—¡Doorbys!
¡Doorbys!... ¿Qué estás haciendo?
El niño
saltó al ser descubierto. Rápidamente su rostro se iluminó cual
hoguera bajo penumbras boscosas.
De reojo
miró a "mamá" y con premura borró los signos dibujados
en arena.
La mujer se
acercó y desde su altura de montaña lo contempló, amenazadora.
La montaña ahora se transformaba en águila.
—¡Cuántas
veces te he dicho que no debes invocarlos! Niño desobediente...
Ven y... ¡recibe un castigo...! ¡Doorbys! ¡Doorbys, no huyas!
La voz se
apagó. La voz de quien era en verdad la nueva novia de papá y no su
madre, como ella pretendía.
Sentado bajo
los abedules el niño susurró improperios y blasfemias. Balbuceos
aparentemente inofensivos, pero que estaban dotados de la fuerza de
la infancia.
De pronto,
uno de ellos apareció.
Silencioso
como la brisa, llegó a su lado. Por segunda vez en la mañana los
nervios de Doorbys eran puestos a prueba.
—Pero,
¡por qué me asustas!
—...
—Habla.
¿Qué quieres ahora?
—Pues
nada, ya sabes.... Quiero jugar. —Había en la
pronunciación de esta última frase algo imperativo.
—¡Aléjate,
Yirivos! He tenido suficientes problemas este día. Tú sabes que a
ella no le gusta que seas mi compañía.
—¿Y qué
importa? Somos nosotros quienes decidimos si somos o no amigos... ¿No
te parece?
Doorbys
dudaba. Sabía que a ella no le gustaba su relación con los
duendes. Sin embargo, cuando él, Doorbys, jugaba con ellos sentía
que no había nada más importante.
El Juego. ¡Qué maravillosa creación!
El Juego. Un
secreto entre Doorbys y los elementales del bosque.
—Y,
¿qué has decidido?... —impetró el duende.
El pequeño
observó a su alrededor, y luego siguió al gnomo, quien sonreía
travieso.
—Yukara,
Sambañayad, Tihora-sati... Ree Vil… Doones...
A medida que
un nombre era proferido, un corazón en algún lugar de Khadhar
dejaba de latir, apagándose con él la vida.
El ritual,
sin embargo, era extenuante.
Doorbys se
sentía mareado. Deseaba volver al hogar.
—Creo
que no seguiré jugando... Estoy exhausto, como nunca antes. ¡Ay!
¡Mis manos!... ¡Mis manos!
Las manos
sangraban.
Los duendes,
empero, lo retenían. Con sus dedos de alfiler le impedían alejarse.
—¡No!
¡No te vayas! ¡Ahora
no!
Decenas.
Cientos de voces. Aclamaban al Gran Jugador, al Gran Doorbys.
El niño se
sentó otra vez en el pasto húmedo. Los ojos estaban irritados. Las
manos temblorosas…
Una voz en su
mente dijo "¡No más!". Pero otra vez, incluso contra su
voluntad, las manos aprehendían un grotesco muñeco de cera y la voz
pronunciaba un nombre; cualquier nombre. Luego alguien moría. Luego
se escuchaba la risa de los duendes, cuyos rostros cada vez se
parecían más a los demonios.
*
El padre, Dukali, y la madrastra, Yaseniah, hablaban con
Doorbys. O mejor dicho, le apuntaban para lanzar sus retos. ¡No
podía ser que estuviese todo el día lejos de su hogar! No sólo era
peligroso, sino improductivo. Ya tenía casi ocho años y debía
asistir al colegio. ¿Qué esperaba, entonces? ¿Que la vida se le
fuera con premura? ¿Por qué otra vez había faltado a clases? Y...
¿qué era eso del Juego, los duendes, y el Gran Jugador? TONTERIAS
DE NIÑO... TONTERIAS QUE SE ESTABAN HACIENDO A SUS BUENOS PADRES
ALGO INSOPORTABLE.
Yaseniah
debía mostrar su autoridad. Increpó a Dukali para que no
tolerase más las salidas al bosque.
Incluso fue
más lejos que de costumbre, y le exigió a su novio que se tomaran
medidas represivas contra el menor.
—Sí, me
parece que tienes razón...
Esa fue la
escueta respuesta del padre. Yaseniah sugirió que el niño no
saliera de su cuarto este fin de semana.
Doorbys
sollozaba, y sin decir algo se dirigió cabizbajo a la habitación.
*
Aburrido
entre cuatro paredes, sentía el lento paso de las horas. Algo
debería hacer, pues ya estaba echando de menos el Juego. Y a sus
verdes amigos.
¿Cómo
podía dejarlos de lado?
*
La solución fue simple. Escapó por la ventana. Era de
noche. Todos dormían.
Unos minutos
más tarde estaba de vuelta con los seres pequeños, quienes lo
aclamaban.
"DOORBYS...
QUERIDO AMIGO... EL JUEGO... UNA VEZ MÁS... TÚ TIENES EL PODER...
EL GRAN JUGADOR..."
Las palabras
elogiosas lo llenaban de infantil alegría.
—Oh,
pobre Doorbys... ¿por qué no llegaste esta tarde?
—No pude
hacerlo, aun cuando lo deseaba intensamente. Debía esperar que
anocheciera para huir... ¡Esa miserable de mi madrastra me impedía
estar aquí antes!... Pero ahora duerme... sí, duerme tranquila.
El Juego
comenzó. Los nombres fueron pronunciados bajo la sutil luz de la
segunda luna de Hamirat y los muñecos confeccionados por los gnomos
iban siendo destruidos. Uno a uno. Como las vidas de aquellos que
representaban.
—Zamaord...
Kailáh Biestre... Ushtiojakath...
El niño
detentaba una autoridad que le confería ser al mismo tiempo
hacedor—conservador-destructor. Tenía en sus manos la existencia y
muerte de aquellos cuyos nombres conocía. Compañeros de escuela,
profesores, vecinos...
Pero, algo
estaba ocurriendo... Una incógnita que no se había presentado en
las otras ocasiones.
¡DOORBIS YA
NO TENÍA MÁS NOMBRES EN SU MENTE!
Atónitos
los duendes. Atónito el niño.
Sin embargo,
una sonrisa se dibujó de improviso en su faz.
—¡Continuemos!... ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
"Bien,
prosigamos...", decía para sí.
Y el Gran
Jugador tomó en sus rojas manitas una muñeca. A continuación
pronunció en voz alta el nombre de "mamá".
Segundos
después ella moriría, realizando previas contracciones espantosas.
Antes que su pareja se dispusiera a cambiarse de ropa e ir en
búsqueda de un médico, Yaseniah había muerto.
La cama era
un charco sangriento.
La lógica
del Juego —pensó Doorbys— era sencilla. Resumible en una irónica
palabra: elemental.