer nada la aplasta de un pisotón. Luego vuelve a salir, no sin antes lanzarme una mirada interrogadora al notar en mí una consternación que no he sido capaz de ocultar.

Llego a la Iglesia de los Dolores llevando en el bolsillo una caja de fósforos donde transporto el cuerpo despedazado. El pálido sacristán me reconoce y me franquea la entrada. Me conduce a través de la nave central hacia la puerta ubicada tras los cortinajes del altar. Mientras abre con la vieja y mohosa llave, yo miró su cuerpo rígido y envarado. Sé que aquel hombre lleva muerto mucho tiempo, pero se mantiene erguido y caminando gracias a las enormes dosis de veneno arácnido inyectados en él de acuerdo a las instrucciones contenidas en el antiquísimo grimorio de Atlach Nacha­. Lo sigo ahora por húmedos escalones de piedra que bajan a la cripta de la Iglesia. En el suelo de la habitación subterránea, rodeada por decrépitos y derruidos nichos de los que se ha desprendido la mayor parte de las lápidas, hay una argolla de hierro que constituye el único indicio de una puerta-trampa. Pruebo a tirar de ella, pero soy incapaz de desplazarla ni un milímetro. El mudo sacristán, en cambio, lo hace de un tirón y con una sola mano, revelando un oscuro y fétido boquerón. Bajamos ahora por otros y más gastados escalones, esta vez excavados en la tierra misma. En las paredes salitrosas hay antorchas empotradas que evitan que la oscuridad sea absoluta; y gracias a las cuales podemos o debería decir puedo, pues ignoro si mi acompañante se vale del sentido de la vista— vislumbrar donde ponemos pie.
Nuestro descenso debe durar varias horas, y al cabo desembocamos en una caverna en donde la visibilidad es mucho mejor que en la escalera. Pero se trata de una luz tétrica y espectral, proveniente de una columna de fuego verde que brota de una insospechada y mortecina combustión. Por todas partes hay cuerpos de arañas muertas, depositados en urnas de cristal de diversos tamaños. El mayor debe ser el que contiene el cadáver disecado de una migala tropical que con las patas extendidas alcanza unos treinta centímetros de envergadura.

En la mano muerta del sacristán aparece una urna semejante a las demás, aunque de reducidas dimensiones, con la tapa abierta. Saco de mi bolsillo la caja de fósforos, extraigo el cuerpo de la Loxoceles aplastada por doña Verito y lo deposito en la urna. El sacristán da unos pasos y pone ésta en un anaquel, entre una araña lobo y un argiópido de brillantes colores.

A continuación me señala la cortina que se ubica en el centro del recinto, en medio de los cuerpos de las arañas muertas. Esa cortina es de una tonalidad extrañamente semejante a la columna de fuego verde que constituye la fuente de malsana luz. Yo asiento y el sacristán la descorre.

Ahí está la deidad, Atlach Nacha, esculpida en aleaciones metálicas que eran viejas cuando el mundo era joven. De su tronco retorcidamente humanoide arrancan ocho miembros de artrópodo. En su cabeza, los dos ojos centrales brillan con una avidez mórbida, reflejando la luz verdosa del entorno.

El sacristán se me acerca y me tiende un cirio de cera verde. Yo sé lo tengo que hacer. Atravieso el recinto hasta la columna de fuego verde y enciendo el cirio. Luego me acercó y lo depositó, inclinándome ante la imagen de Atlach Nacha.

Mientras permanezco ante la presencia de la diosa arácnida murmuro en voz baja. Le estoy contando a Atlach Nacha lo que he presenciado, la historia de la Loxoceles y el pisotón de doña Verito.

Ahora me retiro, caminando hacia atrás en señal de respeto. El sacristán cubre nuevamente la imagen de la diosa con la cortina. Mientras subimos los escalones, pienso que al menos una araña no quedará sin venganza.

II

Mis habitaciones consisten en un cuartucho ubicado en el fondo del patio de la casa de doña Verito. Esta noche no puedo dormir. Parece que mi patrona tampoco. Cuando miro desde mi ventanuco al segundo piso de la casa veo luz en su dormitorio, y su silueta en camisón yendo y viniendo. Está así durante un rato, tal vez media hora. Luego empieza a agitar los brazos. Es evidente que algo le molesta, pues sus gestos son los de quien quiere quitarse algo de encima. También es claro que no lo consigue, ya que sus movimientos son cada vez más desesperados. Luego, el objeto de su desesperación comienza a siluetarse en la ventana. Parece algo así como niebla. O hilos. Telarañas. Entonces la escucho gritar por primera vez.

Los gritos suben de tono, y advierto que doña Verito no está sola. Acompaña a su sombra una sombra mucho mayor, una silueta enorme que parece flotar en el aire y en el aire agitar varios pares de patas o apéndices. Los gritos se tornan ensordecedores.

Las siluetas han desaparecido de la ventana y se ha hecho el silencio, solo roto por el quejido temeroso de un perro del vecindario. Pienso que alguien, alarmado por los ruidos, va a llamar a la puerta de la casa, pero no ocurre así. Me tiendo en mi camastro y dejo que pasen las horas. No consigo dormir.

III

Parece que finalmente sí me he quedado dormido, pues cuando salgo del cuarto el sol está alto sobre el patio. Desde fuera me llegan los ruidos del tráfico de un día de semana normal. Entro en la casa por la puerta de la cocina y empiezo a subir los peldaños hacia el segundo piso, hacia el dormitorio de doña Verito. Ningún sonido llega a mis oídos.

Me acerco a la puerta del dormitorio, y compruebo que no está cerrada con llave. La empujo, percibiendo una fetidez indefinible.

Espero encontrar algo horrible, pero no al sacristán de la Iglesia de los Dolores. Está sentado tranquilamente en la cama, y me mira con su mirada muerta. De doña Verito no se divisan rastros.

El sacristán me indica que lo siga con una seña muda. Vamos a la calle. Atravesamos pasos peatonales y bandadas de palomas y de rientes niños de uniforme. Nos dirigimos a la Iglesia.

Hacemos el trayecto que tan bien conozco, hasta el santuario de Atlach Nacha en las profundidades.

Lo primero que observo es el desorden. Las urnas cristalinas están desparramadas por el piso. Algunas están rotas. Los cuerpos de las arañas están caídos en cualquier parte. La cortina verde se halla descorrida, y la imagen de la diosa no está en su lugar

En su lugar se encuentra doña Verito, encogida sobre el piso. Levanta la cabeza y me mira con algo semejante a una sonrisa. Luego comienza a alzarse, ayudándose con sus ocho patas articuladas.

3 comentarios:

  1. Muy buen cuento. Me recordó mucho al estilo de los autores de principios del siglo XX. El final totalmente inesperado, y muy bien desarrollado.

    Saludos.

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  2. Interesantísimo cuento, muy entretenido, me encantó el final.

    Saludos sangrientos

    Blood

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  3. Fabuloso final. Me recordó la pluma de algún escritor de principios del siglo pasado.

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