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Intranquilo daba vueltas por la sala, fumaba aunque la mayor parte del cigarro se consumía entre sus dedos. Todos se habían retirado a sus habitaciones, su mujer y sus dos hijas. Muy a su pesar ingresó al baño, encendió el calefón y se miró al espejo. No recordaba cuándo la ducha se había convertido en algo desagradable hasta el punto de evitarla por todos los medios, descuidando así su aseo personal. No le gustaba el reflejo que el espejo le devolvía, un rostro sombrío y cansado que evidenciaba la desastrosa vida que soportaba. Intentaba evitar que su familia se percatara de su mala racha, se engañaba pensando que su mujer aún continuaba a su lado como cuando eran jóvenes.
Tomó al
azar un raído libro del anaquel reservado para albergar las lecturas en el
baño, lo abrió por el centro y tras hojearlo un poco dio con el título “La
gallina degollada”.
Tras leer
el cuento, maquinalmente se quitó la ropa, no quería ducharse, pero su hedor ya
no soportaba más excusas, percibía la
molestia de las personas que se le acercaban, mujer e hijas incluidas.
Giró el
grifo, estiró con disgusto la mano para sentir cómo lentamente el agua se
tornaba tibia. Decidió que la temperatura estaba bien e ingresó a la tina,
corrió la cortina y se dejó empapar resignado. Casi llegó a sentir agrado ante
la tibieza del agua deslizándose rápidamente por el cuerpo en una verticalidad
gravitante, reponedora. Sin embargo, su mente se instaló en la infancia, en los
momentos olvidados y vedados por su memoria, la sensación de angustiosa
violencia, de completo desamparo provocaron los primeras lágrimas que se
confundieron con el agua que corría por su rostro.
Las
imágenes se tornaban confusas, saltos temporales e imágenes que no se
encontraban en sus recuerdos conscientes se hicieron insoportables, entonces
descargó un golpe contra la cerámica. Un hilillo de sangre se deslizaba y se
aclaraba al entrar en contacto con gotas de agua adheridos a la superficie de
la pared. - ¡Esto debe terminar ahora, no soporto más!- , pensó mientras algo
así como flashes revolucionaban sus imágenes del pasado. ¡Mátalas! Ahora que puedes ¡mátalas! Fue lo que nítidamente oyó.
Abrió los ojos, volteó en todas direcciones como si por primera vez escuchara
la voz e intentara determinar de dónde provenía. Esta era la razón por la cual
evitaba la ducha, no recordaba cuándo comenzó a oír la voz, tal vez cuando se
mudaron a ésta, su nueva casa. Aplicó el champú
y volvió a quedar en la oscuridad de sus párpados cerrados. La imagen de
los cuatro hermanos imbéciles degollando a su hermana se presentó nítida, como
si hubiese presenciado la escena que describiera Quiroga. Nuevas luces en su cerebro, ¡es ahora o nunca! ¡mátalas! ¡Deja de
sufrir…! volverás a sonreír…, todo acabará… , ¡mátalas! La voz era clara,
con volumen perfectamente audible. Esta vez oyó en silencio sin resistirse,
cerró el grifo y la voz cesó de inmediato, pasó lentamente ambas manos por su
cabello para quitar el exceso de agua y salió de la tina, cogió una toalla y
con más cuidado que de costumbre secó cada uno de los pliegues del cuerpo. Pasó
la mano por el espejo quitando el vaho de la superficie y se observó
desconociéndose. No era el mismo, la voz ya no era audible, pero pensaba en
ella y en los idiotas asesinos de su hermana. Luego de apagar el calefón y
cerrar el paso del gas se dirigió aún desnudo por el pasillo hasta la
habitación de sus hijas. Las observó bajo la azulina luminiscencia de una
pantalla, ¡por Dios!, eran hermosas, aún cuando dormían. De siete y cinco años,
habían transformado su inquietud por el nacimiento de un niño en una feliz
conformidad. Entró y salió sin hacer ruido del cuarto de sus adoradas hijas,
retornó por sus pasos y fue a su dormitorio, su mujer dormía con una lámpara
encendida. La observó y pensó en todos los años que llevaban juntos, las
diferencias que los alejaban y el amor que él aún creía los acercaba pese a
todas las dificultades. Ella dormía plácidamente entregada a un sueño seguro.
Esta vez también entró para salir rápidamente del cuarto. Salió decidido a
culminar con todo, a pesar de que ya se sentía mejor, no podría continuar con
su vida, no después de oír la voz desconocida que le instigaba a matar a sus
seres queridos, esto podría repetirse, no quería volver a pasar por esta
situación.
Afuera el
frío había tornado blanco el jardín, su perro le ladró con violencia. Daba la
impresión de que le reprochaba su actuar. No le hizo mayor caso, caminó por
sobre la hierba hasta llegar a la leñera, la misma cadena que utilizaba para
contener a su perro la utilizó para poner fin a la locura que sentía se
apoderaba de sus acciones inevitablemente.
Los
aullidos del perro la despertaron, se incorporó sobresaltada, presentía que
algo horroroso había sucedido, la luz continuaba encendida, salió de la
habitación para dirigirse donde las niñas que inmóviles continuaban el profundo
sueño infantil. Los aullidos continuaban desgarradores. Miró por la ventana, el
perro aullaba en dirección de la leñera que tenía su portón abierto. Desde el
interior aparecía en constante movimiento pendular toda la extremidad inferior
de un cuerpo humano. Era su marido, qué duda cabía, eso la tranquilizó. Si él
no tomaba aquella decisión, ella más temprano que tarde, tendría que haberlo
asesinado.
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